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– Olvídalo, Matthew -dijo Patrice-. No son más que tonterías. Las dos únicas cosas que lo sacan a uno adelante en este mundo son el dinero y la piel blanca. Mira a Michael Jackson, por amor de Dios. Consiguió lo primero y sigue intentando con ahínco lo segundo. ¿Cuál de las dos cosas es más importante?

– Estás tentando al destino, Fly -le avisó Matthew-. Hay gente en este mundo que lo que más desea es ver cómo te destruyes a ti mismo. Yo lo sé. -Se tocó la frente con los dedos-. Lo sé porque algo me lo dice aquí dentro.

– Bobadas -repitió Patrice.

Matthew se encogió exageradamente de hombros, como si estuviera decepcionado pero no sorprendido.

– Yo soy un hombre negro, Fly, exactamente igual que tú. Pero ésa no es la cuestión.

– Entonces, ¿cuál es la cuestión? -le preguntó Patrice en tono desafiante-. ¿Quieres que paremos los disturbios? ¿Quieres que dejemos de incendiar? ¿Quieres que seamos buenos negritos domesticados, y que cantemos suave y bajito? ¿Quieres que rodemos con los golpes, negrito, es eso? ¿Quieres que rodemos con los golpes?

Matthew bajó la cabeza sin decir nada, pero había apretado los puños y aquel voluminoso pecho suyo subía y bajaba. Bertrand empezó a retirarse hacia atrás, como si esperase una explosión de primera magnitud.

– Fly -dijo Matthew-, estás rebelándote contra muchas más cosas de las que crees. ¿Por qué piensas que se encontraban aquí esos policías?

Patrice sorbió nerviosamente por la nariz.

– Para hacer un arresto por tráfico de drogas, eso es lo que he oído decir.

– Un arresto por tráfico de drogas… -repitió Matthew-. ¿Un simple y vulgar arresto por tráfico de drogas?

– ¿Cómo demonios voy a saberlo? Mataron a mi bebé.

Matthew Monyatta miró fijamente a Patrice durante unos instantes llenos de tensión. Luego dijo:

– Tendrías que hacer que se acabasen los disturbios, Patrice. Díselo a tu gente, callad, volved a casa. No lo hagas por el alcalde, ni por la Cámara de Comercio de Boston, y tampoco lo hagas por mí. Limítate a ponerles fin, por tu propio bien y por el de todos nosotros. Tú no te levantas contra la sociedad blanca. No te levantas contra los blancos.

– ¿Ah, no? -preguntó desafiante Patrice-. Si no es contra los blancos, ¿contra quién lo hago, entonces?

Contra los que son más blancos que los blancos -dijo Matthew crípticamente-. Los auténticos blancos.

Patrice lo miró con ojos entornados. Bertrand no se estaba quieto y parecía evidentemente incómodo.

– Venga ya, tío -intervino-. Esto sí que es realmente karma del malo.

– No sé qué demonios quieres decir -le dijo Patrice.

Matthew levantó un dedo.

– Ya lo averiguarás, Fly, ya lo averiguarás. Pero cuando lo hagas, ya te dará lo mismo. Te lo advierto ahora.

– ¿Intentas asustarme o qué? -quiso saber Patrice.

– Yo no puedo asustarte, pero ellos sí que lo harán. Muchacho… te asustarán a base de bien.

Patrice miró fijamente a Matthew durante casi un minuto, temeroso, sin acabar de comprender. Luego, lentamente, retrocedió entre las mesas, entre el humo de ganja y la palpitante música reggae, y Bertrand retrocedió con él.

Sólo cuando hubo llegado a la puerta dio media vuelta y le chilló a Matthew:

– Estás loco, ¿sabes? Antes eras mi héroe. ¡Y mírate ahora! ¡Más blanco que los jodidos blancos!

Matthew permaneció donde estaba y observó cómo se marchaba Patrice. Al cabo de un momento, el teniente de alcalde Kenneth Flynn salió de entre las sombras, junto a la máquina de discos, y se acercó a Matthew con las manos en los bolsillos.

– No hay nada que hacer, ¿eh? -le preguntó.

– No sé -dijo Matthew-. Quizás entre en razón.

– ¿Qué quería decir con eso que te gritaba? ¿Más blanco que los jodidos blancos?

– Tú no eres de Tierra Santa -le dijo Matthew-. Nunca has caminado al lado de Aarón.

Dicho esto echó hacia atrás la silla y luego salió del restaurante. Kenneth se acercó al mostrador y sacó tres billetes de veinte dólares.

– No vuelvas tú solo por aquí, tío -le advirtió el dueño.

Una vez en la calle, Matthew se dirigió de nuevo hacia el Buick azul oscuro de Kenneth y subió a él; al hacerlo, la suspensión rebotó arriba y abajo. Luego se armó de paciencia y aguardó a que Kenneth lo llevara a casa.

Kenneth se detuvo un momento a la puerta del restaurante y se quedó mirando cómo ardía Roxbury; oyó a media distancia el plano traqueteo de las armas de fuego semiautomáticas y los sonidos armónicos que producían los rebotes. Por primera vez en toda su carrera política se daba cuenta de que no entendía en absoluto qué estaba ocurriendo en Boston; ni en ningún otro lugar de América. Por primera vez en su vida, Kenneth tuvo una auténtica sensación de miedo.

SIETE

Joe Garboden dejó los faxes sobre el escritorio y se acomodó en el sillón de cuero.

– Están demasiado oscuras -comentó-. Esta de aquí parece tomada a medianoche.

– Pero se puede distinguir el cuerpo de O'Brien -insistió Michael-. Mira… ésa es la curva de la espalda… ahí es donde hubiera debido estar la cabeza.

– Bueno, eso son indicios -admitió Joe-. Pero están muy lejos de constituir una prueba.

– Las pólizas de seguros de O'Brien con Plymouth Insurance le cubrían en caso de muerte o de lesiones causadas por accidente -dijo Michael-, pero no por acciones de guerra, terrorismo u homicidio. Le cortaron la cabeza, por el amor de Dios. ¿Qué clase de accidente es ése?

– Ya ha habido algunos casos de personas que han resultado decapitadas en accidentes -le contestó Joe-. Acuérdate de la pobre Jane Mansfield. ¡Y pensar que esa mujer me volvía loco cuando yo tenía quince años!

Michael recogió los faxes y volvió a ponerlos dentro del sobre.

– Aquí tenemos suficiente para retar al forense a que nos enseñe los originales.

– Vamos, Michael, tenemos que ir con pies de plomo en este asunto. Esas fotos son pruebas policiales. Ni siquiera estoy seguro de que no estuvieras infringiendo la ley al copiarlas. Primero quiero consultar con nuestros abogados. No vamos a poner en peligro el caso por una actuación ilegal.

– Si un juez del Tribunal Supremo ha sido asesinado, ¿no crees que todo el mundo tiene derecho a saberlo, prescindiendo de cómo se haya obtenido la información? Es decir, dejando aparte los intereses que Plymouth Insurance tenga en el asunto.

– Esos faxes no constituyen una prueba concluyente de que fuera asesinado. Como tampoco lo son las fotografías de donde los has copiado. Tú dices que los muslos cercenados de McAllister estaban cauterizados y que las visceras de la señora O'Brien se encontraban resecas a causa del calor… pero la tuya no es la opinión de un experto. Necesitamos ver el informe de la autopsia que hizo Moorpath y el informe del accidente de la Administración Federal de Aviación antes de poder afirmarlo con seguridad. -Joe se aclaró la garganta y luego continuó-: Estoy de acuerdo contigo… parece probable que O'Brien y su familia fueran asesinados. Pero no podemos arriesgarnos a comprometer el caso de Plymouth o su reputación saltándonos la ley a la torera.

Michael sabía que Joe tenía razón. Los jueces estaban poniéndose cada vez más críticos acerca de hasta dónde podían llegar las compañías de seguros para intentar evitar el pago de reclamaciones dudosas. Plymouth Insurance ya se había visto humillada en una ocasión aquel año, cuando cierto juez de un tribunal de apelación había rechazado como prueba la grabación de una conversación telefónica mantenida por una mujer que, supuestamente, se había quedado muda a resultas de un accidente de coche, porque le habían intervenido el teléfono ilegalmente.

– De acuerdo -le dijo a Joe-. Seguiré estrechando el cerco paulatinamente.