– Y espero que nunca lo comprenda.
– Ha oído a alguien que me seguía? -insistió Michael.
El ciego asintió.
– Su viejo amigo, el «señor Hillary».
No conozco a ningún «señor Hillary».
Y sin decir más, el ciego se marchó arrastrando los pies y dando golpecitos con el bastón entre los árboles. Michael se quedó observando cómo se iba aquel hombre. Luego se alisó el pelo hacia atrás con la mano. Se sentía extrañamente turbado, como si hubiese descubierto por casualidad que el mundo no era en absoluto como él siempre había creído que era… como si por todas partes hubiera puertas invisibles a través de las cuales la gente pudiera ir y venir, pero en las que él nunca se había fijado ni nunca había sabido de su existencia.
Pero… qué va, aquel viejo ciego no era más que un viejo ciego de mente delirante. El «señor Hillary» probablemente sería alguien que habría conocido cuando era joven… algún maestro del colegio, algún tendero o algún amigo de la familia. De todos modos resultaba bastante poco tranquilizador que hubiese adivinado que Michael estaba sometiéndose a hipnosis. Concretamente había dicho: «A mí también me han hipnotizado.»
Michael llegó a la avenida Columbus y detuvo un taxi. Cuando estaba en el centro de Boston casi siempre se trasladaba en autobús o cogía el metro; pero aquella tarde le parecía que necesitaba alejarse de la oficina lo más rápidamente posible. Le dio la dirección al conductor:
– Hanover 346.
Y el taxista, un hombre de pelo negro y ensortijado que llevaba una gorra de béisbol de Red Sox, se internó en el tráfico sin decir palabra.
Otros dos helicópteros Chinook de la Guardia Nacional retumbaron en el cielo. El taxista echó una mirada a Michael por el retrovisor y Michael vio que tenía un ojo inyectado en sangre.
– Esto parece la guerra -comentó el taxista.
– No estoy muy al corriente -le dijo Michael-. ¿Todavía siguen los disturbios?
– La policía continúa disparando contra inocentes transeúntes, si se refiere usted a eso.
– Oiga -le dijo Michael-, no me apetece hablar de política.
– ¿Quién habla de política? -replicó el taxista-. Éste es el día de la expiación de nuestros pecados, ¿no le parece? Y eso no es político, eso es bíblico.
– Sea lo que sea, es una vergüenza -dijo Michael.
– Es el día de la expiación de nuestros pecados -repitió el taxista-. Siempre he sabido que llegaría, y ahora por fin ha llegado.
Dejó a Michael a la puerta de la Cantina Napoletana. Las últimas luces de la tarde llenaban la calle Hanover de oro derretido. La Cantina Napolitana era un pequeño restaurante al viejo estilo, con un toldo rojo y verde, una ventana iluminada con brillantes letras doradas y un laurel de forma redondeada a cada lado de la puerta principal.
El taxista le devolvió el cambio a Michael y lo miró fijamente con el ojo bueno y el otro inyectado en sangre.
– Es una ofrenda de fuego, eso es lo que es -dijo con un exagerado y agresivo énfasis-. Una ofrenda al Señor mediante el fuego de un aroma apaciguador.
– ¿Un qué?
– Un aroma apaciguador -repuso el taxista. Y volvió a mezclarse con el tráfico.
Joe había hecho las cosas realmente bien. El apartamento era grande y bien ventilado, con el suelo de roble recién pulido y barnizado y las paredes pintadas de blanco. El cuarto de estar daba a la calle Hanover, con una terraza de hierro forjado lo bastante amplia para albergar dos sillas plegables, una jardinera de terracota dada la vuelta que servía de mesa, y una maceta de plástico llena de geranios polvorientos. Los muebles de la habitación de color de avena eran agradables. Sólo había un cuadro: representaba una playa herbosa y blanquecina bajo un cielo azul tinta.
Michael subió las persianas de lino blanco y abrió las puertas de la terraza; la habitación se llenó de ruido y del calor de la tarde, así como de los aromas del restaurante de abajo: cebollas, ajos, tomates y albahaca, cocinándose lentamente en sartenes llenas de dorado aceite de oliva virgen.
Joe le había llevado al apartamento la gastada maleta de cuero tostado de Michael y la había dejado en el pasillo. Michael la trasladó hasta el dormitorio y la puso encima de la cama. Desabrochó las hebillas, la abrió y se quedó mirando con resignación los polos arrugados y los pantalones mal doblados. Nunca se le había dado demasiado bien aquello de doblar la ropa y hacer la maleta, y siempre acababa por llevar demasiadas cosas. No sabía por qué se le había ocurrido traer aquel jersey marrón de pescador que le había ganado a John McClusky, el vendedor de anzuelos de la playa; o quizás sí que lo supiera. Puede que fuera una especie de manta de seguridad: un recuerdo del hogar, de la costa, de Patsy y de Jason también, de todo aquel amor y libertad que se había visto obligado a poner en peligro por dinero.
Colgó la ropa en los armarios blancos de puertas de persiana. Olían a madera nueva recién prensada. Metió la maleta vacía debajo de la cama. El dormitorio era tan sencillo como el cuarto de estar, con una mesilla blanca de bambú y una cama barata cubierta con una colcha de colores blanco y avena. Había tantas cosas de color de avena en aquel apartamento que Michael empezó a preguntarse si lo habría decorado un caballo. Pero las ventanas del dormitorio tenían unas buenas cortinas de rejilla, a través de las cuales podía ver el patio pavimentado de ladrillo que había detrás del restaurante, adonde los cocineros salían de vez en cuando a limpiarse el cuello con paños de cocina, a fumarse un cigarrillo, a dar voces y a reírse.
Se lavó la cara y las manos en el pequeño cuarto de baño, cuyas paredes estaban revestidas de azulejos blancos, y luego volvió a telefonear a Patsy.
– Acabo de llegar a la calle Hanover.
– ¿Cómo es? ¿Está bien?
– De primera. Hay un buen cuarto de estar, un dormitorio, un cuarto de baño y una cocina. Es todo lo que necesito. Bueno, digamos que es todo lo que necesito de momento. Y es fantástico que me guste la comida italiana, ya que está justo encima de un restaurante napolitano. -Con la melodía de Pennies from Heaven, cantó-: Cada vez que respiro, respiro pollo abruzzesse.
Patsy se echó a reír, pero luego dijo:
– ¿Cómo va? Me refiero al trabajo. Parecías un poco tenso en la oficina.
– Muy bien, el trabajo va estupendamente. El problema es que ya os echo de menos.
– ¿No tienes problemas?
– ¿Problemas? ¿Qué problemas?
– Bueno, ya sabes… estrés, o algo así.
Se acordó de la fugaz figura que al parecer había estado siguiéndolo entre los árboles de la plaza Copley y del ciego que había adivinado que estaba buscando a alguien. El «señor Hillary», quienquiera que fuese.
También se acordó del taxista que había hablado de expiación, de castigo bíblico, y de la ofrenda al Señor mediante el fuego de un aroma apaciguador.
Con cierta rigidez, dijo:
– Toda va de primera. Tengo la cabeza en su sitio.
– No intentarás ocultármelo, ¿verdad, Michael? -le preguntó Patsy-. Me refiero a si las cosas empiezan a salir mal. No es culpa tuya. No hay nada de lo que tengas que avergonzarte. Lo único que tienes que hacer es llamarme y podemos hablar de ello. O llamar al doctor Rice. Ya sé que necesitamos el dinero, pero no de una forma tan desesperada.
Michael se aclaró la garganta. Las cortinas de rejilla subían y bajaban al sol.
– Está bien, todo está muy bien. Joe se ocupa de mí. Hasta me ha traído la maleta.
– He visto los disturbios en televisión.
– Bueno, se ve mucho humo y un montón de helicópteros que sobrevuelan continuamente la zona; cuando fui al Hospital Central esta mañana, las víctimas llegaban sin parar. Pero todo lo demás parece normal. Es una de esas cosas propias de un largo verano caluroso, nada más.