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– De acuerdo… -Daba la impresión de que no lo había comprendido del todo, pero se abrochó la pistolera.

Michael le dio al muchacho un apretón en el brazo.

– Ya le llegará a usted el turno, créame, cuando esos tipos estén sentados en residencias para ancianos y se les haya olvidado ya que alguna vez comieron en cazuelas de aluminio.

El ayudante asintió y sonrió enseñando mucho los dientes.

– De acuerdo -convino. Y dio la vuelta sobre los talones sin dejar de sonreír.

Michael cruzó por la arena húmeda hacia la orilla con la mejilla izquierda vuelta contra el viento.

– Jirafa -dijo mientras le tendía la mano al teniente Boyle-. ¿Cómo le va a Megan? Vi su artículo en la revista Boston. Uno sobre asados de carne, o algo así.

– Vaya, vaya. Mikey Rearden -le saludó Thomas sonriendo. Parecía cansado. Tenía las mejillas blancas y la nariz enrojecida por el viento-. Me habían dicho que te habías retirado.

– Por problemas sicológicos -confesó Michael-. Un simple caso de chifladura.

Thomas sorbió por la nariz y sacó el pañuelo.

– Eso había oído -dijo.

Michael se dio unos golpecitos en la frente.

– No fue nada demasiado grave. Sólo que no era capaz de impedir que lo del exterior se me metiera dentro. ¿Sabes lo que quiero decir? Pero ya estoy prácticamente curado del todo. He estado sometiéndome a una terapia de hipnosis.

– ¿Sí? ¿Y eso funciona de veras?

– Depende. Supongo que has de querer que funcione.

– ¿Tú crees que la hipnoterapia le serviría a Megan? -le preguntó Thomas-. Ya sabes, sólo para que se sienta más segura y optimista. A veces se deprime mucho. No me lo dice, pero a mí me pasaría si estuviese en su lugar.

– No sé -repuso Michael a la vez que se encogía de hombros. Y era cierto que no lo sabía-. Supongo que Megan podría hablar de ello con su médico. Pero a mí a veces me parece que la hipnoterapia puede abrir más latas de gusanos que otra cosa. Yo ni siquiera sabía que la oscuridad me daba miedo hasta que me hipnotizaron.

Joe parecía sentirse incómodo. Y también el sheriff Brock, un hombre enorme y tembloroso como la gelatina, que llevaba un uniforme de color arena y un peluquín que resultaba descaradamente artificial. La mirada se le disparaba sin cesar de un lado a otro y tenía el aspecto de un hombre que necesita con desesperación el desayuno, el sillón de su despacho y una prolongada continuación del sueño de la noche anterior.

Thomas le apretó el codo a Michael.

– Ya hablaremos de esto más tarde, ¿vale? Esos tipos llevan levantados desde las tres.

– ¿Dónde la encontraron? -le preguntó Joe en voz mucho más alta de lo normal.

Thomas los guió hasta la arena, mucho más suave, de la orilla. Había un sencillo indicador de madera entre las olas… un palo, nada más. Todo rastro de la llegada de Sissy O'Brien a aquel lugar había sido borrado por el mar.

– ¿Has hablado con los guardacostas? -quiso saber Mi-chael.

Thomas levantó la mirada hacia él y asintió.

– Estás pensando en vientos, mareas y corrientes, ¿no es cierto?

– Eso es -convino Michael.

– Bien…, los guardacostas han prometido darme un informe de las mareas justo desde el momento en que cayó el helicóptero. Puede que hasta hagan la prueba con un muñeco flotante desde Sagamore Head para ver qué pasa… se pueden calcular los vientos y las mareas matemáticamente, pero un cuerpo flotando no siempre hace lo que se espera que haga.

– Estás diciéndoselo a un pescador -le recordó Joe.

Michael miró en torno a él. Había algo extrañamente familiar en aquella curva de playa, aunque no acababa de saber qué. Se acercó a la orilla hasta que el oleaje estuvo a punto de mojarle los zapatos. Se protegió los ojos con las dos manos y miró fijamente hacia el horizonte. Había estado allí antes, estaba seguro de ello. Quizás cuando era niño, con su padre. Cada vez que su padre acababa un barco ballenero que le gustase de verdad, lo hacía navegar hasta Marblehead o hasta Plymouth, y Michael lo acompañaba. Llevaban chocolate caliente en termos y bolsas de papel marrón con emparedados de queso y mortadela, y cantaban canciones marineras a dúo, viejas coplas tradicionales o tontas canciones marineras que se habían inventado ellos mismos.

Navegamos en el buen barco Bum,

con una enorme provisión de ron.

El Bum no se hundió, pero desde luego apestó.

Deberíamos haberle puesto un nombre

que no fuera tan grosero. Pero ése es nuestro problema,

que somos así de crudos.

Sonrió para sus adentros, aunque también tenía ganas de llorar. Miró hacia atrás, hacia el lugar donde se encontraban Joe y Thomas. Éste estaba encendiendo un cigarrillo.

– ¿Se la han llevado ya? -preguntó a gritos.

Thomas se volvió hacia él.

– No… la ambulancia todavía está aquí. Tenemos una pequeña diferencia de opinión sobre cuál es el lugar más oportuno para llevarla. El jefe de policía Hudson quiere que la lleven al Hospital Central de Boston con el resto de los O'Brien fallecidos. Yo quiero llevármela con nosotros… con la otra señorita que encontramos el martes.

– ¿Qué otra señorita? -preguntó Michael.

– ¿No lo viste en las noticias? Encontramos a una chica en una casa de la calle Byron, al otro lado del Public Garden. La habían atado con alambre y la habían estado torturando y todo lo que se te ocurra.

– ¿Y qué relación tiene con esto?

Thomas le hizo un gesto con la cabeza hacia la parte de atrás de la playa. Michael echó una última mirada rápida al océano y echó a andar tras él. Era difícil subir por las dunas, y Thomas empezó a toser antes de llegar a la cima.

– Deberías dejar de fumar -le comentó Joe.

– A mí me lo vas a decir -repuso Thomas.

La ambulancia de la oficina del forense del condado de Essex estaba aparcada en un recodo del camino arenoso. Las luces rojas giraban en silencio, como si fueran faros, avisando de la muerte. Una de las puertas traseras todavía estaba abierta, y un sanitario joven con un suave bigote rubio estaba apoyado en ella, con aspecto cansado y aburrido.

– ¿Alguna novedad, teniente? -le preguntó a Thomas al ver que se acercaban.

Thomas hizo un movimiento negativo con la cabeza.

– Éste es uno de esos casos en que la política prevalece sobre el sentido común. Estos caballeros que vienen conmigo representan a Plymouth Insurance, son investigadores de seguros. ¿Quiere dejarles echar un vistazo?

– ¿De veras quieren mirarla? -les preguntó el sanitario con una incredulidad que hizo que a Michael comenzaran a hormiguearle las palmas de las manos.

– Abra, ¿quiere? -le pidió Thomas con impaciencia.

– ¡Brrr! -exclamó el sanitario dando a entender claramente que cualquiera que quisiera mirar aquellos restos humanos flotantes en concreto no estaba en sus cabales.

Abrió de par en par las dos puertas traseras y subió a la ambulancia. Una bolsa gris de las que usan para guardar cadáveres yacía sobre la camilla plegable con una etiqueta de identificación. El joven abrió la cremallera hasta abajo y, de pronto, un brazo de color gris verdoso quedó colgando de la bolsa, lo que causó un sobresalto a Michael. El sanitario debió de advertirlo, porque comentó divertido:

– No se preocupe, está muerta. No va a levantarse y ponerse a perseguirlo por la playa.

– Gracias -dijo Thomas; y subió a la ambulancia. Al contrario de la mayoría de las personas que se ocupan de levantar cadáveres, a él no le gustaba el humor macabro, especialmente cuando el fallecido había sufrido del modo en que lo había hecho aquella pobre niña. La muerte a veces podía llegar a ser divertida, igual que la vida puede serlo en ocasiones. Pero por alguna razón, Thomas no llegaba a acostumbrarse a ello, y rara vez le hacía reír.