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Fue entonces cuando vio, a corta distancia, algo blanco, algo que brillaba entre la dorada bruma matutina, como la vela de un barco.

Se protegió los ojos contra el resplandor, pero aun así no podía distinguir con claridad de qué se trataba. Se volvió hacia uno de los guardacostas que se encontraba de pie cerca y le preguntó si le prestaba los prismáticos.

– Vale, señor, pero trátelos con cuidado, ¿eh? Son unos Zeiss, y cuestan setecientos y pico pavos.

El guardacostas tenía un racimo de granos de un color escarlata muy vivo en cada mejilla, y Michael confió en que no fueran contagiosos.

Cogió los prismáticos y los enfocó hacia la blanca silueta que se veía a lo lejos. Incluso así no se distinguía con claridad, debido a la niebla matinal de verano que se levantaba del mar. Pero no había duda acerca de lo que era. Lo que había tomado al principio por una vela se encontraba bien metido tierra adentro, en la cima de un cabo tosco y lleno de hierbajos. Encima de una forma triangular blanca había una barandilla negra de rejilla y una lente de vidrio resplandeciente.

Era un faro… pero no un faro cualquiera. Era el mismo faro blanco y achaparrado que había tenido ocasión de ver en el trance hipnótico.

Y un poco más a la derecha, detrás de los árboles barridos por el viento, se veía una hilera de casas típicas de Nueva Ingla-terra que estaban pintadas de verde. Las mismas casas que había visto durante el trance.

Con creciente emoción, debida al temor y al descubrimiento, se volvió mirando de un lado a otro, y entonces fue cuando supo con toda certeza que aquélla era la bahía: la que había visto cuando el doctor Rice lo había hipnotizado por última vez.

Aquélla era la bahía y aquél era el faro; y allí era donde Sissy O'Brien había sido recogida del océano, y donde su propia vida iba a cambiar. Presentía que su destino estaba dando un giro del mismo modo que una veleta se da la vuelta. Oía cómo la arena crepitaba entre las hierbas marinas. Michael miró otra vez hacia el faro lleno de excitación y de miedo.

Joe se le acercó, lo cogió del brazo y le dijo:

– Vamos, Michael, estoy muriéndome de hambre. Vamos a desayunar algo.

Los ojos de Michael estaban abiertos de par en par y miraban fijamente. Joe instintivamente lo soltó.

– ¿Michael? ¿Qué ocurre?

– Nada. Pero algo está empezando a cobrar sentido.

– ¿Quieres contármelo?

– No lo sé… todavía no. Vamos a desayunar algo.

– ¡Eh! -le avisó a gritos el guardacostas cuando Michael ya se alejaba-. ¡Devuélvame los prismáticos!

Verna Latomba estaba de pie en la cocina planchando una falda negra cuando sonó el timbre de la puerta. Se acercó al televisor y bajó el volumen. Había estado viendo a Oprah Winfrey hablando del incesto. Un hombre con la cara muy pálida había confesado que se había enamorado de una hija suya de dieciséis años. Ahora, Verna frunció el ceño y se puso a escuchar. Sabía que Patrice no volvería hasta que se hiciese de noche, puede que mucho más tarde, y en cualquier caso, él tenía llave y podía entrar sin llamar.

Dejó la plancha en la base y entró en el cuarto de estar. Vio que había olvidado poner la cadena en la puerta principal. Levantó las manos hacia ella, pero antes de que pudiera poner la cadena, el timbre volvió a sonar, sobresaltando a Verna. Ésta titubeó, sin dejar de escuchar, y aguardó, pero el timbre no volvió a sonar, así que se acercó a la puerta y preguntó:

– ¿Patrice? ¿Eres tú?

Hubo un largo silencio. No contestó nadie. Verna estaba segura de que allí fuera había alguien, y no sólo porque no hubiera oído pasos alejándose por el rellano. No oía hablar, no oía ninguna respiración, pero de algún modo podía notar la presencia de alguien que aguardaba, alguien con infinita paciencia e inimaginables intenciones.

– ¿Quién está ahí? -preguntó.

No hubo respuesta. Cogió el pomo del extremo de la cadena de la puerta, que estaba colgando. Al lado del marco de la puerta, en la pared empapelada de amarillo, un cuadro de Jesús la miraba con expresión de tristeza: Jesús pintado como un hombre negro con ojos amarillos.

– Somos amigos -dijo por fin una voz de hombre joven desde el rellano.

Verna estaba de pie con la cadena medio levantada hacia el soporte.

– ¿Amigos? -preguntó con voz exigente-. ¿Qué amigos?

– Amigos -repitió el joven, como si con eso bastase.

– No sois nadie que yo conozca -dijo Verna.

– Somos amigos de Patrice.

– Patrice me ha dicho que no deje entrar a nadie.

Hubo otra larga pausa; y luego:

– A nosotros puedes dejarnos entrar.

– No puedo hacerlo, lo siento.

– Patrice ha dicho que a nosotros sí puedes dejarnos entrar. Acabamos de ver a Patrice en la calle, justo a la puerta del Palm Diner.

– Patrice me ha dicho que no abra a nadie.

– ¿De verdad no quieres abrir la puerta?

– No puedo. Patrice se pondría furioso.

– Si no abres la puerta, ¿sabes lo que vamos a hacer?

– No me vengáis con amenazas.

– Si no quieres abrir la puerta, soplaremos y soplaremos y la casa derribaremos.

– ¿Qué sois, enfermos o algo así? ¡Largo de aquí!

Hubo otra pausa. A Verna le pareció oír susurros y arrastrar de pies. Hubiera podido jurar que oía a un hombre joven soltando una risita.

Luego, sin el menor aviso, la cerradura produjo un chasquido y la puerta se abrió de un empujón.

– ¡Fuera! -chilló ella-. ¡Salid de aquí!

Se lanzó contra la puerta, magullándose el hombro al hacerlo, pero no tenía la menor posibilidad. Los dos hombres de gafas oscuras irrumpieron en la habitación por la fuerza, empujando a Verna hacia adelante con las manos extendidas y dobladas hacia arriba. Uno de ellos cerró la puerta de golpe detrás de él y le puso la cadena de seguridad.

El otro empujó a Verna hasta el cuarto de estar, y entonces la obligó a sentarse en el sofá de un empujón. Era un sofá viejo que les había dado un amigo de Patrice, y estaba cubierto con una tela beige y blanca. Verna se dio con el sofá en la cadera al caer hacia atrás. Intentó levantarse, pero el joven la empujó y la obligó a echarse de nuevo.

– ¿Qué queréis? -les preguntó Verna mientras empezaba a temblar a causa de la ira y de la ansiedad-. Vosotros no sois amigos de Patrice, que yo sepa.

– ¿Qué vas a hacer, Verna? -le preguntó uno de los hombres a la vez que le dedicaba una sonrisa malévola-. ¿Llamar a la policía?

– ¿A la policía? -repitió ella; a Verna se le notaba un tono sobreexcitado en la voz-. La gente a la que pienso llamar va a hacer que sintáis todo esto mucho más de lo que nunca podría hacer la policía.

Intentó levantarse por segunda vez, pero el joven la empujó hacia atrás, esta vez con más fuerza, y le dijo:

– ¡Siéntate, Verna, siéntate! ¡Sé una buena perra!

Los jóvenes eran delgados y de complexión ligera, sin el menor exceso de grasa, y a primera vista le parecieron gemelos. Pero mientras ellos examinaban el apartamento, Verna comprobó que no se parecían prácticamente en nada, y que sólo era el color blanco harinoso de la cara y las pequeñísimas e impenetrables gafas de sol lo que les había hecho parecer tan iguales.

Uno de ellos era alto, con el pelo negro y grasiento peinado hacia atrás desde la frente y recogido en una cola de caballo pequeña y lacia. Tenía la nariz grande y carnosa, y las mejillas hundidas. Los labios eran tan pálidos que resultaban casi de color malva, y tenía un lunar en el lado izquierdo de la barbilla del que brotaba un único y largo pelo.

Llevaba una chaqueta negra de un tejido sedoso, una camiseta negra y pantalones negros muy holgados. A Verna le recordó a un representante de rock que había conocido en otro tiempo: moderno y muy al día, pero egoísta hasta el extremo de ser cruel con todos aquellos que dependían de él, y también infinitamente desaseado.