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De pronto, el helicóptero se detuvo con el morro hacia abajo, lleno todavía de impulso, lleno todavía de empuje hacia adelante. Luego, el aparato rodó sobre el vientre produciendo un pesado crujido y cayó sobre la arena. Al hacerlo, el piso se combó hacia adentro y les prensó despiadadamente a todos los pies bajo los asientos, donde ellos se había agazapado en posición fetal. John sintió que una extraña fuerza le empujaba los talones hacia arriba, contra la rejilla de aluminio que sujetaba el cinturón de seguridad. Después, los tobillos de todos se quebraron casi al unísono produciendo unos chasquidos semejantes al traqueteo de un arma de fuego; se miraron fijamente unos a otros y comenzaron a gritar a causa del dolor.

Aparte del sonido que producía la marea al subir, el lastimero silbido del viento y el esporádico chasquido del metal al enfriarse, no hubo más que silencio. Toda la cabina apestaba a queroseno, pero el humo parecía haberse extinguido y no se oía crepitar de fuego. Eva no dejaba de tirarle de la mano a John y de decir en un susurro:

– Dios, oh, Dios, John. Oh, Dios.

La cara se le había puesto gris y tenía una grave contusión en la frente. Dean estaba temblando y no dejaba de darse masaje en las rodillas, presa del dolor. Sissy tenía la mirada perdida, simplemente, y John supuso que estaba sufriendo un trauma síquico.

En cuanto a él, los pies le ardían. Nunca antes había experimentado un dolor semejante, ni siquiera cuando, el año anterior, se cayera del caballo jugando al polo y se dislocara el hombro. Todos los nervios de los tobillos le latían, y le daba la impresión de que estaban encogiéndosele; si en aquel preciso momento alguien le hubiera preguntado si deseaba que le amputasen los pies, habría pagado porque así lo hiciesen.

– Oh, Dios, John -dijo Eva llorando-. Creo que tengo rotos los dos tobillos.

– Creo que todos tenemos los tobillos rotos -precisó John-. No pierdas de vista a Sissy… Ha sufrido una impresión tremenda.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Dean con una voz irreal y entrecortada. Miró, sin enfocar la vista, hacia la bahía-. Creía que estábamos por encima del agua.

– Lo estábamos -le indicó John-. Pero debemos de haber ido a caer en la playa de Nantasket. Es una especie de lengua de tierra que penetra en la bahía.

– Entonces, ¿cree que pueden llegar hasta nosotros? ¿Podrán llegar hasta nosotros las patrullas de salvamento?

– Seguro -le tranquilizó John al tiempo que sufría un estremecimiento-. Lo hemos conseguido, no se preocupe. Podrán llegar hasta nosotros.

– ¿Y Frank? -quiso saber Dean-. ¿Cree que habrá podido enviar una llamada de socorro?

John se inclinó ligeramente en el asiento hacia un lado. Fue todo lo que consiguió hacer antes de que sus tobillos se vieran inmersos en una agonía insoportable. Sólo pudo distinguir la parte posterior del casco de Frank, y también parte del hombro, cubierto con la camisa azul.

– ¡Frank! -comenzó a llamarlo John desesperado-. Frank, ¿se encuentra bien? ¡Por el amor de Dios, tenemos los pies atrapados!

Frank no respondió.

– Puede que haya sufrido una conmoción -sugirió Dean.

– Es posible -dijo John.

Pero a juzgar por el ángulo tan poco natural que formaba la cabeza de Frank, sospechaba que éste estaba algo más que conmocionado. Daba la impresión de que tuviera el cuello roto. Pero John no quería alarmar a Eva, e incluso él mismo estaba sufriendo demasiados dolores como para estar en disposición de hacer suposiciones. Por lo que a él concernía, lo que resultaba prioritario era levantar aquellos asientos que tenían encima de las piernas, para que la presión que estaban sufriendo los tobillos rotos se aliviara y pudieran liberarse aunque fuera a rastras.

A rastras, no caminando. No cabía la menor duda sobre lo de caminar. Podía sentir cómo los huesos fracturados le arañaban la piel por dentro.

Eva, con una curiosa nota de resignación en la voz, dijo:

– John, ¿me oyes? No puedo soportarlo más. Me duele muchísimo.

– Tranquilízate, cariño -la animó John-. Vendrán a rescatarnos dentro de un momento. No creerás que van a dejar a su recién estrenado juez del Tribunal Supremo varado en la playa de Nantasket, ¿verdad? -Hizo una mueca de dolor y la boca se le llenó del sabor agrio y metálico de la sangre; pero consiguió volver la cara hacia el otro lado y escupir la sangre junto al asiento. Aquel golpe en la espalda debía de haberle roto algunas costillas, hasta podía ser que le hubiera pinchado un pulmón.

– Con tal de que esto no se ponga a arder -apuntó Dean. El hedor del queroseno se había hecho ahora aún más fuerte, y John veía cómo el humo describía volutas que se llevaba la brisa-. No podría soportar arder.

– Tranquilo -le dijo John-. Todo saldrá bien.

– Una vez vi a una persona ardiendo dentro de un Volkswagen en Rockville Pike. No quiero volver a ver una cosa así nunca más. El chico se puso negro, como la carne de buey.

La voz de Dean oscilaba de los tonos agudos a los bajos, y John pensó que aquel hombre también había sufrido una fuerte impresión. A Sissy se le habían puesto los ojos en blanco y la respiración se le había hecho fatigosa y lenta.

– Por el amor de Dios, ¿cuánto van a tardar los de salvamento? -despotricó John sin dirigirse a nadie en absoluto.

Pero casi en el mismo momento en que decía aquello vio pasar la sombra de un hombre junto a la ventanilla.

– ¡Eh! -gritó-. ¡Eh, estamos aquí dentro!

– ¿Ha llegado alguien? -le preguntó Eva haciendo una mueca de dolor-. ¿Ha llegado ya alguien?

La sombra volvió a pasar junto a la ventanilla. Aunque la imagen resultaba borrosa a causa del sol, que se reflejaba en el mar, John pudo ver que llevaba un largo impermeable oscuro. Gracias a Dios, debía de ser un bombero del Servicio de Incendios y Salvamento.

– ¡Eh! -le gritó con voz ronca-. ¡Eh, estamos aquí dentro! ¡Estamos atrapados! ¿Puede sacarnos de aquí, por amor de Dios?

Hubo una larga pausa, pero no obtuvo ninguna respuesta. John oía algunas sirenas a lo lejos, seis, siete o incluso más, que ululaban a coro. El dolor de los tobillos era tan intenso que notaba cómo le palpitaban las piernas y los muslos, y una bruma de color escarlata le emborronaba la visión. «No te desesperes ahora -Se ordenó a sí mismo-. Tu familia te necesita; Dean te necesita. Tu país te necesita.»

Oyó que alguien apartaba un fragmento retorcido del marco de la ventanilla. Luego, un hombre moreno y delgado apareció por la ventanilla rota, un hombre con el pelo de punta, y unas gafas de sol intensamente negras. Por extraño que parezca, a John le dio la impresión de que lo conocía, pero probablemente no era debido más que a la abrumadora sensación de alivio que sentía por haber sobrevivido al choque del helicóptero y por el hecho de que alguien hubiera acudido por fin a sacarlos de allí.

El hombre apartó a puntapiés los últimos fragmentos de plástico con el talón de la bota, alta y atada con cordones. El marco de la ventanilla se había doblado hasta hacer que ésta fuera demasiado estrecha para poder entrar por ella, pero aquel hombre metió con cuidado la cabeza y se puso a escudriñar toda la cabina, olfateando secamente de vez en cuando.

– Todos estamos atrapados por los tobillos -le indicó John-. El suelo se ha roto y se ha doblado. Es preciso que alguien saque los asientos para que podamos salir, quizás levantándolos con un gato o algo así. ¿Puede darse prisa, por favor? Mi hija se encuentra en muy mal estado.

El hombre se limpió la nariz con el dorso de la mano, enfundada en un guante negro. Luego, con un suave pero más bien entrecortado acento de la costa norte, dijo:

– ¿Es éste el grupo del señor O'Brien?

– Yo soy John O'Brien. Ésta es mi familia. Vamos, por favor, sáquenos de aquí cuanto antes.

El hombre se entretuvo un poco más examinándolo todo, desde el techo hasta el suelo.

– Va a ser necesario utilizar cizallas -anunció tras pensar unos instantes, como un pintor de casas que intentase decidir qué color de pintura había que utilizar.