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Tenía un olor extraño y particular: como a popurrí rancio mezclado con una especie de aceite de cocinar quemado, puede que aceite de nuez o de sésamo.

El otro joven tenía el pelo cortado a cepillo, muy corto, una nariz pequeña y puntiaguda, y una permanente sonrisa lobuna, con los labios estirados hacia atrás sobre los dientes. Era más bajo que su compañero, más nervudo y muchísimo más activo; se movía sin parar de un lado a otro del apartamento, cogiendo cosas y volviéndolas a dejar luego en su sitio. Vestía un polo negro, unos pantalones de cuero del mismo color, decorados con ganchos, cadenas e imperdibles, y botas de combate con la suela de goma. Llevaba colgada del hombro una bolsa de lona negra, que le rebotaba en la cadera mientras caminaba en círculos por la habitación.

– Entonces, ¿vamos a hacerlo, Joseph? -quiso saber. Se agachó y empezó a hacer fintas de derecha a izquierda como los boxeadores.

– Ciertamente -le dijo el llamado Joseph-. Ciertamente, vamos a hacerlo.

– Pero, ¿vamos a hacerlo ahora? -preguntó el joven con impaciencia.

Joseph esbozó una sonrisa malva, sin sangre.

– En efecto, Bryan, vamos a hacerlo ahora.

Bryan se sacó la bolsa de lona por la cabeza y la depositó sobre la mesa de café, que tenía el sobre de azulejos. Joseph se inclinó, la abrió y se puso a hurgar en el interior. Verna oyó el tintineo y entrechocar de metales; luego, Joseph sacó dos tiras de alambre delgado bañado en cromo, cada una de unos sesenta centímetros de longitud, y un par de tijeras de podar, de las que usan los jardineros.

Joseph se volvió hacia Verna y sonrió.

– ¿Has sentido alguna vez pánico? -le preguntó-. Quiero decir… ¿has sido alguna vez presa de un pánico total?

Verna lo miró fijamente, aterrada, incapaz de comprender la pregunta.

Joseph soltó el asa de las tijeras de podar y cortó el aire con amenazadores gestos, como si quisiera hacer jirones de la mismísima mañana. Lanzó una carcajada como un aullido.

– ¿Nunca has sentido un pánico total? ¿Nunca en tu vida? Bueno… ¡pues ahora es tu oportunidad!

OCHO

Michael acercó la fotografía a la ventana y estuvo examinándola durante casi un minuto sin pronunciar palabra, a pesar de que había reconocido a la chica inmediatamente.

Seis pisos más abajo, las sirenas pasaban ululando por la-calle Cambridge en dirección sur.

En la última fotografía que había estado mirando de aquella chica, ésta aparecía a punto de sonreír, con un ojo medio guiñado a causa del sol.

Otra había sido tomada en el depósito de cadáveres; era una fotografía a base de magulladuras, cicatrices y quemaduras.

– Dios mío -dijo al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

Victor se había pasado los últimos diez minutos completamente absorto en el estudio de las borrosas fotografías que Michael había transmitido por fax desde el despacho del doctor Moorpath; no paraba de hacer concienzudas crucecitas a lápiz aquí y allá y de hacer anotaciones en un bloc de papel amarillo. Al mismo tiempo había estado dando voraces y rápidos mordiscos a un emparedado hecho con carne de vaca salada y escabeche de eneldo, y bebiendo zumo de tomate de un vaso de plástico.

De pronto, Victor se dio cuenta de que Michael tenía algo importante y doloroso que decir; bajó el lápiz, lo miró, con los ojos agrandados detrás de las gafas, y comenzó a masticar más despacio.

– Ésta es Elaine Parker -dijo Michael. Bajó las fotografías con manos temblorosas.

Victor dejó el lápiz y tragó.

– ¿Usted la conoce?

– Ya lo creo. He visto muchas fotografías de ella.

– Pero, ¿quién es?

Michael se apartó de la ventana y se sentó al otro lado del escritorio, frente a Victor.

– ¿Se acuerda del desastre aéreo de Rocky Woods? ¿De aquel L10-11 que se cayó?

– ¿Y quién no? Usted llevó a cabo la investigación del seguro, ¿verdad? Me lo ha dicho el Jirafa.

Michael dejó caer la fotografía de Elaine Parker sobre el escritorio de Víctor.

– Trescientas doce personas murieron aquella noche. El avión se abrió como una vaina de guisante y todos cayeron del cielo. Todos menos ella.

– No le sigo -dijo Victor.

– Estaba en la lista de pasajeros: Elaine Patricia Parker, de veintiún años de edad, estudiante de arte en Attleboro, Massachusetts. Iba a ver una exposición que estaba de gira procedente de Europa. Turner, Gauguin, no me acuerdo. Se registró en el mostrador de Midwest Airlines aquella tarde a las tres y diecinueve minutos. El único equipaje que facturó fue una maleta de cuadros escoceses.

»Por lo que sabemos, tomó un café y una pasta en la cafetería del aeropuerto antes de marcharse hacia la puerta de embarque. En la cafetería, varias personas la vieron hablando con un joven. La única descripción que pudimos obtener fue que era un joven sonriente de cabello oscuro. Pero, ¿de qué sirve eso? El mundo está lleno de jóvenes sonrientes con el pelo oscuro, y a las chicas les gusta hablar con ellos.

Victor miró el oscuro y borroso fax que tenía ante sí. Ya había trazado el perfil de un cuerpo desmadejado y retorcido y parte de otro. John O'Brien, doblado por la mitad y sin cabeza. Dean McAllister, cuyas piernas estaban cercenadas por el muslo. Dio otro bocado de emparedado.

– Registramos treinta quilómetros cuadrados -continuó diciendo Michael-, que es un área mucho mayor de lo que es normal en cualquier accidente, pero nunca dimos con el cuerpo. Encontramos el bolso de la chica y uno de sus zapatos, pero a ella nunca llegamos a localizarla.

Se inclinó sobre la mesa y examinó con atención la fotografía. El rostro de aquella chica estaba abultado a causa de la descomposición y lleno de cicatrices. Anzuelos de pescar le atravesaban los labios y tenía quemaduras de cigarrillo en los párpados. Michael no había visto las fotografías del resto del cuerpo, pero por el modo en que se lo había descrito Victor, no quería verlo. Nunca se había dado cuenta de que fuera posible hacerle daño a una mujer de tantas maneras.

– Sufrió, ¿no es cierto? -preguntó-. Sufrió de veras.

¿Qué? Oh, sí, puede usted estar seguro -repuso Víctor con la boca llena.

Michael se puso en pie otra vez y comenzó a pasear por la oficina. Un esqueleto humano colgaba de un rincón; se acercó a él y se puso a mirar fijamente las polvorientas cuencas de los ojos. Lo tocó suavemente y el esqueleto se puso a bailar y a dar saltitos al tiempo que los huesos de las rodillas chocaban entre sí.

– Le llamamos Idle -comentó Víctor. Michael esbozó una media sonrisa.

– La cuestión es… -empezó a decir; pero se interrumpió al ver que la puerta del despacho se abría y entraba Thomas. Parecía cansado y acalorado. La mitad del faldón de la camisa se le había salido de los arrugados pantalones de color beige, y llevaba la corbata torcida. Le preguntó a Víctor:

– ¿Cómo va eso?

Víctor levantó el emparedado a medio comer.

– Estamos en un descanso nutritivo. Cortar en pedazos a la gente es un trabajo muy duro. Hemos abierto el tórax y la cavidad abdominal; Keiller está recuperando el contenido del estómago. Le mandaré un informe preliminar en cuanto pueda.

– Si es posible, que sea antes de cenar -le pidió Thomas-. Mi aparato digestivo nunca se encuentra muy feliz con esta clase de cosas.

Miró a Michael y sorbió por la nariz; luego se la limpió con el dorso de la mano.

– Bueno, Mikey… Victor me ha dicho que nos has prestado un poco de ayuda en este caso.

– Más que un poco -dijo Victor. Señaló hacia la fotografía que reposaba sobre el escritorio-. Michael cree haber investigado a la desconocida de la calle Byron.

– ¿Me tomas el pelo? -inquirió Thomas. Cogió la fotografía-. ¿Sabes quién es?