Michael asintió.
– ¿Estás seguro?
– Absolutamente. Se llama Elaine Patricia Parker -le explicó Michael-. Fue la única persona de la lista de pasajeros del accidente aéreo de Rocky Woods cuyo cadáver nunca se encontró.
Michael era más bajo que Thomas, le llegaba por el hombro. Thomas se quedó mirándolo desde arriba un buen rato, respirando roncamente por la boca abierta.
– ¿Elaine Patricia Parker?
– Eso es. Estudiaba arte en Attleboro.
– ¿Y eres capaz de reconocerla después de todo este tiempo? ¿Y a pesar de que la hayan golpeado y torturado de ese modo, y de que tenga la cara desfigurada?
Michael asintió.
– Créeme, Thomas, estudié más de cien veces todas las fotografías disponibles de esa chica. Soy un profesional. -Thomas levantó una ceja-. Todavía sigo siendo un profesional -insistió Michael.
Victor comenzó a tamborilear vivamente con los dedos sobre el escritorio; luego se puso en pie y cogió la bata verde de quirófano, que estaba colgada en un perchero al lado de un cartel de glándulas linfáticas de la Hewer's Histology.
– Perdóneme -dijo-. Será mejor que vuelva al trabajo.
– De acuerdo -dijo Thomas sin quitarle los ojos de encima a Michael-. Infórmeme en cuanto pueda, ¿quiere?
Victor salió, y Michael, Thomas e Idle, el esqueleto, se quedaron allí solos sumidos en un incómodo silencio. Thomas cogió la fotografía de Elaine Parker y la levantó hasta ponerla cerca de la cara de Michael. Éste le echaba alguna mirada fugaz de vez en cuando, pero no podía soportar mirarla con demasiado detenimiento. Había empezado a notar aquella espantosa y familiar sensación de vértigo, como si el suelo estuviera a punto de abrirse bajo sus pies, como si estuviera a punto de caer a plomo seis mil metros en medio de la helada oscuridad. Luego entre ramas que lo azotaban y árboles que lo magullaban, y por último contra el suelo sólido, como el nadador que se tira de cabeza contra el cemento.
– ¿Estás seguro de que es ella?
Michael se aclaró la garganta.
– Sacaré el expediente de Plymouth Insurance y te lo traeré. Además tenía marcas distintivas. Recuerdo una pequeña fresa de nacimiento debajo de la axila derecha.
– Le diré a Victor que la busque -dijo Thomas. Siguió con la fotografía levantada ante el rostro de Michael. Éste estaba pálido; parecía distraído y no hacía más que tragar saliva. Thomas tenía mucho interés en saber por qué.
– Si no me equivoco, sus padres viven todavía en Attleboro -dijo Michael-. Tú… eh… podrías pedirles que la identificasen, ¿no?
– No me quedará más remedio que hacerlo si acabo totalmente convencido de que es ella -dijo Thomas. Sin bajar la fotografía se metió la mano izquierda en el bolsillo de la camisa y sacó un cigarrillo-. Pero tienes que comprender mi punto de vista. No quiero exponerme haciendo que alguien vea los restos de esta chica si existe la menor posibilidad de que no sea ella. Lo que le han hecho es algo que me produce pesadillas, y eso que he visto montones de cosas desagradables que les han hecho a otras personas.
– Es ella, estoy seguro -insistió Michael. Y estaba seguro.
– Si tienes razón, Mikey, estás planteándonos algunas preguntas cuya contestación es muy difícil -dijo Thomas-. Por ejemplo… ¿cómo es posible que sobreviviera a un accidente aéreo desde gran altura del que nadie salió con vida?
– Hay varias respuestas -comenzó a decir Michael-. Podría haber sido una de esas cosas raras que tiene la física, una de esas posibilidades que se dan entre un millón. Algunas de las víctimas de Lockerbie mostraban todavía señales de vida cuando las encontraron, y habían caído desde nueve mil quinientos metros de altura. No sobrevivieron mucho tiempo, de acuerdo, pero cuando un cuerpo humano cae desde gran altura, no supera los ciento ochenta quilómetros por hora, porque la resistencia del viento se lo impide. Cuando choca contra el suelo, los efectos no son peores que un choque frontal entre dos automóviles que viajen a noventa quilómetros por hora.
– Ni mejores tampoco, supongo -intervino Thomas.
Michael se encogió de hombros.
– La otra posibilidad es que no estuviera en el avión. Se registró, eso sí, porque la vieron hacerlo… y su equipaje se encontró a bordo, al igual que un zapato y el bolso. Pero, desde luego, no ha sobrevivido ningún testigo que pueda afirmarlo.
Thomas se puso el cigarrillo, todavía sin encender, entre los labios, y cuando empezó a hablar, se movió arriba y abajo.
– Si estás en lo cierto acerca de… ¿cómo dices que se llama, Elaine Parker?, entonces tenemos dos chicas -ambas en la región de Boston- que, de un modo u otro, han sobrevivido a accidentes aéreos, y a continuación a ambas las han raptado, las han hecho prisioneras, las han torturado y finalmente las han asesinado. Y los porqués, los motivos y las conclusiones de esas preguntas concretas… bueno, sólo Dios las sabe.
– Desde luego -dijo Michael-, lo que las relaciona a ambas son los pinchazos… esas cicatrices que les hicieron en la espalda.
– Sí, claro -asintió Thomas con cansancio-. Pero no es gran cosa para seguir adelante, ¿no? Alguien les metió agujas en la espalda. Pero hasta ahora no tenemos ninguna idea de por qué querían hacerlo. Parte del problema es que las entrañas de la desconocida estaban demasiado descompuestas para que Victor determinase qué era lo que el agresor intentaba conseguir… es decir, aparte de causarle un dolor extremo.
– Cuando dices descompuestas…
– Gusanos -dijo Thomas-. Las larvas de la mosca de la carne común. Pregúntaselo a Victor, él es el experto. Se les comieron las entrañas y las dejaron como un edificio en ruinas.
– Está bien -dijo Michael-. Estoy muy puesto en gusanos.
Se apretó el dorso de la mano contra la frente. Se sentía sudoroso, pero al mismo tiempo tenía frío. Quizás fuera buena idea llamar al doctor Rice aquella tarde, aunque sólo fuera para hablar de todas aquellas cosas, para orientarse de nuevo. El mundo real estaba empezando a adquirir un aspecto frío y amenazador, y Michael comenzaba a sentirse muy lejos de Patsy y de Jason, y muy lejos también del silencioso y tranquilizador despacho que el doctor Rice tenía en Hyannis.
Sonó el teléfono. Thomas lo cogió y dijo bruscamente:
– Boyle.
Escuchó, colgó el teléfono y luego le dijo a Michaeclass="underline"
– Victor quiere que baje a la sala de autopsias. Dice que hay algo que yo debería ver. -Hizo una pausa y luego dijo-: ¿Quieres venir conmigo?
Michael titubeó un momento y luego asintió.
– Supongo que tengo que hacerlo.
Habían sido dos días de mucho movimiento en el depósito de cadáveres. Veintidós hombres y tres mujeres habían resultado muertos en los disturbios de la calle Seaver, y las perspectivas eran todavía peores para aquella noche. Y aparte de eso, los forenses tenían que hacerse cargo de la habitual cuota diaria de ahogados y fallecidos a causa de tiroteos, estrangulamientos, cuchilladas y quemaduras. Boston era la meca de los ahogados. En cierta ocasión, el alcalde, en un acceso de indiscreción, había hecho alarde de que en el puerto de Boston se habían ahogado más personas en lo que va de siglo que las listas de víctimas de los naufragios del Lusitania y el Titanic juntas.
Michael tuvo que apretujarse de espaldas contra la pared mientras un cadáver tapado con una sábana verde pasaba en una camilla que empujaba un camillero negro. Éste iba canturreando: «Cuando un hombre… ama a una mujer…»
Victor estaba esperándolos ante las puertas batientes del depósito. Mantenía los ensangrentados guantes en alto, como si estuviera dando la bendición.
– Esto no resulta bonito de ver -les advirtió-, pero es muy interesante.
Pasó por las puertas y entró en la sala, helada y con una iluminación muy brillante. En el aire flotaba un fuerte olor a antisépticos, a bilis y a carne humana no demasiado fresca. Thomas, que iba justo detrás de él, impregnaba vigorosamente el pañuelo de esencia de clavo. Se volvió hacia Michael.