Luego, el hombre hundió el pico de loro en la oscura y ensangrentada tráquea, cortó dentro del cuello y después le hendió la mandíbula. Para terminar, dispuso la hoja inferior bajo el paladar de Eva y la superior en la parte de arriba de la cabeza, en la raya del pelo, y con un único crujido cuidadosamente calculado le partió la cabeza en dos. La mano de la mujer estaba ya flaccida, y John, por fin, la soltó. Era incapaz de mirar a su esposa, no podía hacerlo, pero oyó el ruido glutinoso del cráneo dividido en dos que se separaba y caía, y no pudo evitar respirar el olor gaseoso y como a pólvora de las entrañas humanas.
El hombre se puso ahora justo delante de él y dijo:
– ¡Míreme!
John levantó la vista hacia él, parpadeando y apretando los ojos como un perro que espera una azotaina.
– Acabe de una vez -le dijo en un susurro.
– Todavía no comprende de qué se trata, ¿verdad? -le preguntó el hombre-. Lo que usted ha visto aquí esta mañana es un hombre que se creía extraordinariamente listo, una persona de las que llegan realmente alto. Pero, ¿hasta qué punto puede ser lista una persona cuando le separan las piernas del cuerpo? Lo que usted veía aquí era una dama rica, hermosa, superior y algo especial… Pero mira uno dentro y, ¿qué ve? Sangre, tripas, hígado y un sucio revoltijo general. Lo mismo que todo el mundo. A usted lo han hecho juez de hombres, señor O'Brien, le han confiado el control de millones de vidas, de millones de destinos humanos. Y, ¿sabe una cosa? Yo estoy seguro de que usted sería un estupendo juez del Tribunal Supremo: honrado, generoso y justo. Pero ahora voy a comprobar hasta qué punto es usted realmente honrado, generoso y justo.
– ¿Qué quiere decir? -le preguntó John tristemente haciendo burbujas de sangre al hablar.
El hombre se inclinó hacia él, de manera que aquella pálida cara suya picada de viruelas llenó todo el campo de visión de John, nublado a causa del dolor. Casi estaba convencido de que si el hombre se acercaba un poco más, su alma desaparecería dentro de los agujeros negros sin fondo que eran aquellas gafas de sol. El hombre dijo con suavidad:
– Puede oírlo usted mismo… La policía, los sanitarios y los bomberos ya están llegando aquí. De manera que sólo tengo tiempo de ocuparme de uno de los dos… o de usted o de su hija.
– No… comprendo.
Pero, en realidad, John sí que comprendía, sólo que no podía soportarlo.
– Entonces preste atención, señor O'Brien. Estoy pidiéndole que emita un juicio. Ése es su trabajo, ¿no es así? Emitir juicios. Sólo dispongo de tiempo para ocuparme de uno de ustedes, de manera que uno va a morir y el otro va a vivir. Y usted tiene que decidir cuál va a vivir.
John tosió sangre.
– ¡Maldito maníaco! ¡Escoria! Si le pone un dedo encima a mi hija…
– Tse, tse, tse. No se trata de eso, señor O'Brien. Estamos haciendo una comparación entre el valor tan salvajemente desigual que tienen las distintas vidas humanas. No todos somos iguales, ya sabe usted. Pongámoslo de este modo: si sobrevive y va al Tribunal Supremo, estará usted en situación de influir en la vida de todas las personas en los Estados Unidos; y no sólo ahora, sino también durante los siglos venideros. Podrá usted influir en la historia. Por otra parte, si usted muere y su hija sobrevive, ¿qué va a hacer ella? ¿Ir a fiestas continuamente hasta que se tropiece con la herencia de su viejo? ¿Destrozarse con algunas drogas caras? ¿Casarse con algún rico imbécil de Newport y hacerse con algunos pequeños imbéciles para quienes el abuelito no será más que una lápida en el cementerio? -Hizo una pausa y, lentamente, esbozó aquella sonrisa carnívora-. Todo depende de usted, señoría. La decisión está en sus manos. Pero será mejor que se dé prisa en tomarla o me veré obligado a decidirlo por usted.
Durante unos catastróficos instantes, John se vio realmente tentado por los argumentos del hombre. Si moría, cualquier idea radical con la que alguna vez hubiera soñado moriría con él. Había injusticias sociales y legales en América que estaban clamando porque las reformaran. En todos los niveles de la vida pública había prejuicios, discriminación, corrupción y brutalidad. La primera enmienda estaba siendo asfixiada por el fanatismo, los dogmas políticos y la intolerancia, y la única forma en la que un hombre podía decirle su opinión a la nación era comprando millones de dólares de tiempo en antena.
Y él podía ser la nota discrepante. Sólo una discrepancia entre nueve, quizás, pero una discrepancia. Mientras que, ¿qué haría Sissy si fuese ella la única que sobreviviese? Dilapidaría todo el dinero en fiestas; y la casa, la herencia de la familia y la biblioteca, que tenía el mismo olor que la justicia, se venderían, se desmantelarían y desaparecerían.
A John le costó una milésima de segundo pensar aquello. Fue como si se le clavara una astilla en el cerebro. Pero, al igual que la astilla del espejo roto en La reina de las nieves, que se le clavó en el ojo a un joven e hizo que éste pervirtiera todo lo que veía, aquella astilla estuvo a punto de volver a John loco de vergüenza. Sissy era su hija. Sissy era su niña. Se parecía tanto a Eva… Y él, ¿qué le había hecho? Precisamente en el último momento de la vida de su hija la había traicionado.
– Cójame a mí -dijo con voz borrosa y espesa.
– ¿Qué? -le preguntó el hombre. Las sirenas estaban ya muy cerca, y estaba levantándose viento.
– Cójame a mí -repitió John.
– Usted elige, señoría -repuso el hombre.
Dio la vuelta hasta situarse a uno de los lados del asiento de John, puso la mano derecha entre los omóplatos de éste y lo empujó hacia adelante de tal manera que la cara le quedó apretada entre las rodillas. Luego colocó las hojas de las cizallas a ambos lados del cuello de John.
Éste intentó no pensar en nada. No le venía a la cabeza ninguna oración. Veía hasta el menor detalle de la alfombra moteada de gris del helicóptero, con una brillante mancha negra de chicle, y los oscuros dibujos rococó que formaba la sangre arterial de Dean. Sintió los dientes metálicos de las hojas pellizcándole la piel, pero fue más una irritación que otra cosa. Distinguió la sombra de una nube cruzando la alfombra; quizás fuera humo.
Luego oyó el siseo hidráulico, y todo su ser detonó en un cegador dolor blanco, blanco, blanco, blanco… y oyó, realmente oyó, su propia cabeza al caer al suelo.
Pero no oyó cómo se abría camino el pico de loro a través de los soportes de aluminio del asiento de Sissy. Ni oyó saltar al hombre salvando obstáculos del helicóptero; ni las ululantes sirenas y gritos que siguieron inmediatamente después.
Ni tampoco oyó el estruendo ligeramente sordo que produjo el queroseno al prenderse y al hacer explosión el helicóptero en medio de un enorme globo de fuego.
DOS
Se oyeron unos cautelosos golpes en la puerta del despacho; Michael ocultó rápidamente el ejemplar de la revista Mushing y saltó del sofá de cuero. Cuando Jason abrió la puerta y entró, lo encontró sentado ante el escritorio, junto a la ventana, con la cabeza apoyada en la mano y garabateando en un bloc de notas como si llevase horas haciéndolo.
Continuó en ello mientras Jason se aproximaba al escritorio. El muchacho procuraba no hacer ruido, pues sabía que su padre estaba atareado, y en esas ocasiones no le gustaba que le interrumpieran sus pensamientos. Jason tenía trece años y era un chico flaco, suave y bastante alto para su edad. Tenía el pelo rubio, muy corto, semejante a una fregona. Llevaba unas gafas como las de Clark Kent, con montura negra, lo que hacía que le sobresalieran las orejas, pero tenía unos impresionantes ojos azules, transparentes como dos lagos, y un encantador sentido del humor. Llevaba puesta una camiseta en la que se veía escrito en letras rojas el eslogan «La dislexia engaña».
Michael se dio la vuelta en el raído sillón de cuero verde y preguntó con exagerada paciencia: