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– Dime, Jason, ¿cuál es el problema?

– Hay un individuo ahí afuera que quiere verte -le indicó Jason.

– Un individuo, ¿eh? -inquirió Michael-. ¿Y te ha dicho qué quiere?

Jason se encogió de hombros.

– No, sólo me ha preguntado si estaba en casa el señor Rearden.

Michael se recostó en el sillón y empezó a darse golpecitos en los dientes con la pluma.

– ¿No ha mencionado la Compañía Games?

– Mmm… no.

– Estoy esperando a alguien de la Compañía Games. ¿Ves todo lo que hay en esta mesa? ¿Todos estos cientos de papelitos? Bueno, pues ésta es mi última fuente de dinero. El proyecto X.

Jason echó una fugaz ojeada por el rabillo del ojo a los montones y montones de anotaciones, recortes de periódico, hojas del bloc de notas escritas y artículos de revistas arrancados, todos ellos removiéndose ligeramente a causa de la brisa que entraba por la ventana entreabierta.

– ¿Es que vas a empezar a reciclar papel? -sugirió.

Michael dejó escapar un brazo y fingió que le propinaba una bofetada en la oreja.

– ¡Reciclar papel! ¡Tú qué sabrás!

Hizo girar de nuevo el sillón y cogió el bloc.

– Esto, amiguito, es un nuevo juego de preguntas y respuestas, el primero que realmente tiene cierta importancia desde que se inventó el Trivial Pursuit. Va a dar millones. No, miento, billones. En los años venideros se va a hablar de este juego de la misma manera que se hoy se habla del Monopoly y del Scrabble. Pero eso será cuando tú y yo estemos viviendo a todo lujo en Palm Beach, manejando lanchas motoras, conduciendo Lamborghinis y rodeados de tantas nenas como podamos. Bueno, todas las nenas con las que tú puedas. Yo estoy muy contento con tu mamá.

Jason contempló muy serio todo aquel desorden y dijo:

– Parece un tanto complicado.

A Michael se le notó el desagrado en la cara.

– Oh, desde luego. Ahora parece complicado, pero piénsalo. Antes de armar un reloj, parece bastante complicado, ¿verdad? Todas esas ruedecillas dentadas y demás. Pero una vez que lo haya terminado… -Recogió algunos papeles y los ordenó-. Bueno, entonces será menos complicado.

– Ese tipo dice que realmente tiene que verte.

– Oh, ese hombre. ¿Te ha dicho cómo se llama?

– Rocky Woods, creo.

Michael lo miró con expresión seria.

– ¿Rocky Woods? ¿Eso es lo que ha dicho?

– Sus palabras exactas fueron: «Tengo que ver a tu padre. Pregúntale si se acuerda de Rocky Woods.»

Michael se tapó la boca con la mano durante unos instantes y guardó silencio. Sólo sus ojos traicionaban lo febril de sus pensamientos. Iban como locos de un lado a otro, como si Michael estuviera leyendo o recordando con toda viveza algo que le hubiese trastornado, recondándolo con más detalle de lo que a la gente le gusta hacerlo.

– ¿Papá? -le preguntó Jason-. ¿He hecho bien? ¿Quieres que le diga que se vaya?

Pero Michael alargó una mano y cogió a Jason por una de las muñecas; se la apretó, hizo un esfuerzo por sonreír y luego le dijo a su hijo:

– Lo has hecho estupendamente. ¿Qué tal si le dices que entre?

– Si tú lo dices, de acuerdo.

Cuando Jason se hubo marchado, dejando la puerta entreabierta al salir, Michael se puso en pie, dio la vuelta alrededor del escritorio y se acercó a la ventana. Su despacho no era más que un reducido invernadero sobre pilares con vistas a las dunas cubiertas de hierba de la playa de New Seabury y las permanentemente azules aguas de Nantucket Sound. El resto de la casa era exactamente igual de espartana: una casa de verano de tres dormitorios que le había comprado a un amigo de Plymouth Insurance. Estaba hecha a base de tabiques de madera desnudos, muebles estilo cuáquero y alfombras indias. Cuando Michael llevó allí a su familia desde Boston para ver qué tal le iba, su amigo se había puesto a bromear y a decir que era como pasar el fin de semana con los Padres Peregrinos: «Todo a base de succotash y tarta de calabaza. Pero, ¿cómo vamos a sobrevivir en invierno?»

Michael era un hombre de treinta y cuatro años, enjuto, de nariz aguileña, cabello ratonil cortado a cepillo y unos ojos azules y opacos, mientras que los de su hijo eran azules y transparentes. Era atractivo del modo que lo había sido Jimmy Dean; o como Clint Eastwood de joven; con cierto aspecto cansado, ligeramente descompuesto y herido por el modo en que miraba a la gente. Bajo aquella camisa a cuadros azules, las muñecas se veían nudosas y de triple articulación, y los pantalones coitos, de color caqui, no le favorecían mucho a aquellas desgarbadas piernas suyas. Sus movimientos eran vacilantes y tímidos, y en ocasiones casi afeminados. Pero no cabía duda acerca de su masculinidad. Aparte de haber cortejado y haberse casado con la muchacha más atractiva de Plymouth Insurance, sus intereses en la vida eran típicamente masculinos: la pesca, el béisbol, beber cerveza y hurgar en todos los aparatos que le caían en las manos intentando arreglarlos.

Su mayor pasión era lo que él llamaba «pensar a favor del viento», lo cual significaba resolver los problemas abordándolos a favor del viento y luego saltar sobre ellos cuando menos se lo esperaban. Desde que se habían trasladado a New Seabury, hacía ya más de año y medio, había inventado unos plomos que se disparaban solos para lanzar los sedales de la caña de pescar a una distancia récord, y había convertido cierta máquina eléctrica para hacer ejercicio en un ingenioso artilugio para quitar percebes, lapas y otros crustáceos del casco de los yates. Del mismo modo que la máquina de hacer ejercicio provoca la contracción de los músculos humanos, la «Limpet-Zapper», que es como llamaba a su invento, provocaba espasmos en el cuerpo de los moluscos bivalvos, de manera que literalmente los hacía saltar del casco del yate.

Pero dos inventos de discreto éxito no habían generado ni por asomo ingresos suficientes para mantener a Patsy en medias y a Jason en Adidas, de modo que seguían viviendo como los Padres Peregrinos, sólo que comían rollo de carne en lugar de succotash y jalea en lugar de tarta de calabaza, y cómo vamos a llegar a final de mes, no digamos al final del invierno.

Contempló la sombra de las nubes navegar sobre la arena. Le daba la impresión de que fueran pastinacas gigantes deslizándose veloz y silenciosamente por el fondo del océano. Vio a tres niños que hacían volar una cometa roja, y a una mujer ataviada con un bañador rosa y un enorme sombrero a juego que paseaba a un spaniel marrón y blanco. Ojalá fuera posible capturar aquella escena exactamente como estaba y colgarla entera en la pared, con viento, movimiento, sonido y con los visillos agitados por la brisa ante la ventana. Sonrió para sus adentros al caer en la cuenta de que acababa de inventar la televisión.

No llamaron a la puerta, pero Michael oyó cómo ésta se abría un poco más. Dio media vuelta y se encontró con que allí estaba Joe Garboden, el mismo de siempre, con una chaqueta a rayas malvas, verdes, cerezas y amarillas, que parecía haber sido rechazada por los Reyes del Mambo por ser demasiado llamativa. Joe tenía la cabeza grande, el pelo negro espeso y brillante y unas mejillas con la misma textura que la coliflor. Tenía los ojos hundidos y relucientes, pero ello le daba un aspecto bondadoso, y siempre estaba sonriendo -muchísimo más de lo que era normal-, lo que lo convertía en uno de los más aceptables portadores de malas noticias que Michael hubiera conocido nunca.

– Hola, Joe -lo saludó con las manos enterradas en los bolsillos de los pantalones cortos.

Joe se acercó y se quedó de pie a su lado, con una mano extendida. Esperó inútilmente y al final dijo:

– ¿Qué te parece, Michael? ¿Acaso andar jugueteando con el capullo es más importante para ti que saludar a un antiguo colega?

De mala gana, Michael alargó la mano y estrechó la del visitante. Joe sonrió, luego se quedó mirando durante unos instantes la palma de su propia mano y dijo: