Todos estaban preocupados por los papeles de Washington. Julia juntó los que estaban diseminados en libros, en cuadernos, en cajones y en carpetas, los papeles sueltos y los paquetes de hojas polvorientas, y trató de ponerlos en orden, pero como había estudiado medicina y no tenía mucha cultura literaria o filosófica, lo que le costaba reconocer, su trabajo no avanzaba mucho, y debido a sus sentimientos ambivalentes hacia los viejos amigos de Washington, no quería rebajarse a pedirles ayuda. Bastaba que alguno de ellos hiciese una sugerencia para que ella, con pretextos confusos, la rechazara. Esa situación venía durando desde hacía algunos años cuando Soldi, del que Tomatis nunca había oído hablar, se presentó un día en su casa con el fin, según sus propias palabras, de charlar de literatura. Era evidente que le había costado un gran esfuerzo decidirse a tocar el timbre, porque después de haber hecho esa declaración precipitada se había quedado callado, tratando de sonreír detrás de la barba renegrida, y aunque Tomatis le había contestado Todo menos eso, lo había hecho subir a la terraza, donde se habían quedado charlando y tomando mate hasta el anochecer, para bajar después a cenar en un restaurante del centro. Al día siguiente ya habían entrado en confianza, y a Tomatis unas semanas más tarde ya le había venido la idea de mandar a Soldi, según sus propias palabras, como espía doble a Rincón Norte pensando que, como Soldi no tenía el antecedente infamante de haber pertenecido al grupo de amigos íntimos de Washington mientras ella, abandonada por su padre, se marchitaba en Córdoba, podía ser aceptado por la hija con mayor facilidad, lo que efectivamente sucedió. Pisó el palito, comentó Tomatis frotándose las manos, pero Soldi, que era demasiado escrupuloso y leal como para mezclarse en las intrigas de los dos bandos, lo que en el fondo de sí mismo Tomatis, simulando lo contrario, aprobaba, empezó a ocuparse con seriedad de los papeles y, en vez de echar como se dice leña al fuego, trataba, sin mucho éxito a decir verdad, de reconciliarlos. Es demasiado honesto como para que se pueda confiar en él, sabía comentar Tomatis, riéndose de su propia broma. Soldi iba todos los viernes a Rincón Norte, y se pasaba el día entero ordenando los papeles de Washington. Y al cabo de tres o cuatro sesiones de trabajo, en un baúl rotulado de puño y letra de Washington INÉDITOS AJENOS, descubrió lo que él llamaba, y casi enseguida todo el mundo adoptó la palabra, no el manuscrito, sino el dactilograma.
Únicamente dos datos son seguros: que el dichoso dactilograma es una copia y que su título, En las tiendas griegas, es posterior a mil novecientos dieciocho, porque fue en ese año que César Vallejo escribió el poema del cual ese título está sacado. De los setenta años transcurridos desde entonces, en los primeros cuarenta, o en los primeros treinta a lo sumo, en la selva apretada de esas tres décadas, Soldi y los demás saben que hay que buscar las semanas, los meses o, y es la hipótesis más probable, los años en que la novela fue escrita. Y en cuanto al autor, ningún indicio permite todavía identificarlo. No hay ningún nombre encima o debajo del título escrito en la primera hoja, en mayúsculas entrecomilladas, en el medio y en la parte superior del espacio en blanco de unos ocho o nueve centímetros, después del cual, a un solo espacio, entre márgenes estrechos, se inicia el texto de la novela que únicamente logra detenerse, con los mismos puntos suspensivos con los que comenzó, ochocientas quince páginas apretadas más tarde. El tema es la guerra de Troya y el lugar, la llanura de Escamandro, frente a los muros de la ciudad sitiada, donde se ha instalado el campamento griego, como lo anuncia el título con tono rigurosamente descriptivo y documental. Las ochocientas quince páginas se desarrollan, de la primera a la última, sin excepción, en el campamento. Ni una sola vez el narrador va del otro lado de los muros y, si la novela termina cuando las puertas de Troya se abren para dejar pasar el caballo de madera, la escena está vista desde lejos, por un viejo soldado que ignora el engaño que sus propios aliados han urdido. Los troyanos son figuras diminutas y fantomáticas que se pasean a lo lejos por los parapetos, las torres y las murallas, y que de tanto en tanto una flecha silenciosa, surgida de algún punto impreciso de la llanura, exacta, escamotea. Como el resto de lo existente, Troya parece ser para el narrador, al mismo tiempo, cercana y remota.
Entre los amigos de Washington, el descubrimiento del dactilograma produjo, demás está decir, un revuelo desmesurado, y de los muchos enigmas que encierran las ochocientas quince páginas, la identidad del autor es uno de los más densos. La hija pretende que se trata de su propio padre, pero la palabra novelista en labios de Washington tenía siempre un matiz despectivo. Lo que viene complicando al máximo la situación es que Julia tiene guardado el dactilograma en una caja de metal, y no permite que salga de Rincón Norte ni que se haga una copia. Soldi fue el primero en obtener la autorización de leerlo, que gracias a una negociación laboriosa consiguió extender a Tomatis y a Marcos Rosemberg. Los tres están entusiasmados con el texto, y completamente desorientados en lo relativo a la identidad del autor y a la fecha aproximada de redacción. El único indicio material que poseen es el cuerpo tipográfico más bien grande de la máquina de escribir que sirvió para copiar el manuscrito, de un modelo anterior a la Segunda Guerra Mundial probablemente, en buen estado de funcionamiento a juzgar por el hecho de que las ochocientas quince páginas han sido escritas con la misma máquina, que ya estaba bastante usada si se tiene en cuenta que desde las primeras líneas del texto algunas teclas mal calibradas golpean ligeramente más arriba del renglón imaginario sobre el que se van estampando, y que en ciertas partes del texto, a causa de la cinta bicolor, muchas letras son negras en la parte superior y de un rojo desteñido, debido a una impresión imperfecta, en la base.
Demás está decir que, desde hace por lo menos un año, gracias a los comentarios epistolares de Tomatis, Pichón está al tanto de la existencia de la novela. Muchas horas en París las ha llenado especulando sobre la identidad posible del autor, sobre la probabilidad de que existan en la ciudad o en el país, o donde fuese, otras copias polvorientas guardadas en el fondo de un ropero o de una valija, e incluso algún sobreviviente de la época capaz de aportar su testimonio para aclarar el misterio. A los pocos días de llegar a la ciudad, durante una conversación con Tomatis, el tema fue tratado en detalle y se pusieron de acuerdo para ir, gracias a la intervención diplomática de Soldi y gracias también a sus medios de transporte puestos a disposición por su padre, hasta Rincón Norte, para visitar la casa de Washington que hacía tanto tiempo que Pichón no veía, y echarle de paso una ojeada al dactilograma.
Y, justamente, eso es lo que han hecho durante el día transcurrido. Soldi había prometido llevarlos en auto, pero al día siguiente nomás de programar el viaje, lo llamó a Tomatis para proponerle, si él y Pichón estaban de acuerdo, ir a lo de Washington no en auto por el camino de la costa, sino en lancha por el río. De modo que esa mañana, a eso de las diez, cuando el calor ha comenzado a apretar a decir verdad, se han encontrado en la entrada del Yacht Club, del otro lado de la laguna, Tomatis, Pichón, Alicia y el Francesito, como lo llaman en la ciudad sus nuevos amigos al hijo de Pichón, y Soldi y el tripulante de la lancha que ya estaban esperándolos desde hacía un rato. Bajo unos eucaliptos plantados cerca de la orilla, la lancha del padre de Soldi, " La Rubita ", ha estado también esperándolos, por decirlo de algún modo, balanceándose con la cadencia plácida, en la mañana ardiente y sin viento, de la corriente, proa hacia la tierra, y ya desembarazada por el tripulante de la lona que la protegía. La lancha es blanca, limpia, amplia, con su cabina en el medio y en la popa la cubierta protegida del sol por un toldo a rayas blancas y verdes; en la heladera encastrada en el rincón exiguo de la cabina que sirve de cocina, Pichón, Soldi y el tripulante han acomodado todo lo necesario para un picnic, fruta, huevos duros, queso, jamón, agua, gaseosas, sardinas, cerveza en lata, y después de distribuirse en las banquetas de la cubierta, bajo el toldo rayado, han esperado, con una excitación leve a causa del paso del suelo firme a la movilidad del agua, que la lancha zarpe, haciendo sacudir, mediante las ondas que generaba a medida que avanzaba maniobrando despacio, y que se renovaban constantemente, las hileras de embarcaciones amarradas a la orilla, fantasmales, informes y ciegas bajo la lona que las envolvía.