Soldi ha emparejado las hojas del dactilograma, a las que introdujo después con mucho cuidado en el sobre de plástico, corriendo el cierre relámpago, y, después de haber metido el sobre en la carpeta azul, colocándolo en el fondo de la caja de metal, de la que bajó en el acto la tapa, cerrándola con una doble vuelta de la llavecita.
Han salido todos al patio. En veinte años, le ha parecido a Pichón, los árboles, algunos de los cuales fueron plantados en su presencia y que él mismo algunas veces podó y regó y, cuando crecieron gozó incluso de su sombra, no sólo han crecido todavía más, sino que también le han dado a ese patio un aspecto desconocido. Las moras, los gomeros, los arces, los fresnos, las acacias o los paraísos, los laureles rosas, blancos o amarillos, las palmeras y los jazmines, los cercos de ligustro, de pasionaria o de madreselva, para no hablar de los frutales, dispuestos en un área especial del patio, higueras, cítricos, manzanos, nísperos, perales o durazneros, con su solo crecer, han modificado el espacio en el que están plantados volviéndolo diferente de la representación que Pichón se hacía en su recuerdo. Ese lugar que creía conocer de memoria le pareció muy distinto y por esa misma razón extraño, novedoso, ligeramente inquietante tal vez, como si las pruebas de un tiempo que sigue fluyendo sin nosotros, se hubiesen acumulado en los troncos enormes y rugosos y en las copas desmesuradamente expandidas de los árboles. Por los huecos de la fronda pasaban manchas de luz que se imprimían en los senderos bien apisonados, pero una sombra espesa que conservaba la frescura y la humedad, defendía el terreno del sol obstinadamente ardiente de finales de marzo. En cierto momento, la hija de Washington y los tres especialistas literarios, como llamaba desdeñosamente y con ironía impasible en su fuero interno a Pichón, Soldi y Tomatis, se habían quedado solos bajo los árboles, porque los adolescentes habían desaparecido y, en un rincón alejado del patio, inclinados con interés sobre unos canteros de flores, el tripulante de la lancha y la vieja criolla que los había recibido conversaban. Tomatis había estudiado con profundo interés las ramas de una morera.
– Ni una sola mora nos han dejado, Julia -dijo por fin.
– Mire si íbamos a andar esperándolo -le respondió, con sequedad jovial, la hija de Washington.
– Con el cuento de que clasifica los papeles, Pinocho se come todo cada vez que viene -dijo Tomatis.
– Hago lo que puedo -respondió Soldi, inclinándose con modestia simulada.
– En vez de la novela, las moras tendría que poner bajo llave, Julia -ha dicho Tomatis.
Pichón se ha reído, no de la jovialidad agresiva y un poco mecánica del diálogo, sino de la tensión que percibe detrás de las palabras, ya que no ignora el conflicto que desde hace tiempo opone a los interlocutores.
– ¿Quieren que les haga preparar unos mates? -preguntó Julia, lo que indujo a Pichón a pensar que en el modo de formular la pregunta estaba implícita la declaración de que ella no se molestaría en cebarlos, sino que delegaría la tarea en la vieja criolla de batón floreado que conversaba en el fondo con el tripulante, o, peor todavía, que la formulaba con la esperanza de que no aceptarían viéndose de ese modo en la obligación de dar por terminada la visita. Tomatis ha parecido pensar lo mismo porque, sin consultar a nadie, respondió en el acto.
– No. Se está haciendo un poco tarde. Habría que volver, ¿no, Pinocho?
De modo que después de una despedida afable, corta y convencional, han emprendido la vuelta. No bien hicieron unos metros por el camino arenoso en dirección a la costa -sus sombras ya largas, azules, los precedían quebrándose en las irregularidades del suelo- Tomatis, bajando por prudencia un poco la voz, empezó a criticar a la hija de Washington.
– ¡Que en Rincón Norte se puede analizar científicamente el manuscrito igual que en Cambridge! Se enteró de su muerte por el diario y ahora se las da de hija devota. Quiere a toda costa que el autor sea Washington porque, como es una novela, piensa que va a hacerse rica cuando la publiquen. Ya debe estar pensando en vender los derechos cinematográficos o, peor todavía, en hacerla adaptar para televisión.
Con discreción, casi con estoicismo, Soldi y Pichón se han abstenido de responder a esas frases malintencionadas y sin duda inverificables, sin dejar de pensar sin embargo que la terquedad de Julia, originada en confusos y probablemente antiguos tironeos emocionales, justifica en cierta medida el furor de Tomatis. Después, haciendo silencio, han ido avanzando a paso lento hacia el río, en el calor del atardecer. Pichón lanzaba, de un modo voluntario, o voluntarista mejor, miradas a su alrededor, tratando de captar en el paisaje, bastante triste por otra parte después de tantas semanas de sequía, algo, una fuerza propia a la disposición del pasto grisáceo, de la vegetación polvorienta, del suelo arenoso, del aire sofocante y del cielo ilimitado y ya un poco pálido del día que declinaba, un hálito singular que hubiese sido específico de ese lugar y de ningún otro, pero sus miradas rebotaban en el espacio neutro, irreconocible, átono, que no le procuraba como se dice ningún sentimiento de reciprocidad ni ninguna emoción. Únicamente cuando llegaron a la orilla del río y cuando ya había renunciado a sentir alguna intimidad viviente entre los pliegues apelmazados de su ser y lo exterior, la proximidad y la vista del agua le produjeron una especie de alegría fugaz que atribuyó no a su afinidad con ese río preciso, sino a la alerta general de sus entrañas, de sus sentidos y de su piel, acosados por el calor, el cansancio y la sed, ante la presencia benévola, inmediata y genérica del agua salvadora.
Como el sol bajaba cada vez más rápido, recogieron el toldo a rayas blancas y verdes de la lancha para que, gracias al desplazamiento, el aire secara sus caras sudorosas después de la caminata y del día transcurrido, que daba la impresión de haberlo hecho únicamente para los adultos, porque los dos adolescentes, sentados uno al lado del otro en el mismo lugar de la banqueta que habían ocupado durante el viaje de ida, más parecidos, uno al lado del otro, a las dos mitades de un ente andrógino que a dos ejemplares de sexos opuestos, impasibles y plácidos, daban la impresión de ser, para lo que corroe desde dentro y desde fuera con su obstinación insidiosa y continua, indiferentes y aun invulnerables. Desplomados en las banquetas, los adultos tomaban agua fresca que habían sacado de la heladera, y se dejaban mecer por el movimiento de la lancha y por el ronroneo uniforme del motor que, de un modo paradójico, se atenuaba en el silencio total del río y de las islas vacías. En la cabina, el tripulante, que les daba la espalda, de vez en cuando, sin descuidar el control de la lancha y sin siquiera darse vuelta, estiraba el brazo izquierdo, gritando y señalando algo en dirección de la orilla. Como él mismo debía saber que desde la popa no podía entenderse lo que decía, daba la impresión de estar señalándoselo a sí mismo con un ademán enfático y perentorio semejante al de un demente en estado crítico, hasta que Soldi se levantó y fue a preguntarle de qué se trataba, volviendo después de unos minutos de conversación afable para explicar que esos ademanes insistentes querían llamar la atención de los pasajeros sobre las victorias regias que flotaban cerca de las orillas, las bandejas verdes y circulares, y al costado de cada una, en la punta de un tallo largo y medio sumergido que evocaba un cordón umbilical, la flor de un blanco rojizo que se había abierto en el atardecer, para relumbrar con un resplandor apagado durante la noche y volver a cerrarse al alba hasta el anochecer del día siguiente, las victorias regias que los indios guaraníes llamaban irupé y que le hicieron pensar a Pichón, a causa de esa flor un poco separada del círculo verde pero dependiente de él, igual que un planeta y su satélite, en esas diosas arcaicas y solitarias que, fecundándose a sí mismas, parían por entre sus miembros vigorosos un dios menor, blanco, espigado y frágil, con el que se elevaban en vuelo nupcial antes de abandonarlo a la mesa del sacrificio para hacerlo despedazar y perpetuar de ese modo su propio culto.