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Ocupando la esquina de la mesa, Soldi tiene Pichón a su izquierda y Tomatis a su derecha, de modo que, más allá de un par de ruedas de carro pintadas de blanco y de la parecita baja y blanca de balaustres, y más allá de la calle oscura, puede ver el edificio chato e iluminado de la Terminal de Ómnibus. De tanto en tanto, algún colectivo interurbano o algún taxi negro y amarillo pasan despacio por la calle oscura, entrando o saliendo de la terminal, y se pierden en la noche vacía y pegajosa. Los primeros tres vasos de cerveza -el vino les ha parecido inadecuado en una noche tan calurosa- que el mozo acaba de servir, y de la que los tres se han tomado inmediatamente un largo trago, descansan a medio vaciar entre los platitos de ingredientes, maníes con su cascara, lupines, cubitos de queso y de mortadela. Unos segundos después de haber sido volcada en las entrañas tenebrosas, la cerveza ha parecido querer escaparse otra vez al exterior, en forma de gotas gruesas de sudor que les han brotado en la frente y el cuello, deslizándose por entre los pliegues ardientes de la piel. Soldi siente la barba húmeda y apelmazada. A pesar de que están los tres juntos, sentados a la misma mesa, a causa de la posición diferente que ocupan en ella, tal vez más tarde, cuando la noche que comparten les vuelva a la memoria, no tendrán los mismos recuerdos. Es obvio que también del relato de Pichón cada uno tendrá una visión diferente, no únicamente Soldi y Tomatis, sino sobre todo Pichón, que nunca podrá verificar el tenor exacto de sus palabras en la imaginación de los otros. Pero de todas maneras, habiendo dejado disiparse en el aire tibio durante unos segundos los comentarios irónicos de sus oyentes (el de Soldi quizás forzado por la pregunta de Tomatis), entrecerrando los ojos y echando atrás la cabeza, Pichón sacude de un modo enigmático la mano por encima de su vaso de cerveza semivacío y continúa:

Sin hacer ningún gesto, Morvan esperó que Lautret se decidiera a hablar. En realidad, ya había adivinado lo que se disponía a oír, pero para calmar a sus colaboradores y darles el sentimiento de que los cuatro formaban un equipo unido y eficaz simulaba un interés intenso. El papel que Lautret venía desempeñando de portavoz del despacho ante el periodismo y el público se prolongaba en ese momento en el recinto de la oficina, y a Morvan lo divertía el aire oficial que Lautret, su amigo de toda la vida, acababa de adoptar para decirle lo que él mismo pensaba de esa carta del ministerio: que sólo los burócratas alejados del campo de operaciones son lo suficientemente inexperimentados y obtusos como para creer que recomendaciones y amenazas pueden modificar el curso de los acontecimientos. El papel de portavoz de Lautret se justificaba en parte, porque aunque debían pensar lo mismo que él, Combes y Juin nunca se hubiesen atrevido a argumentarlo ante Morvan. Al respeto que le tenían al comisario se sumaba también una especie de conformismo según el cual, si bien no creían en la pertinencia de las amenazas, las tomaban al pie de la letra por provenir de sus superiores. Dicho de otra manera ellos, que sabían de sí mismos y de todo el despacho especial que venían trabajando sin descanso, día y noche, desde hacía nueve meses, incapaces de mostrar su descontento como no fuese a través de la reacción de Lautret, apreciaban menos la justicia que las jerarquías. También había algo de histriónico en la actitud de Lautret, en el formalismo excesivo de sus protestas ya que, teniendo en cuenta la amistad que como se dice los unía, hubiese podido venir a hablar del problema de un modo más informal, y Morvan empezó a preguntarse si, habiendo tomado la carta del ministerio más en serio de lo que confesaba, Lautret, considerando que los traslados y sanciones en el despacho especial eran inevitables, capitaneando a sus subordinados, no se preparaba ya a substituirlo a la cabeza del despacho. No hay que olvidar que, en tanto que portavoz oficial, Lautret tenía, para la prensa y el gran público, más notoriedad que Morvan, que trabajaba, más por temperamento que por obligación, en una penumbra discreta. Pero esa sospecha, que lo dejaba indiferente, y no sólo porque en su fuero íntimo no creía en ella, se disipó de inmediato cuando, sin la menor transición, Lautret depuso su supuesta indignación, se echó a reír a carcajadas, y ante la mirada perpleja de sus tres interlocutores, empezó a romper, con saña y lentitud, la carta del ministerio hasta que la hizo, como se dice, mil pedazos.

A pesar de su risa franca, amplia, divertida, que lo hacía sacudirse entero, percibían algo impenetrable en su cara bruscamente desconocida, y como a medida que los pedazos iban haciéndose más chicos el espesor del papel que debía romper, aumentando, lo volvía más resistente, la risa injustificada y excesiva de Lautret se deformaba en muecas movedizas por el esfuerzo que le exigía lo que estaba haciendo. Sin perder la calma, Morvan lo estudiaba, menos escandalizado que alerta. A pesar de su risa espontánea, la violencia desproporcionada y sobre todo súbita de Lautret, revelando una especie de incongruencia, ponía en funcionamiento en el comisario la curiosidad intrigada, que era en él como un instinto o un reflejo, y que lo había inducido a hacerse policía. Lautret lo tenía acostumbrado a la violencia e incluso a la brutalidad, pero siempre había considerado el uso que su amigo hacía de ellas como una técnica destinada a obtener resultados precisos y en la que, por decirlo de algún modo, únicamente el policía estaba presente, sin ninguna participación de la persona. Los dos inspectores daban la impresión de estar lamentando la visita a la oficina del comisario, de modo que Morvan, para tranquilizarlos, haciendo un esfuerzo por superar su propia perplejidad, empezó a sonreír sacudiendo la cabeza. Exactamente en el mismo momento Lautret, con un ademán rápido y eficaz, arrojó el montón de papelitos al aire, por encima de las cabezas de sus colegas. Una lluvia lenta de papelitos blancos, diseminándose en el aire después del envión enérgico de Lautret, empezó a flotar en la pieza iluminada, cayendo hacia el piso, y como muchos papelitos giraban sobre sí mismos mientras se dejaban atraer, sin demasiado apuro, a causa de su peso escaso, por la fuerza de gravedad, el espacio vacío entre los cuatro hombres parados frente a frente, se llenó de una agitación silenciosa y blanca, algo inconsecuente respecto de la tensión psicológica que se percibía en la oficina y Morvan, que, sin saber por qué, miraba como hechizado el torbellino delicado y mudo, giró despacio la cabeza hacia la ventana y vio primero los papelitos blancos reflejados en los vidrios helados, y cuando se concentró más en lo que estaba viendo, aunque al principio le costó creerlo, pudo comprobar con asombro que más allá de los vidrios, entre las ramas desnudas de los plátanos, y por todo el aire azul y gélido del anochecer de invierno, la lluvia de papelitos blancos se había generalizado, y recién después de una fracción de segundo de confusión, durante la que hubiese atravesado un universo mágico, comprendió que afuera estaba nevando.