– Me hubiese jugado la cabeza -dice Tomatis.
– ¡Tomatis! -exclama Pichón, llamándolo por su apellido con el fin de adoptar un tono paródico de reproche. Y después-: No estamos en ningún garito.
– De todas maneras, hasta la cabeza la tiene hipotecada -dice Soldi-. Aunque quisiese, no podría jugársela.
Tomatis levanta las manos a la altura del pecho, las palmas, más claras que el dorso tostado, hacia el exterior, para defenderse de ataques, críticas y objeciones, y, sacudiendo la cabeza sobre la que según Soldi pesaría una supuesta hipoteca, profiere con aire apodíctico y doctoraclass="underline"
– Quiero decir que la solución me parecía evidente desde el principio.
– Lo que pasa -dice Pichón- es que a esta altura del relato no hemos llegado a la solución, sino al comienzo del problema.
– Suspenso barato -dice Tomatis, dirigiéndose no a Pichón, sino a Soldi, pero señalando a Pichón con un movimiento de cabeza significativo que, traducido a palabras, podría querer decir: Te hago notar los métodos poco recomendables que emplea este individuo para embaucarnos con su historia.
– Ya se verá -dice Pichón-. Por ahora comamos algo.
Las palabras que acaba de pronunciar han coincidido con la llegada del mozo, al que ha estado viendo venir en dirección a la mesa por el sendero de ladrillo molido. Los tres primeros vasos de cerveza ya están vacíos desde hace rato, de modo que, conciente de su tardanza, el mozo comienza por depositar sobre la mesa tres otras cervezas doradas, coronadas por un buen cuello de espuma blanca, para seguir en seguida con los platos, a saber un salamín ya pelado y cortado en rodajas, un potecito chato de aceitunas verdes en aceite, un par de porciones de pizza a la napolitana (tomate, mozzarella y orégano) que, sacadas sin duda de un círculo entero de pizza, han debido tener durante unos instantes una forma triangular, pero que ahora se presentan divididas en muchas subporciones de formas geométricas irregulares y, por último, después de la canastita metálica llena de rebanadas ovales de pan, el plato principal, o sea las milanesas picadas todavía calientes, decoradas de pickles y de cuartos amarillos y jugosos de limón. Escarbadientes, cubiertos, sal, savora, más los ingredientes reglamentarios que acompañan la cerveza, completan la descarga del contenido de la bandeja en la que, cuando ya no queda más nada en ella, el mozo comienza a cargar los vasos y los platitos de ingredientes vacíos.
– Que no tarden tanto las próximas -dice Tomatis, con un tono lastimero de súplica que, en el fondo, es una advertencia o un reproche.
– No -dice el mozo-. Es que estaban cambiando el barril.
– Me di cuenta por el cuello -dice Tomatis.
El mozo simula no oír y únicamente Tomatis se ríe de su propia réplica, que ha sido supuestamente chispeante y sin intención de herir, pero que ha dado la impresión de ofender al mozo, el cual, sin hacer ningún comentario, se aleja en dirección al bar. Pichón espera que esté suficientemente lejos de la mesa para reconvenir a Tomatis:
– Ignoraba tu insobornable purismo.
– Toda cocha debe cher perfechta en chu hénero – dice Tomatis, a quien la masticación de un trapecio irregular de pizza caliente dificulta la pronunciación, obligándolo a modificar las eses y a transformar la ge de género en una hache excesivamente aspirada. Pichón se vuelve hacia Soldi.
– Admito que él está en conformidad con su propio credo -dice.
Llevándose un pedazo de pan a la boca, Soldi asiente en silencio y después, mientras mastica, fija la vista, más allá de la parecita blanca de balaustres y de la calle oscura, en el edificio achatado de la Terminal de Ómnibus a la que, como ha podido observarlo varias veces, aunque fue construida hace ya veinte años, Pichón le dice todavía la Terminal Nueva, por la única razón de que fue inaugurada después de su partida. Más que nunca, mientras oye dialogar a Pichón y a Tomatis, tiene la impresión de estar asistiendo a una comedia de la que él es el único espectador, y vuelve a preguntarse si, cuando están solos, los dos amigos hablan de las mismas cosas y de la misma manera. Parecen tan bien instalados en el presente, tan dueños de sus palabras y de sus actos, tan bien recortados como caracteres diferentes y complementarios, que son como esos actores en plena actuación que, por lo que dura la obra, gozan del privilegio de vivir para lo exterior, o de ser ellos mismos puramente exteriores, al abrigo de las hilachas de pensamiento, de los sentimientos contradictorios, de las sensaciones extrañas y de las imágenes fragmentarias, incomprensibles y voraces, independientes de toda lógica y de toda voluntad, que forman el tejido íntimo de la vida. Dan la impresión de estar a salvo de la cenestesia, de la indecisión, de la angustia. Durante unos segundos, Soldi los considera con severidad, pero casi de inmediato, y en forma inesperada, se pregunta si no son realmente así, exteriores, y tan en orden consigo mismos, y tan resignados al fluir monótono y riesgoso, sin sentido y sin solución de la vida, que, a fuerza de no esperar más nada de ella, han adquirido una especie de serenidad.
Es obvio que se equivoca. Por ejemplo, del día transcurrido, cada uno trae, además de vivencias comunes, imágenes, sensaciones, recuerdos propios que son inaccesibles al lenguaje e incomunicables, por decirlo de algún modo, hasta el confín de la eternidad, pero también la irritación de viejas llagas que los dos creían cicatrizadas y que, de un modo levísimo por supuesto, han empezado otra vez a sangrar. En la época de la desaparición del Gato y Elisa, Héctor y Tomatis se ocuparon de hacer lo necesario para tratar de ubicarlos, sin ningún resultado por otra parte, pero Pichón se negó a venir, argumentando que de todos modos no reaparecerían, y que él tenía ahora otra familia en Europa que dependía de él, y de la que él dependía, y que no estaba dispuesto a separarse de ella. Héctor lo informaba regularmente de las búsquedas hasta que por fin, sin obtener ningún resultado, las abandonaron, pero durante casi dos años, Tomatis y Pichón dejaron de escribirse. A decir verdad, Tomatis dejó de contestar las cartas de Pichón, que demoró unos meses antes de comprender la razón del silencio y abstenerse de seguir escribiéndole. Y, al cabo de dos años, cuando Pichón menos se lo esperaba, fue Tomatis el que recomenzó la correspondencia con una carta larguísima, donde le decía que, después de meses y meses de reflexiones amargas y contradictorias, había terminado por comprender que esa prudencia excesiva de parte de Pichón era en realidad miedo, pero no miedo de correr, como se dice, la misma suerte que su hermano, sino, por el contrario, miedo de afrontar la comprobación directa de que el inconcebible ente repetido, tan diferente en muchos aspectos, y sin embargo tan íntimamente ligado a él desde el vientre mismo de su madre que le era imposible percibir y concebir el universo de otra manera que a través de sensaciones y de pensamientos que parecían provenir de los mismos sentidos y de la misma inteligencia, se hubiese evaporado sin dejar rastro en el aire de este mundo, o peor todavía, que en su lugar le presentaran un montoncito anónimo de huesos sacados de una tierra ignorada.