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Satisfecho de la larga explicación de Soldi, Tomatis deja de mirarlo y ausculta con cierta expectativa la cara de Pichón, para ver si las palabras de Soldi han producido el efecto que él desearía, a saber que Pichón esté tan interesado en la novela como en la personalidad del albacea literario -designado por la hija gracias a las maniobras del propio Tomatis- de Washington. Y como considera que de ese efecto depende también un poco su propia reputación, la sonrisa pensativa de Pichón lo tranquiliza. Él conoce bien, desde hace más de treinta y cinco años, esa sonrisa, en la que hay al mismo tiempo reconocimiento, simpatía y reflexión, y que anuncia siempre una réplica, precedida de un corto silencio. Y la réplica llega:

– El Soldado Viejo posee la verdad de la experiencia y el Soldado Joven la verdad de la ficción. Nunca son idénticas pero, aunque sean de orden diferente, a veces pueden no ser contradictorias -dice Pichón.

– Cierto -dice Soldi-. Pero la primera pretende ser más verdad que la segunda.

Pichón se inclina para atravesar con su escarbadientes un pedacito de milanesa y, elevándolo al mismo tiempo que endereza su cuerpo, lo mantiene suspendido en mitad de camino hacia la boca.

– No lo niego -dice-. Pero a la segunda, ¿por qué le gusta tanto venderse en las casas públicas?

– ¡Qué nivel de ideas! -dice Tomatis, ironizando en forma demostrativa, pero realmente contento del diálogo que acaba de escuchar, aunque también levemente amoscado porque hubiese querido intervenir con alguna observación inteligente, y a pesar de sus muchos esfuerzos no se le ha ocurrido ninguna. De modo que, después de tomar un trago de cerveza, decide sondear a Pichón para asegurarse de su interés genuino por el dactilograma. ¿Esta tarde, cuando estaban en el cuarto de trabajo de Washington, Pichón, mientras observaba el dactilograma, no ha pensado ciertas cosas que ha preferido no expresar en voz alta o acaso él, Tomatis, se equivoca? Y al oírlo, Pichón se echa a reír, como el bromista que acaba de ser descubierto durante la preparación de su broma y con esa risa subraya no solamente el carácter inocente de sus manipulaciones, sino también la perspicacia del que las ha descubierto. Pichón dice que, en efecto, lo primero que ha comprendido, al fijar la vista en la copia de En las tiendas griegas, es que Washington de ninguna manera podría ser el autor, pero que su instinto de conservación lo disuadió de proferir esa opinión en presencia de la hija. Tomatis aprueba las palabras de Pichón en forma decidida, con fuertes sacudimientos de cabeza y golpes repetidos de escarbadientes sobre una aceituna verde que no logra atrapar, hasta que decide servirse de los dedos, pero Soldi, sin estar enteramente en desacuerdo con la actitud de Pichón, piensa que debe mostrarse circunspecto para no traicionar de modo tan abierto la confianza que Julia ha depositado en su persona. La irracionalidad de Julia, que irrita tanto a Tomatis, despierta en él cierta compasión, y en su devoción tardía a la memoria de Washington, le parece adivinar menos hipocresía o interés que la búsqueda, después de haberlo perdido casi todo en la vida, de una razón para darle algún sentido a su fin.