Un furor inesperado lo ofuscó durante un momento, como si el espectáculo y las consecuencias de veintiocho crímenes atroces le hubieran parecido menos graves que el cálculo paciente y cínico con que Lautret tejía su red mortal. Le parecía poder seguir por una especie de proyección mimética, cada uno de los pasos que iba dando la inteligencia de Lautret, dura, helada y cortante como una lámina de acero, para armar pieza por pieza la trampa que preparaba. Podía entender e incluso aceptar la violencia repentina de los accesos criminales, pero el álgebra obscena de lo que se preparaba le había hecho perder la calma durante unos minutos. Impaciente, se levantó desplazando con torpeza su sillón, y se dirigió a la ventana: en contradicción con la promesa de los dioses de que nunca perderían las hojas, porque debajo de uno de ellos, en Creta, después de haberla raptado en una playa de Tiro o Sidón, el toro intolerablemente blanco, con las astas en forma de medialuna violó a la ninfa aterrada, los plátanos del bulevar alzaban las ramas lustrosas, cargadas de nieve y de estalactitas afiladas, recortando en fragmentos irregulares el aire oscuro en la mañana de diciembre. Durante un buen rato, Morvan se quedó parado cerca de la ventana, inmóvil, con la vista clavada en la nieve revuelta y sucia, a causa de los rastros que los primeros peatones matinales habían dejado en la vereda de enfrente, entre dos bandas intactas de nieve inmaculada. La penumbra grisácea y brumosa era sin duda la claridad máxima que alcanzaría el día de invierno, y unas horas más tarde, un poco después del almuerzo, la oscuridad empezaría otra vez a cerrarse sobre él, Morvan, y sobre ese lugar llamado París, adherido sin razón aparente a ese punto de la costra terrestre, igual que un molusco de caparazón rugosa al pliegue no menos rugoso, duro y casual de una roca vagamente esférica. Durante unos segundos tuvo la convicción extraña y pasajera, pero que le dejó un atisbo de asombro y de intranquilidad, de que, en medio de esa acumulación de casualidades que urdían la textura del mundo, únicamente el hombre o lo que fuese que salía a repetir, casi cada noche, el rito invariable del que él mismo había establecido las leyes, había sido capaz de rebelarse y de crear, aunque más no fuese para sí mismo, un sistema inteligible y organizado. Algo hervía en el interior de Morvan, contrastando con la penumbra helada de la calle, más allá de los vidrios de las ventanas, que al tacto y a la vista parecían láminas de hielo. Con una precipitación que lo asombraba levemente de sí mismo, llamó al agente que atendía la centralita para decirle que no valía la pena buscar a Lautret por el llamado que acababa de recibir, que no era para nada urgente, y que él mismo se encargaría de transmitírselo cuando lo viera, pero pensando, mientras colgaba otra vez el tubo del teléfono, que de todos modos ni él ni nadie vería al comisario Lautret hasta el día siguiente, y que la única posibilidad de encontrarlo antes sería estar esa noche a las ocho en el departamento de Madame Mouton.
A pesar del frío, la víspera de Navidad obligaba a la gente a salir a la calle, y alrededor de la una, mientras se dirigía caminando despacio al restaurante -iba regularmente a un bar de vinos de la rue León Frot o a un restaurante chino de la avenida Parmentier- pudo comprobar que el Burguer King de la plaza estaba repleto. Familias enteras, cargadas de criaturas y de paquetes, hacían cola frente a las cajas o, instalados alrededor de una mesa en bancos inamovibles atornillados al piso, comían menúes idénticos en platos y vasos de cartón, aprovechando el respiro de corta duración en medio de su fatigosa carrera entre la reproducción y el consumo. Previstos rigurosamente de antemano por cuatro o cinco instituciones petrificadas que se complementan mutuamente – la Banca, la Escuela, la Religión, la Justicia, la Televisión – como un autómata por el perfeccionismo obsesivo de su constructor, el más insignificante de sus actos y el más recóndito de sus pensamientos, a través de los que están convencidos de expresar su individualismo orgulloso, se repiten también, idénticos y previsibles, en cada uno de los desconocidos que cruzan por la calle y que, como ellos, se han endeudado en una semana por todo el año que está por comenzar, para comprar los mismos regalos en los mismos grandes almacenes o en las mismas cadenas demarcas registradas, que depositarán al pie de los mismos árboles adornados de lamparitas, de nieve artificial y de serpentina dorada, para sentarse después a comer en mesas semejantes los mismos alimentos supuestamente excepcionales que podrían encontrarse en el mismo momento en todas las mesas de Occidente, de las que después de medianoche se levantarán, creyéndose reconciliados con el mundo opaco que los moldeó, y trayendo consigo hasta la muerte -idéntica en todos-, las mismas experiencias concedidas por lo exterior que ellos creen intransferibles y únicas, después de haber vivido las mismas emociones y haber almacenado en la memoria los mismos recuerdos.
Con motivo de las fiestas, el dueño del restaurante chino de la avenida Parmentier lo convidó con un aguardiente de arroz cuando le trajo la cuenta: en el fondo de la tacita de porcelana una muchacha oriental, desnuda, le sonreía en una pose provocativa. Levantando la tacita, Morvan observó a la muchacha y tuvo la impresión de que sus miradas se encontraban -el aguardiente servía de lente de aumento-, pero cuando volvió a mirar el fondo de la tacita después de haberla vaciado de un trago, la imagen diminuta, indefensa y obscena a la vez, había desaparecido. Al salir del restaurante, dio un paseo indeciso y prolongado antes de volver al despacho. Por todas partes la gente iba y venía cargada de paquetes, entrando y saliendo de los negocios, de los bancos, de los bares, de las peluquerías; no solamente en las avenidas y en los bulevares, sino también en las callecitas laterales que los cruzaban, las hileras de automóviles avanzaban a paso de hombre, arremolinándose en las bocacalles, haciendo ronronear impacientes los motores y sonar las bocinas cuando no lograban avanzar. En los supermercados, los carritos cargados de mercaderías se embotellaban también en los pasillos abiertos entre los estantes multicolores, y se entrechocaban en la proximidad de las cajas. En los negocios más chicos, la gente se probaba ropa, estudiaba los productos que se disponía a comprar o salía a la calle, satisfecha, con sus paquetes envueltos en papeles llamativos y adornados con citas satinadas que formaban penachos espiralados de muchos colores. Como la víspera, el cielo estaba más claro que el aire, y como hacía menos frío que a la mañana, o le parecía a él a causa de la comida, del aguardiente y de la caminata, Morvan predijo que volvería a nevar. Cuando entró en el despacho especial, y aunque apenas si eran un poco más de las cuatro, ya estaba empezando a anochecer.