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— Alabada seáis, hermana —exclamó el guardia, hincando una rodilla—. Prefiero enfrentarme a centenares de paganos salvajes que volver a oír la voz del Profeta. Os lo juro por mi vida.

— Sea pues. Vuelve a tu puesto. Cuando acabes la vigilancia di al capitán de los guardias que la hermana Margaret ha ordenado que te cambien de servicio. Que el Creador bendiga a su siervo. —La hermana impartió la bendición tocándole la cabeza.

— Gracias por vuestra amabilidad, hermana.

Margaret siguió caminando por la muralla, atravesó la pequeña columnata del fondo, bajó la escalera de caracol y, finalmente, llegó al corredor iluminado por antorchas que conducía a los aposentos del Profeta. Dos guardias armados con lanzas custodiaban la puerta. Ambos se inclinaron al unísono.

— Me he enterado de que la voz del Profeta ha atravesado los escudos.

— ¿De veras? —uno de los guardias clavó en ella unos fríos ojos azules—. Yo no he oído nada. ¿Has oído tú algo? —preguntó a su compañero, sin apartar la mirada de los ojos de la hermana.

El otro guardia apoyó su peso en la lanza y volvió la cabeza para responder bruscamente:

— Nada de nada. Sólo silencio sepulcral.

— ¿Acaso el mocoso de arriba ha hablado más de la cuenta? —inquirió el primero.

— Hace mucho tiempo que el Profeta no hallaba el modo de filtrar por el escudo otra cosa que la llamada para una hermana. No había oído nunca hablar al Profeta. Eso es todo.

— ¿Queréis que me encargue de que no vuelva a oír ni decir nada nunca más?

— No será necesario. Tengo su palabra y además he ordenado su traslado.

— Su palabra —repitió el soldado con cara agria—. Es fácil hacer un juramento. Pero la espada es definitiva.

— ¿De veras? ¿Debo suponer entonces que tu juramento de silencio no vale nada? ¿Debería ocuparme de un modo más contundente de que no hablarás? —La hermana Margaret sostuvo la torva mirada del guardia hasta que, al fin, éste la bajó.

— No hermana. Con mi palabra basta.

— Muy bien. ¿Lo ha oído gritar alguien más?

— No, hermana. Tan pronto como empezó a llamar a gritos a la Prelada, inspeccionamos la zona para asegurarnos de que no había nadie del servicio ni nadie más. Luego aposté guardias en todas las entradas y envié a llamar a una hermana. Como era la primera vez que llamaba a la Prelada, pensé que debía dejar a una hermana la decisión de si era conveniente despertar a la Prelada en medio de la noche, o no.

— Has hecho bien.

— Ahora que estáis aquí, hermana, deberíamos ir a asegurarnos de que nadie más ha oído nada —dijo con expresión nuevamente sombría.

— Idos. Y será mejor que el soldado Andellmere se ande con ojo y no se caiga de la muralla y se rompa el cuello, o te buscaré. —El guardián lanzó un irritado gruñido—. Pero, si algún día le oyes repetir una sola palabra de lo que ha oído esta noche, busca una hermana para que se ocupe de él.

Margaret atravesó la puerta y, al llegar a la mitad del corredor interior, se detuvo al notar los escudos. Sosteniendo el libro contra el pecho con ambas manos, se concentró mientras buscaba la brecha. Sonrió al encontrarla: no eran más que unas pocas hebras del tejido retorcidas. Probablemente le había llevado años conseguirlo. La mujer cerró los ojos y tejió de nuevo el escudo con una púa de poder que le impediría repetir la hazaña. Margaret estaba realmente impresionada por la ingenuidad y la persistencia del Profeta. «Bueno —se dijo con un suspiro—, tiene todo el tiempo del mundo para dedicarse a ello.»

Las lámparas ardían dentro de los amplios aposentos. De una de las paredes colgaban tapices, y los suelos estaban generosamente cubiertos con las coloridas alfombras azules y amarillas de confección local. Los estantes se veían medio vacíos. Los libros que antes los llenaban estaban abiertos por todas partes; algunos encima de sillas y sofás, otros boca abajo sobre cojines tirados al suelo y otros amontonados en pilas cerca de su silla favorita, junto a la chimenea apagada.

La hermana Margaret se acercó al elegante escritorio de palisandro pulido situado a un lado de la estancia. Se sentó en la silla acolchada, abrió el libro colocado sobre el escritorio y hojeó las páginas escritas hasta llegar a una en blanco. No había ni rastro del Profeta. Probablemente se encontraba en el pequeño jardín. Por la puerta doble que conducía al jardín entraban suaves ráfagas de aire cálido. Margaret sacó de un cajón un tintero, una pluma y una cajita de arenilla para espolvorear, y lo colocó todo junto al libro de profecías abierto.

Al alzar de nuevo la vista, lo vio de pie en la puerta del jardín, en la penumbra, mirándola. Vestía una túnica negra y la capucha echada sobre el rostro. El Profeta se mantenía inmóvil, con las manos metidas en la manga del brazo contrario. Su presencia imponía, y no sólo por su tamaño físico.

— Buenas noches, Nathan. —La hermana Margaret tiró del tapón del tintero para sacarlo.

El hombre dio lentamente tres zancadas, que lo llevaron de las sombras a la luz de las lámparas, mientras se echaba hacia atrás la capucha y descubría unos largos cabellos blancos y lacios que le llegaban hasta los fuertes hombros. La parte superior del collar metálico asomaba apenas por el cuello de la túnica. Unas cejas también blancas ensombrecían sus ojos azul celeste, oscuros y profundos. Los músculos de su fuerte y afeitada mandíbula se veían tensos. Era un hombre de facciones toscas, pero atractivas, pese a tratarse del hombre más anciano que Margaret hubiese conocido en toda su vida.

Desde luego, estaba como un cencerro. Eso o era muy listo y quería que todos creyeran que estaba loco. La mujer no sabía qué pensar.

Fuese como fuese, se trataba probablemente del hombre vivo más peligroso.

— ¿Dónde está la Prelada? —inquirió con voz profunda y amenazante.

— Es medianoche, Nathan —respondió la mujer, cogiendo la pluma—. No pienso despertar a la Prelada simplemente porque te haya dado un ataque y la reclames. Cualquier hermana es capaz de anotar una profecía. ¿Por qué no te sientas y empezamos?

El hombre se aproximó al escritorio y se quedó mirándola desde arriba, frente a frente.

— No me pongas a prueba, hermana Margaret. Esto es importante.

— No me pongas a prueba, Nathan —replicó la mujer, con mirada iracunda—. ¿Debo recordar qué te juegas? Ya me has sacado de la cama en medio de la noche, así que es mejor que acabemos con esto para volver cuanto antes al lecho y dormir unas horas.

— He pedido ver a la Prelada. Es importante.

— Nathan, aún estamos descifrando las profecías que nos dictaste hace años. ¿Qué más da que me expliques ésta para que la Prelada pueda leerla por la mañana, o la semana que viene, o el año que viene?

— No tengo profecía alguna.

— ¿Me estás diciendo que me has sacado de la cama porque querías compañía? —preguntó la hermana Margaret, próxima a perder los estribos.

— ¿Te importaría acaso? —replicó el hombre, con una amplia sonrisa—. Hace una noche muy hermosa, y tú eres una mujer bastante atractiva, aunque no exactamente mi tipo. ¿No? —El Profeta ladeó la cabeza—. Bueno, ya que has venido para que te dé una profecía, puedo hablarte de tu muerte si quieres.

— El Creador me llevará con Él cuando decida. Yo dejo mi vida en sus manos.

El Profeta asintió, y su mirada se perdió más allá de la cabeza de la mujer.

— Hermana Margaret, quisiera recibir la visita de una mujer. Hace tiempo que me siento muy solo.

— No es tarea de las hermanas proporcionarte rameras.

— Pero en el pasado me enviaron cortesanas como recompensa por las profecías.

Margaret dejó la pluma encima del escritorio de manera deliberadamente cuidadosa.

— La última se marchó antes de que pudiéramos hablar con ella. Huyó medio desnuda y medio loca. Aún no sabemos cómo logró atravesar el cordón de guardias.

»Prometiste que no le contarías ninguna profecía, Nathan, lo prometiste. Antes de que pudiéramos dar con ella, repitió lo que le habías contado. Tus palabras se propagaron como la pólvora y dieron lugar a una guerra civil. Casi seis mil personas murieron por lo que tú dijiste a esa joven.