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Margaret musitó una plegaria.

— Que el Creador nos proteja con su luz.

— La profecía no menciona a ningún Creador que vaya a acudir en nuestra ayuda, hermana —comentó Nathan, con una sonrisa burlona—. Si lo que buscas es protección, será mejor que sigas la bifurcación verdadera. Es así como Él te ofrece el único atisbo de esperanza.

— Nathan, no entiendo qué significa esa profecía. No podemos seguir las bifurcaciones verdaderas y las falsas, si no conocemos su significado. Dijiste que tú lo sabías. ¿Puedes contarme una profecía de cada ramal, para así poder ir devanando el hilo?

— «Bajo el Amo, la ira destruirá a todo enemigo, la esperanza fenecerá y reinará el desaliento.» —El Profeta clavó en la mujer un ojo de penetrante mirada—. Ésta es la que conduce a la bifurcación falsa.

Si ésa era la mejor de las posibilidades, ¿cómo sería la otra?, se preguntó Margaret.

— ¿Y la que conduce a la verdadera?

— A poco de producirse la bifurcación verdadera, una profecía dice: «Cuando la amenaza de la sombra desaparezca, de todas sólo quedará viva una, nacida con la magia de sacar a la luz la verdad. Pero la aciaga sombra del reino de los muertos acecha. Si la vida quiere tener una esperanza, la de blanco deberá ser ofrecida a su gente, para darles felicidad y jolgorio».

Margaret reflexionó sobre esas dos profecías. No recordaba ni una ni la otra. La primera parecía bastante sencilla, pero, de todos modos, podrían seguir la bifurcación falsa desde ésta. La segunda era más oscura, pero seguramente podría descifrarse con un poco de estudio. Hacía referencia a una Confesora; «la de blanco» sólo podía ser la Madre Confesora.

— Gracias, Nathan. Ahora podremos seguir más fácilmente la bifurcación falsa. Con la otra, la verdadera, será un poco más complicado, pero teniendo ya un punto de partida acabaremos por descifrarla. De algún modo, la Confesora está llamada a llevar la alegría a su gente. —La mujer esbozó una leve sonrisa—. Suena como si se fuera a casar o algo así.

El Profeta la miró parpadeando, tras lo cual echó la cabeza hacia atrás y aulló. Mientras se levantaba no dejaba de reírse a carcajadas, hasta que le dio la tos y casi se asfixió. Al mirarla de nuevo tenía el rostro colorado.

— ¡Malditas idiotas presuntuosas! Las hermanas os pavoneáis como si estuvierais haciendo algo de suma importancia, cuando, en realidad, no tenéis ni idea. Me recordáis a un corral de gallinas que cacarean como si creyeran que entienden matemáticas avanzadas. Yo os arrojo un grano de profecía a vuestros pies, y vosotras cloqueáis y escarbáis la tierra, y luego picoteáis la gravilla.

Por primera vez desde que se convirtiera en hermana, Margaret se sintió ignorante y muy poca cosa.

— Ya basta, Nathan.

— Idiotas —insistió él.

El Profeta se abalanzó hacia ella con tal rapidez que la asustó. Instintivamente, Margaret descargó un rayo de poder que lo postró de hinojos. Nathan se agarró el pecho, pugnando por respirar. Casi al instante, Margaret retiró su poder; lamentaba haber reaccionado de ese modo, por miedo.

— Lo siento, Nathan. Me asustaste. ¿Te encuentras bien?

El hombre se agarró a la silla y se apoyó en ella para incorporarse, respirando con dificultad. Asintió con la cabeza. Una inquieta Margaret tomó asiento y esperó a que se recuperara.

— ¿Te asusté, dices? —inquirió el Profeta, con una sombría sonrisa—. ¿Quieres sentir miedo de verdad? ¿Te gustaría que te mostrara una profecía? Mostrarla, no contarla con palabras. ¿Quieres que te enseñe cómo se transmiten las profecías? Nunca se lo he enseñado a ninguna hermana. Todas vosotras las estudiáis y os creéis capaces de descifrarlas a partir de las palabras, pero no las comprendéis. No es así como funcionan.

— ¿A qué te refieres? —preguntó la hermana, ansiosamente—. Las profecías están para predecir el futuro.

— Sólo en parte —la corrigió Nathan—. Se transmiten a través de personas como yo, dotadas del don de la profecía, y deben ser leídas y comprendidas mediante el don. Ésta es tarea de personas como yo, profetas, y no de personas como vosotras dotadas de cierto tipo de poder.

Margaret lo estudió mientras se erguía nuevamente y percibió el aura de autoridad que volvía a emanar de su persona. Nunca había oído decir algo igual y no estaba segura de si decía la verdad o hablaba por despecho. Pero, si era verdad…

— Nathan, cualquier cosa que puedas decirme o mostrarme sería de gran ayuda. Todos luchamos en el bando del Creador, por su causa. Las fuerzas del Innombrable no descansan nunca en su intento por silenciarnos. Sí, quiero que me muestres una profecía tal como se supone que debe ser transmitida, si es que puedes.

Nathan se irguió y la taladró con la mirada. Al fin, se inclinó hacia ella, con expresión tan grave que la mujer casi se quedó sin aliento, y replicó suavemente:

— Como desees, hermana Margaret. Mírame a los ojos —susurró—. Piérdete en ellos.

Los ojos del hombre la atrajeron con ese intenso color celeste que fue invadiendo su visión hasta que tuvo la impresión de que miraba al cielo despejado. Era como si el Profeta respirara por ella.

— Te repetiré la profecía de la bifurcación verdadera, pero esta vez te la mostraré, como tiene que ser. —La mujer lo escuchaba como en una nube—. De todas sólo quedará viva una, nacida con la magia de sacar a la luz la verdad…

Las palabras se fundieron y, en su lugar, Margaret vio la profecía como si se tratara de una visión que la atraía. Ya no estaba en el palacio, sino dentro de esa visión.

Vio una hermosa mujer con larga melena, ataviada con un vestido de satén blanco: era la Madre Confesora. Margaret vio cómo las demás Confesoras eran asesinadas por las cuadrillas enviadas desde D’Hara y sintió esas muertes en todo su horror. Vio a la mejor amiga de la Madre Confesora, también Confesora, morir en sus brazos, y sintió el dolor de ésta.

A continuación, vio a la Madre Confesora ante el de D’Hara, el responsable de la muerte de las otras Confesoras. Era un apuesto hombre vestido de blanco, de pie delante de tres cajas. Para sorpresa de Margaret, cada caja proyectaba un número de sombras distinto. El hombre de blanco realizaba ritos, conjuraba pérfidos hechizos (hechizos del inframundo) hasta que anocheció, pero él siguió durante toda la noche. Cuando amaneció, Margaret supo de algún modo que había sido el amanecer de ese mismo día. Estaba viendo hechos acaecidos ese día.

El hombre de túnica blanca concluyó los preparativos. Sonriendo, extendió los brazos y abrió la caja del centro, la que proyectaba dos sombras. En un principio quedó bañado por la brillante luz que surgía de la caja, pero entonces, en un estallido de poder, la magia de la caja se arremolinó en torno a él y le arrebató la vida. Había elegido mal; había perdido la vida tratando de alcanzar la magia que lo había matado.

Entonces vio a la Madre Confesora con un hombre, un hombre al que amaba, y sintió su felicidad. Era un tipo de dicha que la mujer nunca antes había experimentado. El corazón de Margaret se esponjó por la felicidad absoluta que la Madre Confesora sentía al lado de ese hombre. Era una visión de lo que estaba ocurriendo en ese mismo instante.

Pero su mente dio un brusco salto en el tiempo. Vio guerra y muerte por doquier. Vio la muerte que causaba en el mundo de los vivos el Custodio del inframundo, haciendo gala de tal perversidad que se sintió ahogada por el terror.

Nuevamente, la profecía dio un salto adelante y la trasladó en medio de una multitud. En el centro se levantaba una sólida plataforma sobre la que se encontraba la Madre Confesora. Reinaba un ambiente festivo, y todos se mostraban excitados.