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Ése era el suceso gozoso al que conduciría la bifurcación de la profecía; una de las bifurcaciones que debían descifrarse correctamente a fin de salvar el mundo de la oscuridad que pretendía conquistarlo. La atmósfera festiva de la multitud la contagió, y sintió un cosquilleo de esperanza expectante, pues se preguntaba si la Madre Confesora iba a contraer matrimonio con el hombre al que amaba, y si ése era el suceso gozoso del que hablaba la profecía y que debía llevar alegría a la gente. Deseaba con todas sus fuerzas que fuese así.

Pero algo iba mal. La cálida sensación de gozo de Margaret se fue enfriando, hasta que la piel se le erizó.

Con inquietud creciente reparó en que la Madre Confesora tenía las manos atadas y que, junto a ella, se veía un hombre, no su amado, sino un individuo que se cubría la cabeza con una capucha negra y esgrimía una enorme hacha. La inquietud de Margaret se tornó horror.

Una mano obligó a la Madre Confesora a arrodillarse, la agarró por el pelo y le colocó la cara contra el bloque. La Madre Confesora ya no exhibía su larga melena, pero sin duda se trataba de la misma mujer. Tenía los ojos cerrados, de los que se le escapaban las lágrimas. Su vestido blanco relucía bajo la brillante luz del sol. Margaret no podía ni respirar.

La enorme hacha en forma de media luna se alzó en el aire, centelleó a la luz solar y descargó ruidosamente contra el bloque. Margaret reprimió un grito. La cabeza de la Madre Confesora cayó a un cesto. La muchedumbre vitoreó.

Con un abundante chorro de sangre que manchó el vestido, el cuerpo decapitado y sin vida se desplomó contra el suelo de madera. Bajo él se formó un brillante charco de sangre, que tiñó de rojo el vestido blanco. Había tanta sangre… La multitud lanzó gritos de júbilo.

A Margaret se le escapó un gemido de horror. Sentía náuseas. Nathan impidió que cayera al suelo entre sollozos y chillidos, y la sostuvo del mismo modo que un padre sostendría a un niño asustado.

— Ah, Nathan, ¿es ése el suceso que llevará alegría a la gente? ¿Es eso lo que debe ocurrir para que el mundo de los vivos se salve?

— Así es —respondió Nathan, suavemente—. Casi todas las profecías de la ramificación verdadera son bifurcadas. A fin de que el mundo de los vivos se salve del Custodio del inframundo, todos los acontecimientos deben avanzar por la ramificación correcta. En esta profecía, la gente debe regocijarse al contemplar la ejecución de la Madre Confesora, pues la alternativa es la oscuridad perpetua del inframundo. No sé por qué, pero es así.

Margaret siguió llorando, abrazada a los fuertes brazos del Profeta.

— Oh, querido Creador, ten piedad de tu sierva. Dale fuerzas.

— No hay piedad que valga cuando se combate al Custodio.

— Ah, Nathan, he leído profecías sobre la muerte de algunas personas, pero no eran más que palabras. Verlo en realidad me ha desgarrado el alma.

— Lo sé. Lo sé perfectamente. —Nathan le dio palmaditas en la espalda, sin dejar de abrazarla.

Margaret se irguió mientras se enjugaba las lágrimas de la cara.

— ¿Es esta la profecía verdadera que sigue a la que se ha bifurcado hoy?

— Sí.

— ¿Y así es como se supone que deben verse las profecías?

— Exactamente. Así es como me vienen a mí. Te he mostrado cómo las veo yo. Las palabras acompañan a la profecía y deben ser consignadas por escrito, de modo que los no profetas no las vean como lo que son en realidad, pero, en cambio, que los profetas las vean al leerlas. Es la primera vez que muestro a alguien una profecía.

— ¿Por qué yo?

— Margaret, estamos en guerra contra el Custodio —respondió Nathan tras posar en ella brevemente su triste mirada—. Debes saber el peligro que corremos.

— Siempre estamos en guerra contra el Custodio.

— Creo que esta vez puede ser distinto.

— Debo decírselo a las otras. Debo decirles lo que puedes mostrarles. Debes ayudarnos a entender las profecías.

— No. No pienso mostrar a nadie más lo que te he mostrado a ti. No me importa el dolor que puedan infligirme; no cooperaré. No volveré a hacer esto ni por ti ni por ninguna otra hermana.

— ¿Por qué no?

— Porque no estás hecha para verlas, sólo para leerlas.

— Pero…

— Así es como debe ser; si poseyeras el don, éste te las desvelaría. Del mismo modo que, como tanto te gusta decir a ti, la gente simple no está preparada para oír las profecías, tú no estás preparada para verlas.

— Pero podría sernos de ayuda.

— Te ayudarían tan poco como a la joven a la que le conté una, o a los miles de personas que murieron por ello. Del mismo modo que vosotros me mantenéis prisionero aquí, para que mis palabras no lleguen a oídos inadecuados, yo debo mantener ignorantes a todos los que no sean profetas. Es la voluntad de quien concede el don de la profecía y todo lo demás. Si Él hubiera querido que las vieras, te habría dado la llave, pero no lo ha hecho.

— Nathan, hay otras que te torturarían hasta que se las revelaras.

— Por mucho que me torturen, no pienso hacerlo. Me dejaré matar antes de revelarlas. Además, no lo intentarán si tú no se lo dices. —El Profeta ladeó la cabeza hacia la mujer.

Margaret se quedó mirándolo fijamente y lo vio de modo distinto a otras veces. Ninguno antes que él había sido tan taimado. Él era el único en el que nunca habían podido confiar. Todos los demás habían dicho la verdad acerca de su don y de lo que éste comportaba, pero sabían que Nathan mentía, sabían que no les revelaba todo acerca de lo que era capaz. Margaret se preguntó qué sabía Nathan y cuáles eran realmente sus capacidades.

— Lo que hoy me has mostrado irá a la tumba conmigo, Nathan.

El Profeta cerró los ojos e hizo un gesto de asentimiento.

— Gracias, hija mía.

Otras hermanas le habrían hecho pagar caro hablarles de ese modo, pero Margaret no. Ella se puso de pie y se alisó el vestido.

— Por la mañana comunicaré a quienes trabajan en las criptas que la profecía se ha bifurcado, así como las que corresponden a la ramificación verdadera y a la falsa. Tendrán que descifrarlas como buenamente puedan, sirviéndose de las armas que les ha entregado el Creador.

— Así es como debe ser.

La hermana guardó de nuevo en un cajón del escritorio la tinta, la pluma y el recipiente con la arena.

— Nathan, ¿por qué querías que viniera la Prelada? No recuerdo que la hayas llamado nunca.

Cuando alzó la mirada, el Profeta la estudiaba impasible.

— Ésa es otra cosa que tampoco debes saber, hermana Margaret. ¿Deseas causarme dolor, deseas tratar de sacármelo por la fuerza?

— No, Nathan —respondió ella, recogiendo de encima del escritorio el libro de profecías.

— En ese caso, ¿querrás dar un recado a la Prelada en mi nombre?

Margaret seguía pugnando por contener las lágrimas que le escocían en los ojos.

— Sí. ¿Qué quieres que le diga?

— ¿No lo repetirás a nadie excepto a la Prelada y te llevarás el secreto a la tumba?

— Si así lo deseas, aunque no veo el porqué. Puedes confiar en las hermanas para…

— No, Margaret, quiero que me escuches: cuando se combate al Custodio, no hay que fiarse de nadie. Estoy arriesgándome mucho al confiar en ti y en la Prelada. No confíes en nadie. —Nathan le lanzó una aterradora mirada, con las cejas fruncidas—. Sólo podrán traicionarte aquellos en quienes confíes.

— De acuerdo, Nathan. ¿Cuál es el mensaje?

El Profeta clavó en ella una penetrante mirada. Al fin, dijo en un susurro:

— Dile que el guijarro está en el estanque.

— ¿Qué significa eso?

— Ya te has asustado bastante, hija mía. No pongas nuevamente a prueba tu fortaleza.

— Soy la hermana Margaret, Nathan —lo reprendió suavemente la mujer—. No «hija mía», sino hermana Margaret. Te ruego que me trates con el debido respeto.