— Perdóname, hermana Margaret —se disculpó el Profeta con una sonrisa. De vez en cuando, la mirada del hombre le causaba escalofríos—. Una cosa más, hermana Margaret.
— ¿Qué es?
Nathan alargó una mano y le secó una lágrima de la mejilla.
— En realidad no sé nada de tu muerte. —La mujer suspiró para sus adentros, aliviada—. Pero sí sé algo de importancia relacionado contigo. Es algo de importancia en la lucha contra el Custodio.
— Si va a ayudarme a que la luz del Creador se derrame sobre el mundo, dímela.
Pareció que Nathan se replegaba sobre sí mismo y que la miraba desde un lugar muy lejano.
— Llegará el día, muy pronto, en que te toparás con algo y tendrás necesidad de saber la respuesta a una pregunta. No sé qué pregunta será, pero, cuando necesites la respuesta, ven a mí y yo te la diré. Debes guardar también este secreto.
— Gracias, Nathan. Que el Creador bendiga a su siervo —añadió, posando una mano sobre la del Profeta.
— No, gracias, hermana. No deseo nada más del Creador.
— ¿Es porque te tenemos aquí dentro encerrado? —preguntó Margaret, sorprendida.
— Existen muchos tipos de prisiones —replicó el hombre, esbozando de nuevo su media sonrisa—. En lo que a mí respecta, sus bendiciones están contaminadas. Sólo hay una cosa peor que ser tocado por el Creador: ser tocado por el Custodio, aunque a veces dudo incluso de esto.
— De todos modos, rezaré por ti, Nathan —dijo Margaret mientras retiraba la mano.
— Si tanto te preocupas por mí, libérame.
— Lo siento. No puedo hacerlo.
— No quieres hacerlo.
— Dilo como quieras, pero no puedes salir de aquí.
Finalmente, el hombre le dio la espalda, y ella avanzó hacia la puerta.
— Hermana, ¿querrás enviarme a una mujer por una o dos noches? —La voz del Profeta expresaba tanto dolor que Margaret sintió ganas de llorar.
— Creí que ya te había pasado la edad.
— Tú tienes un amante, hermana Margaret —replicó Nathan, volviéndose lentamente hacia ella.
La mujer dio un respingo. ¿Cómo podía él saberlo? No lo sabía, sino que lo adivinaba. Era una mujer joven, que algunos consideraban atractiva. Y era natural que ella se interesara por los hombres. Sí, definitivamente sólo hacía una suposición. Sin embargo, ninguna hermana conocía el alcance de sus capacidades.
Nathan era el único mago del que no podían fiarse que dijera la verdad sobre sus poderes.
— ¿Escuchas las habladurías, Nathan?
— Dime, hermana Margaret, ¿sabes ya cuándo llegará el día en que serás demasiado vieja para el amor, aunque sólo sea por las fugaces horas de una noche? ¿A qué edad exactamente dejamos de necesitar amor, hermana?
Margaret se quedó un rato silenciosa. Estaba avergonzada.
— Yo misma iré a la ciudad y te traeré una mujer para que te visite una vez, Nathan, aunque yo misma deba pagar por ella. No puedo prometerte que sea hermosa a tus ojos, pues no te conozco los gustos, pero sí te prometo que no será una cabeza de chorlito, pues creo que valoras la inteligencia en una mujer más de lo que admites.
— Gracias, hermana Margaret.
La hermana vislumbró una sola lágrima que le caía por el rabillo del ojo.
— Pero debes prometerme que no le contarás ninguna profecía.
— Por supuesto, hermana —prometió Nathan, con una leve inclinación de cabeza—, lo juro por mi palabra de honor de mago.
— Lo digo en serio, Nathan. No quiero ser responsable de que nadie muera. En esas batallas no sólo perdieron la vida hombres, sino también mujeres. No podría soportar tener parte de culpa.
— ¿Y si te digo que una de esas mujeres habría dado a luz a un hijo que se hubiera convertido en un brutal tirano, que habría torturado y masacrado a decenas y centenares de miles de personas inocentes, incluidos mujeres y niños? ¿Y si hubieras tenido la oportunidad de cortar la bifurcación de esa terrible profecía?
Margaret se quedó estupefacta, paralizada, hasta que al fin se obligó a parpadear y preguntó en un susurro:
— Nathan, ¿me estás diciendo que…?
— Buenas noches, hermana Margaret. —El Profeta dio media vuelta y regresó a la soledad de su pequeño jardín, no sin antes cubrirse con la capucha.
6
El viento la azotaba, tiraba de sus ropas y hacía restallar los extremos sueltos. Después de lo enmarañados que le habían quedado el día anterior, Kahlan se alegró de haberse acordado de recogerse el pelo, al menos. La mujer se abrazaba a Richard como si en ello le fuera la vida, presionando un lado del rostro contra su espalda y manteniendo los ojos firmemente cerrados.
Lo sentía de nuevo; tenía la impresión de que cada vez pesaba más y que se le hacía un nudo en el estómago que parecía bajarle hasta los pies. Tal vez estaba enferma. Tenía miedo de abrir los ojos; sabía qué ocurría siempre que experimentaba esa sensación de pesadez. Richard volvió la cabeza para llamarla.
Kahlan entreabrió los ojos y echó un vistazo a través de meras rendijas. Tal como sospechaba, el mundo estaba inclinado en un ángulo imposible. La cabeza empezó a darle vueltas. ¿Por qué la dragona tenía que dar una voltereta cada vez que giraba? Kahlan notaba el cuerpo apretado contra las escamas rojas y no comprendía qué impedía que cayera al vacío.
Según Richard, era como cuando uno volteaba un cubo lleno de agua por encima de la cabeza, y el agua no caía. Pero ella nunca había hecho la prueba y no se fiaba de que le estuviera diciendo la verdad. Kahlan miró con ansia hacia el suelo en la dirección que señalaba Richard: la aldea de la gente barro.
Siddin, sentado en el regazo de Richard, gritó encantado cuando las enormes y correosas alas de Escarlata dieron con la corriente de aire adecuada y se lanzaron en una vertiginosa espiral, mientras la dragona roja caía en picado hacia el suelo. Kahlan sintió que el nudo del estómago le subía hasta la garganta. Era increíble que alguien pudiera disfrutar de semejante experiencia, pero así era. ¡Richard y Siddin se lo estaban pasando en grande! Con los brazos alzados, ambos reían encantados y se comportaban como dos chiquillos. Bueno, uno lo era en verdad, por lo que tenía todo el derecho a comportarse como tal.
De pronto, la mujer sonrió y también ella se echó a reír. No reía porque volara a lomos de un dragón, sino de ver lo feliz que era Richard. Sería capaz incluso de subirse cada día a un dragón sólo para verlo reír y feliz. La mujer se estiró y le plantó un beso en el cuello. Richard llevó las manos hacia atrás y le acarició las piernas. Kahlan las apretó en torno a él y se olvidó un poco del mareo.
Richard gritó a Escarlata que aterrizara en el campo abierto situado en el centro de la aldea. Estaba anocheciendo, por lo que los edificios marrones de ladrillos de barro y revocados destacaban vivamente bajo la menguante luz. Kahlan olía el humo dulzón de las hogueras en las que se preparaba la cena. La gente corría para ponerse a cubierto, proyectando largas sombras. Las mujeres abandonaron los cobertizos en los que cocinaban, y los hombres interrumpieron la fabricación de armas. Todos gritaban.
Kahlan confió en que no se asustaran demasiado. La última vez que habían visto a Escarlata, ésta transportaba a Rahl el Oscuro y, al no encontrar a Richard, había dado muerte a mucha gente barro. Los aldeanos no sabían que Rahl había robado el huevo de Escarlata para obligarla a llevarlo de un lado a otro. Desde luego, incluso sin Rahl el Oscuro, un dragón rojo siempre era considerado una amenaza mortal. Ella misma hubiera corrido para salvar la vida de haber visto uno. De todos los dragones, los rojos eran los más temibles, y a nadie se le hubiera ocurrido hacer otra cosa con un dragón rojo que intentar matarlo o huir.
A nadie, menos a Richard, claro está. ¿Quién si no él habría podido ganarse la amistad de una hembra de dragón rojo? Richard había arriesgado la vida para recuperar el huevo del control de Rahl el Oscuro para que Escarlata lo ayudara, y en el proceso se habían hecho amigos, aunque Escarlata seguía repitiendo que algún día lo devoraría. Kahlan suponía que era una especie de broma privada entre ellos, pues Richard reía cada vez que Escarlata lo amenazaba con comérselo. Al menos, esperaba que fuese una broma, aunque no estaba del todo segura. La Madre Confesora bajó la mirada hacia la aldea, esperando que los cazadores no empezaran a disparar flechas envenenadas hasta ver quién montaba en el dragón.