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Kahlan vio que Richard miraba a un lado. La mujer siguió su mirada hasta posarla en una pequeña partida de cazadores, agrupados. Ninguno de ellos gritaba. El líder era quien había acusado a Richard de llevar la desgracia a la aldea de la gente barro por las personas que había asesinado Rahl el Oscuro.

En medio de los vítores y aclamaciones, Richard indicó por señas a Escarlata que se acercara. Cuando la dragona bajó la cabeza, el joven le habló al oído. Tras escuchar lo que tenía que decirle, Escarlata apartó la cabeza y clavó en él un gran ojo amarillo. Finalmente asintió.

Richard tendió al Hombre Pájaro el silbato de hueso tallado que llevaba colgado de una cinta de cuero al cuello, al tiempo que le decía:

— Me diste esto como regalo, aunque me dijiste que nunca me serviría de nada porque únicamente era capaz de llamar a todos los pájaros a la vez. Creo que, tal vez, ésa era la voluntad de los buenos espíritus. Este obsequio me ayudó a salvarnos a todos de Rahl el Oscuro. Me ayudó a salvar a Kahlan. Te doy las gracias.

El Hombre Pájaro sonrió al oír la traducción. Richard susurró al oído de la mujer que regresaría enseguida, tras lo cual se montó a lomos de Escarlata.

— Honorable anciano, a Escarlata y a mí nos gustaría hacerte un pequeño regalo. Deseamos que vueles junto a tus amados pájaros. —Dicho esto, tendió una mano al Hombre Pájaro.

El anciano, al oír la traducción, miró con aprensión a la dragona. Sus escamas de un rojo intenso brillaban a la luz del atardecer y se ondulaban con su respiración. La cola llegaba casi hasta las casas de ladrillos de barro, al otro lado de la plaza. La dragona desplegó las alas y las estiró como si se desperezara. El Hombre Pájaro miró a Richard, que le ofrecía una mano. En el rostro del anciano apareció una sonrisa infantil, que arrancó una carcajada a Kahlan. El hombre barro se agarró al brazo de Richard y se subió.

Mientras la dragona se elevaba en el aire, Savidlin se aproximó a Kahlan. La gente, encantada, aplaudió mientras contemplaba cómo el dragón alzaba el vuelo llevando a su honorable anciano en el lomo. Kahlan no veía al dragón, sino sólo a Richard, y oyó al Hombre Pájaro reír cuando Escarlata remontó el vuelo. Ojalá que siguiera riendo tras uno de los giros del leviatán.

— Es una persona extraordinaria, Richard el del genio pronto —le dijo Savidlin.

Kahlan hizo un gesto de asentimiento y sonrió. Su mirada se posó en el hombre, que no vitoreaba ni parecía contento.

— Savidlin, ¿quién es ése?

— Chandalen. Culpa a Richard de que Rahl el Oscuro viniera y matara a gente.

La Primera Norma de un mago acudió a su mente: la gente está dispuesta a creer cualquier cosa.

— Si no fuese por Richard, ahora Rahl el Oscuro nos dominaría a todos; el mismo Rahl el Oscuro que asesinó a esa gente.

— No todos tienen ojos para ver —repuso Savidlin, encogiéndose de hombros—. ¿Recuerdas al anciano que mataste? ¿A Toffalar? Pues era su tío.

— Espera aquí —ordenó Kahlan.

Mientras atravesaba el campo, la mujer se soltó la cinta que le sujetaba el pelo. Aún se sentía aturdida por saber que Richard la amaba y que su magia no le haría daño alguno. Le parecía imposible que ella, una Confesora, pudiera experimentar el amor. Era algo que se oponía a todo lo que le habían enseñado. Su único deseo era ir con Richard a un lugar donde estuvieran solos, besarlo y abrazarlo el resto de sus días.

No iba a permitir de ninguna manera que ese individuo, Chandalen, hiciera daño alguno a Richard. Ahora que había ocurrido el milagro de que ella y el hombre al que amaba pudieran estar juntos, no iba a ponerlo en peligro.

La mera idea de que alguien pudiera hacer daño a su amado despertaba en su interior el Con Dar, la Cólera de Sangre. Kahlan nunca lo había experimentado, desconocía que era parte de su magia hasta que, espontáneamente, surgió de ella al creer que Richard había sido asesinado. Desde entonces lo sentía en su interior, al igual que siempre había sentido el resto de su magia de Confesora.

Chandalen contemplaba su aproximación con los brazos cruzados sobre el pecho. A su espalda, sus cazadores se apoyaban sobre lanzas plantadas en el suelo por su extremo romo. Eran delgados y todavía iban cubiertos por una capa de lodo, lo que indicaba que acababan de regresar de una cacería. Mantenían una actitud natural, pero alerta. Llevaban arcos en bandolera, y del cinturón les colgaban aljabas a un lado y largos cuchillos al otro. Algunos de ellos iban salpicados de sangre. Se habían atado bandas de hierba en los brazos y alrededor de la cabeza para camuflarse en la pradera. Kahlan se detuvo frente a Chandalen y lo miró fijamente a sus ojos oscuros.

— Fuerza a Chandalen —lo saludó, dándole un cachete.

El hombre apartó la mirada de ella y, con los brazos aún cruzados, volvió la cabeza y preguntó bruscamente:

— ¿Qué quieres, Confesora?

Los rostros untados de lodo de los cazadores esbozaron leves sonrisas. Probablemente, la tierra de la gente barro era la única en la que se consideraba un insulto no ser abofeteado.

— Richard el del genio pronto ha sacrificado más de lo que te imaginas para salvar a nuestra gente de la amenaza de Rahl el Oscuro. ¿Por qué lo odias?

— Vosotros dos trajisteis la desgracia a mi gente y volveréis a hacerlo.

— También es nuestra gente —lo corrigió Kahlan. Acto seguido se desabrochó un puño de la camisa, se arremangó la manga hasta el hombro y le mostró el brazo—. Mira; Toffalar me hirió. Ésta es la cicatriz que me dejó al intentar matarme. Por esa razón tuve que matarlo: para defenderme. Él mismo selló su destino al atacarme. Yo no fui a por él.

— Mi tío nunca fue bueno con el cuchillo. Qué lástima —comentó Chandalen sin emoción alguna, apartando la vista de la cicatriz para fijarla en sus ojos.

Kahlan apretó la mandíbula. Ahora ya no podía volverse atrás. Sosteniéndole la mirada al hombre, se besó las yemas de los dedos, extendió el brazo y posó los dedos en la mejilla de Chandalen, donde antes lo había abofeteado. Los cazadores, indignados, empezaron a susurrar entre sí. El rostro de Chandalen se convirtió en una máscara de odio.

Ése era el peor insulto que podía infligirse a un cazador. Él le había hecho un desaire al negarse a golpearla en la cara, lo cual no significaba que no respetara la fuerza de la mujer, sino únicamente que se negaba a demostrarlo. Pero, al depositar un beso donde antes había propinado un cachete de respeto, indicaba que retiraba el respeto hacia su fuerza. El beso significaba que no respetaba la fortaleza del otro y que lo consideraba un estúpido chiquillo. Era como si hubiera escupido en su honor en público.

Ciertamente era algo peligroso, pero aún lo era más mostrar debilidad hacia un enemigo entre la gente barro. Equivaldría a una invitación a ser asesinada mientras dormía. Quien mostraba debilidad se negaba el derecho a enfrentarse a su enemigo a la luz del día. El honor requería un desafío abierto a la fuerza del otro. Puesto que Kahlan había hecho el gesto frente a los demás, el honor requería que cualquier desafío por parte de Chandalen fuese asimismo público.

— A partir de este momento, si quieres mi respeto, tendrás que ganártelo —declaró Kahlan.

Chandalen apretó el puño con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos, y lo alzó bruscamente hasta la oreja, preparado para golpearla.

— Bien. ¿Has decidido mostrar respeto por mi fuerza? —preguntó Kahlan, ofreciéndole el mentón.

La mirada del hombre se posó en algo que estaba a espaldas de la mujer. Sus cazadores se estremecieron y, de mala gana, clavaron los extremos romos de las lanzas en el suelo. Kahlan se volvió y vio a unos cincuenta hombres con arcos prestos. Todas las flechas apuntaban a Chandalen y a sus nueve hombres.