— No eres tan fuerte —comentó con aire despectivo Chandalen—. Necesitas que otros te protejan.
— Bajad las armas —ordenó Kahlan a los hombres—. No quiero que nadie alce sus armas contra estos hombres por mí. Nadie. Esto es sólo entre Chandalen y yo.
Lentamente, todos los hombres bajaron sus arcos y devolvieron las flechas a las aljabas.
— No eres tan fuerte —repitió Chandalen, cruzando los brazos—. Te escondes detrás de la espada del Buscador.
Kahlan colocó una mano sobre el antebrazo del hombre y lo apretó. Chandalen abrió ligeramente los ojos y se quedó inmóvil. El hecho de que una Confesora tocara a alguien de ese modo era una clara amenaza, y así lo reconoció Chandalen. Desafiante o no, el hombre era demasiado listo para mover ni un solo músculo; no podría moverse más rápido que la mente de Kahlan, y ésta podía matarlo con un pensamiento.
— El año pasado maté a más hombres de los que tú te hayas falsamente vanagloriado de haber matado en toda tu vida —dijo Kahlan en un susurro—. Si tratas de hacer daño a Richard, te mataré. Si osas siquiera expresar en voz alta que deseas hacerlo, y yo me entero… te mataré —añadió, inclinándose hacia él. Deliberadamente, abarcó a los nueve cazadores con la mirada—. Mi mano siempre estará tendida a cada uno de vosotros en signo de amistad. Pero, si alguien trata de matarme, como hizo Toffalar, acabaré con él. Soy la Madre Confesora, así que no creáis que no puedo ni quiero hacerlo.
Kahlan sostuvo la mirada de todos los cazadores, uno por uno, hasta que todos hicieron un gesto de asentimiento. Finalmente, su dura mirada se posó en Chandalen y apretó la mano con más fuerza. El hombre tragó saliva. Finalmente, asintió.
— Esto es algo entre tú y yo. No diré nada al Hombre Pájaro de lo ocurrido. —Dicho esto, retiró la mano de su brazo. En la distancia se oyó el rugido de Escarlata que anunciaba su retorno—. Estamos en el mismo bando, Chandalen. Ambos luchamos para salvar a la gente barro, y yo respeto esa parte de ti.
Kahlan le propinó un suave bofetón, pero no le dio la oportunidad de devolvérselo ni de negárselo. En vez de ello, le volvió la espalda. Ese bofetón había devuelto al hombre barro parte del respeto a ojos de sus cazadores, y, si ahora persistía en su ataque, parecería estúpido y débil. Era un gesto muy simple, pero que demostraba que Kahlan había actuado con honor. Por el contrario, no había honor en tratar de intimidar a una mujer.
Claro que ella no era una mujer normal, sino una Confesora.
Kahlan lanzó un profundo suspiro mientras regresaba al lado de Savidlin y aguardaba el regreso del dragón. Weselan, de pie junto a su hombre, seguía abrazando con fuerza a Siddin. Por su parte, el niño daba la impresión de no querer otra cosa más que su madre lo acunara en sus brazos. Kahlan se estremeció por dentro al recordar lo que podría haberle sucedido al pequeño.
— Serías un buen anciano, Madre Confesora —comentó Savidlin, enarcando una ceja—. Podrías dar lecciones de honor y liderazgo.
— Preferiría que tales lecciones no fuesen necesarias.
Savidlin gruñó en aquiescencia. Las ráfagas de viento y polvo que levantaban las alas del dragón hincharon la capa de la Confesora. Kahlan se estaba abrochando de nuevo el puño cuando los dos hombres desmontaron de lomos de Escarlata.
El Hombre Pájaro tenía la tez verdosa, pero sonreía de oreja a oreja. Entonces acarició con respeto una escama roja y sonrió encantado al ojo amarillo que lo contemplaba. Kahlan se acercó, y el Hombre Pájaro le pidió que tradujera un mensaje a Escarlata.
Ella sonrió y alzó la vista hacia la enorme testa del dragón y a las orejas que ahora estaban vueltas hacia ella.
— El Hombre Pájaro quiere que sepas que éste ha sido uno de los mayores honores que ha recibido en su vida. Dice que le has dado una nueva visión del mundo y que, de ahora en adelante, si tú o tu cría alguna vez necesitáis refugio, en la tierra de la gente barro siempre seréis bienvenidos y hallaréis seguridad.
— Gracias, Hombre Pájaro —replicó Escarlata, torciendo el hocico en una especie de sonrisa de dragón—. Tus palabras me complacen. Ahora debo irme —añadió, bajando la cabeza y dirigiéndose a Richard—. Ya hace demasiado tiempo que mi pequeño está solo y debe de estar hambriento.
— Gracias por todo, Escarlata —le agradeció el joven mientras le acariciaba una escama bermeja—. Gracias por mostrarnos a tu pequeño. Es incluso más hermoso que tú. Cuida de ti y de tu pequeño, y vive en libertad.
Escarlata abrió al máximo las mandíbulas y buscó algo en el fondo de sus fauces. Se oyó un chasquido, tras el cual tendió con sus garras de punta negra el extremo de un colmillo. Aunque no era más que un extremo, medía más de quince centímetros.
— Los dragones tenemos magia. Extiende la mano. —Escarlata dejó caer el extremo del colmillo en la palma de Richard—. Parece que tienes una habilidad especial para meterte en líos. Guárdalo bien. Si alguna vez estás en un apuro, llámame con él, y vendré. Pero asegúrate de que es importante, pues sólo funcionará una vez.
— ¿Y cómo voy a llamarte con esto?
— Posees el don, Richard Cypher —respondió la dragona, declinando suavemente la cabeza como si flotara—. Tú sostenlo en la mano, llámame, y yo lo oiré. Recuérdalo; sólo funcionará una vez.
— Gracias, Escarlata, pero no poseo el don.
Escarlata echó la cabeza hacia atrás y rió con tal estruendo que las escamas que le cubrían la garganta vibraron y la tierra tembló. Cuando, finalmente, se le pasó el ataque de hilaridad, ladeó la cabeza y clavó en él un ojo amarillo.
— Si tú no posees el don, entonces nadie lo tiene. Vive en libertad, Richard Cypher.
Todos los habitantes de la aldea contemplaron en silencio cómo el dragón rojo se iba haciendo cada vez más pequeño en el cielo dorado. Richard enlazó la cintura de Kahlan con un brazo y la acercó hacia sí.
— Espero que ésta sea la última vez que oigo esa tontería de que tengo el don —murmuró casi para sus adentros—. Te vi desde el aire. ¿Piensas decirme qué pasaba con ese individuo de ahí? —Richard señaló con el mentón al otro lado del claro.
Chandalen evitaba abiertamente mirarla.
— No —repuso Kahlan—. No es importante.
— ¿Podremos estar juntos alguna vez? —preguntó Kahlan con una tímida sonrisa—. Me temo que de un momento a otro empezaré a besarte delante de toda esta gente.
La luz del atardecer aportaba una luz tenue y agradable a la improvisada fiesta. Richard miró a los ancianos con sus pieles de coyote, congregados bajo el cobertizo de tejado de hierba. Todos sonreían y charlaban. Sus esposas y unos cuantos niños también se habían unido al grupo. La gente de la aldea pasaba por el cobertizo para darles la bienvenida, sonriendo e intercambiando suaves golpes.
Fuera, niños de corta edad perseguían unos pollos de pluma marrón que lo único que pretendían era encontrar un lugar en el que pasar la noche. Las pobres bestias graznaban mientras trataban de alzar el vuelo. Kahlan no entendía cómo los niños podían ir desnudos, pues ella estaba helada. Mujeres ataviadas con vistosos vestidos portaban bandejas de junco con pan de tava así como cuencos de cerámica glaseada que contenían pimientos asados, tortas de arroz, largas judías hervidas, queso y carnes asadas.
— ¿De veras crees que nos dejarán marchar antes de que les expliquemos nuestra gran aventura?
— ¿Qué gran aventura? Todo lo que recuerdo es haber estado todo el tiempo aterrada y que nunca me había metido en unos líos tan grandes. —Kahlan sintió un punzante dolor en el estómago al recordar cómo se había enterado de que Richard había sido capturado por una mord-sith—. Y creer que estabas muerto.