Выбрать главу

»Del mismo modo que la Madre Confesora es el árbitro final de la verdad a través de su magia, asimismo es el árbitro final del poder. La palabra de la Madre Confesora es ley.

— Así pues, ¿tú dices a los reyes y reinas qué deben hacer?

— Yo, y la mayoría de las Madres Confesoras que me han precedido, dejamos que el Consejo Supremo decida por sí solo cómo debe gobernarse la Tierra Central. Pero, cuando no logran ponerse de acuerdo o el acuerdo no es justo, los perjudicados son los países que no están representados. Sólo entonces intervenimos para decirles qué hacer.

— ¿Y siempre obedecen?

— Siempre.

— ¿Por qué?

Kahlan inspiró profundamente antes de responder.

— Porque saben que, si no se someten a la autoridad de la Madre Confesora, se quedarán aislados y serán vulnerables ante cualquiera de sus vecinos que ambicione más poder. La guerra duraría hasta que el más fuerte de ellos aplastara a los demás, tal como hizo Panis Rahl, el padre de Rahl el Oscuro, en D’Hara. Saben que, en último término, les conviene que el consejo esté dirigido por un líder independiente e imparcial.

— Pero eso no es lo que conviene a los más fuertes. Ni la bondad ni el sentido común bastan para mantener a raya a los más fuertes.

— Ya veo que entiendes los juegos del poder —comentó Kahlan, sonriendo—. Tienes razón. Saben que, si se atrevieran a dar rienda suelta a sus ambiciones, yo o cualquiera de las Confesoras someteríamos a su soberano con la magia. Pero hay más. Los magos apoyan a la Madre Confesora.

— Creí que los magos evitaban inmiscuirse en asuntos de poder.

— Y así es, en cierto modo. Su amenaza tiene un efecto disuasorio. Los magos lo denominan la paradoja del poder: si tienes poder, estás dispuesto a usarlo y, en condiciones de hacerlo, no será necesario que lo hagas. Los diferentes países saben que, si no colaboran y aceptan la dirección imparcial de la Madre Confesora, los magos siempre estarían dispuestos a enseñar las desventajas de no mostrarse razonable o de ser ambicioso en exceso.

»Se trata de un entramado de relaciones muy complejas, pero todo se reduce a que yo gobierno el Consejo Supremo y a que, sin mí, los débiles, los indefensos y los pacíficos acabarían por ser invadidos, y los demás serían arrastrados a una guerra en la que sólo uno, el más fuerte, vencería.

Richard volvió a tenderse y ponderó las palabras de Kahlan con un ligero frunce en el rostro. Ella contemplaba cómo la luz del hogar jugaba en sus rasgos faciales. Sentía en qué debía de estar pensando Richard; estaba recordando cómo, con un simple gesto de la mano, había exigido a la reina Milena que se postrara de hinojos ante ella, le besara la mano y le jurara lealtad. Ojalá no le hubiera mostrado todo su poder y lo mucho que era temida, pero había hecho lo que debía. Algunas personas únicamente cedían ante el poder. En caso necesario, un líder debía mostrar ese poder o ser depuesto.

Cuando, por fin, alzó los ojos hacia ella, tenía una mirada grave.

— Habrá problemas. Todos los magos están muertos; se mataron ellos mismos antes de enviarte en busca de Zedd. Así pues, la Madre Confesora no cuenta con su respaldo. Todas las demás Confesoras también están muertas; Rahl el Oscuro las mandó asesinar. Tú eres la última. No tienes aliados. No queda nadie que pueda ocupar tu lugar, si algo te sucede. Zedd nos dijo que nos reuniéramos con él en Aydindril. También él debe de saberlo.

»Por lo que he visto de los poderosos, tanto consejeros de la Tierra Occidental (incluso mi propio hermano) como reinas de la Tierra Central o el mismo Rahl el Oscuro te considerarán un obstáculo en su camino. Lo único que impide que la guerra asole la Tierra Central es la Madre Confesora, y vas a necesitar ayuda para imponerte. Tú y yo, ambos, servimos a la verdad. Voy a ayudarte.

»Si por la amenaza de los magos esos consejeros tenían miedo de conspirar contra la Madre Confesora o causarle problemas —añadió con una astuta sonrisa—, que esperen a conocer al Buscador.

— Eres una persona extraordinaria, Richard Cypher. —Kahlan le acarició el rostro con los dedos—. Pese a que estás con la persona más poderosa de la Tierra Central, me siento como si me permitieses subirme al carruaje que va a llevarte hacia la grandeza.

— No soy más que la persona que te quiere con todo su corazón. Ésa es la única grandeza, y espero estar a la altura. —Richard suspiró—. Era mucho más sencillo cuando sólo estábamos tú y yo, en el bosque, y te preparaba carne asada con espetón sobre el fuego. Me seguirás dejando que te prepare la cena, ¿verdad, Madre Confesora? —le preguntó, mirándola de refilón.

— No creo que a la señora Sanderholt le entusiasme la idea. No le gusta ver a nadie en su cocina.

— ¿Tienes cocinera?

— Bueno, ahora que lo pienso, nunca la he visto cocinar nada. Se dedica sobre todo a mandar a todos y a gobernar en su dominio con un cucharón de madera que agita como si fuera un cetro; prueba la comida y riñe a los cocineros, a los ayudantes y a las criadas. Es la cocinera jefe.

»Cada vez que bajo a la cocina para prepararme algo, se pone frenética y me suplica que ocupe mi tiempo en otra cosa. Según ella, asusto a su gente. Dice que cada vez que bajo a la cocina para pedir algo, los cocineros y ayudantes tiemblan durante días. Así pues, trato de no hacerlo a menudo, aunque me encanta cocinar.

Kahlan sonrió al pensar en la señora Sanderholt. Hacía meses que había abandonado su hogar.

— Cocineros —masculló Richard para sí—. Yo nunca he tenido a nadie que cocinara para mí. Siempre lo he hecho yo mismo. Bueno —añadió, recuperando su sonrisa—, supongo que esa señora Sanderholt podrá hacerme un poco de espacio cuando quiera prepararte algo especial.

— Apuesto a que muy pronto la tendrás rendida a tus pies.

— ¿Me prometes una cosa? —Richard le apretó la mano—. Prométeme que un día dejarás que te lleve a la Tierra Occidental y te muestre los parajes más bellos del bosque del Corzo, lugares que sólo yo conozco. Sueño con enseñártelos.

— Me encantaría —susurró Kahlan.

Richard se inclinó para besarla. Pero, antes de que sus labios se tocaran y que los brazos del hombre la rodearan, Richard se estremeció de dolor. La cabeza le cayó hacia adelante, contra el hombro, al tiempo que gemía. Asustada, Kahlan lo agarró contra sí y lo tumbó mientras él se sujetaba la cabeza con los brazos, incapaz de respirar. El pánico se apoderó de Kahlan. Richard se llevó las rodillas al pecho y rodó sobre un costado.

Apoyando una mano sobre el hombro de Richard, Kahlan se inclinó sobre él y dijo:

— Voy a buscar a Nissel. Enseguida vuelvo.

Richard sólo pudo asentir con la cabeza. Temblaba violentamente.

Kahlan corrió a la puerta, la abrió y salió a la tranquila noche. Mientras cerraba la puerta, se fijó en el vapor que salía de su boca. Con la mirada recorrió rápidamente el muro bajo, bañado por la luz plateada de la luna.

No quedaba ni un solo pollo.

Una forma oscura acechaba detrás del muro, encorvada y quieta.

A la luz de la luna se movió un poco, y dos ojos brillantes y dorados relampaguearon un instante.

7

La cosa oscura se levantó, y sus garras rasparon la parte superior del muro. Su risa, socarrona, era como un bajo cacareo que le erizó la carne de los brazos hasta la nuca. Kahlan se quedó helada, sin poder respirar. La forma era como un vacío negro en la pálida luz de la luna. Tras un breve destello, los ojos se desvanecieron de nuevo en el pozo de la noche.

La cabeza le daba vueltas, tratando de encajar lo que sabía y lo que veía. Quería correr, pero hacia dónde. ¿Hacia Richard o lejos de él?

Aunque ya no veía esos ojos, los sentía sobre ella como la fría muerte. De su garganta se escapó un débil sonido. Con un aullido de hilaridad, la forma oscura saltó encima del muro.