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— Maldito idiota. Se suponía que debía servirnos y no hacer caer sobre nosotros la noche eterna. Alguien debió matarlo.

— Alguien lo hizo: Richard.

— Ya —admitió Trimack de mala gana—. En ese caso, lord Rahl ya nos está sirviendo.

— Hace unos pocos días, eso que dices habría sido una traición.

— Mayor traición es entregar los vivos a los muertos.

— Ayer, comandante, habrías matado a Richard para proteger a Rahl el Oscuro.

— Y ayer él me hubiera matado a mí para llegar hasta su enemigo. Pero ahora estamos en el mismo bando. Sólo los tontos caminan hacia el futuro mirando atrás.

Zedd hizo un gesto de asentimiento y esbozó una leve aunque cálida sonrisa de respeto, pero enseguida entrecerró los ojos y se inclinó hacia el soldado.

— Si el velo se ha rasgado, comandante, y el Custodio anda suelto por este mundo, todos correrán la misma suerte. No sólo D’Hara, sino todo el mundo será consumido. Por lo que he leído de las profecías, es posible que Richard sea el único capaz de restaurar el velo. Recuérdalo si alguien trata de hacerle daño.

— Acero contra acero para que él pueda usar magia contra magia —replicó el soldado con mirada gélida.

— Bien. Veo que lo has entendido.

3

Mientras se acercaba, Zedd se hizo una visión de conjunto de los muertos y los moribundos. Era imposible evitar pisar sangre. Al ver a los heridos, sintió una dolorosa punzada en el corazón. Todo eso era obra de un solo aullador. ¿Y si venían más?

— Comandante, manda buscar a algunos sanadores. Yo solo no podré atender a todos los heridos.

— Ya lo he hecho, mago Zorander.

El mago asintió y empezó a examinar a los heridos. Soldados de la Primera Fila retiraban los cadáveres, muchos de ellos compañeros, y consolaban a los heridos. Zedd se llevó los dedos a las sienes para notar las heridas, notar qué estaba al alcance de los sanadores y qué heridos lo necesitaban a él.

Al tocar a un joven soldado que luchaba por respirar entre gorgoteos de sangre, lanzó un gruñido. Bajó la vista y vio costillas que sobresalían de un agujero en el peto del tamaño de un puño. Zedd sintió que el estómago iba a explotarle. Trimack se arrodilló al otro lado del joven. Los ojos del mago se posaron en el comandante, que entendió el mensaje y asintió. El joven tenía los segundos contados.

— Marchaos —dijo el comandante con voz serena—. Ya me quedo yo con él.

Mientras se marchaba, vio que Trimack cogía la mano del joven y empezaba a contarle una mentira para tranquilizarlo. Tres mujeres ataviadas con largas faldas marrones con muchos bolsillos llegaron corriendo. Sus maduros rostros evaluaron la escena sin estremecerse.

Sacándose vendas y emplastos de los grandes bolsillos, las tres mujeres corrieron hacia los heridos y empezaron a suturar y administrar pociones. Sin embargo, la mayoría de las heridas estaban más allá de sus capacidades de curación, así como de las del mago. Zedd pidió a una de ellas, la que le parecía que menos caso haría de las protestas, que atendiera a Chase. El guardián estaba sentado en un banco al otro lado del patio con el mentón inclinado sobre el pecho. Tenía a Rachel sentada en el suelo, abrazada a una pierna.

Zedd y las otras dos sanadoras se movían entre las personas tiradas por el suelo, ayudaban cuando era posible y pasaban de largo cuando nada podía hacerse ya. Una de las sanadoras lo llamó; estaba inclinada sobre una mujer joven que trataba de alejarla.

— Por favor —decía con un hilo de voz—, ayuda a los demás. Yo estoy bien. Sólo necesito descansar. Por favor, ayuda a los otros.

Al arrodillarse junto a ella, Zedd sintió la humedad de su túnica empapada en sangre. La mujer apartó con la suya las manos del mago, mientras que con la otra impedía que los intestinos se le salieran por una herida de garra en el abdomen.

— Por favor. Hay otros que necesitan ayuda.

Zedd contempló la tez cenicienta de la mujer enarcando una ceja. Una delgada cadena de oro en el pelo sostenía una gema azul contra su frente. El azul de la piedra era tan parecido al azul de sus ojos que era como si tuviera tres. El hechicero creyó reconocer esa gema y se preguntó si sería auténtica o sólo una baratija comprada por capricho. Hacía mucho tiempo que no veía a nadie llevar la Piedra como vocación. Era imposible que esa joven conociera su significado.

— Soy el mago Zeddicus Zu’l Zorander. ¿Quién eres tú, pequeña, para darme órdenes?

La faz de la joven palideció aún más.

— Perdonadme, mago…

Se calmó cuando Zedd le tocó la frente con los dedos. El hechicero sintió una descarga de dolor tan agudo que apartó los dedos bruscamente y tuvo que luchar para contener las lágrimas.

Entonces lo supo con total certeza: la joven llevaba la Piedra por vocación. La Piedra, del mismo color que sus ojos y colocada en la frente como si fuera el ojo de la mente, era un talismán que proclamaba su visión interior.

Una mano agarró la túnica del mago por detrás y tiró de ella.

— ¡Mago! —exclamó una voz avinagrada a su espalda—. ¡Atiéndeme a mí primero! —Zedd se volvió y se encontró con un rostro tan avinagrado como la voz—. Soy lady Ordith Condatith de Dackidvich, de la casa de Burgalass. Esa moza no es más que mi criada particular. Me han herido por su culpa; por no haber actuado con la suficiente rapidez. ¡Atiéndeme a mí primero! ¡Podría morir en cualquier momento!

Sin necesidad de tocarla, Zedd supo que sólo tenía heridas sin importancia.

— Os pido perdón, milady. —Con gestos exagerados, el mago le posó los dedos sobre la frente. Únicamente se había magullado las costillas, un poco las piernas y tenía un pequeño corte en un brazo que requería un par de puntos.

— ¿Y bien? —La dama se agarraba a los volantes plateados en torno al cuello—. Magos —masculló—; la verdad, son una panda de inútiles. ¡Y qué decir de los guardias! ¡Seguro que se habían quedado dormidos en sus puestos! ¡Informaré a lord Rahl de esto! ¿Y bien? ¿Qué me dices de mis heridas?

— Milady, me temo que ya no hay nada que pueda hacer por vos.

— ¡Qué! —La dama agarró al mago por el cuello de la túnica y tiró de él con fuerza—. Más te vale curarme o me encargaré personalmente de que lord Rahl te corte la cabeza. ¡Ya veremos entonces de qué eres capaz, mago inútil!

— Por supuesto, milady. Me esforzaré por hacerlo lo mejor posible.

El mago ensanchó el pequeño desgarro en el raso color granate oscuro de la manga, convirtiéndola en una enorme bandera colgante, tras lo cual posó de nuevo una mano sobre el hombro de la mujer que llevaba la gema azul. La joven gimió cuando el mago bloqueó parte del dolor y le transmitió su fuerza. La respiración se le normalizó. Zedd mantuvo la mano sobre ella, tratando en lo posible de reconfortarla y tranquilizarla con su magia.

— ¡Mi vestido! ¡Lo has destrozado! —chilló lady Ordith.

— Lo siento, milady, pero no podemos arriesgarnos a que la herida se infecte. Es mejor perder un vestido que el brazo, ¿no lo creéis así?

— Bueno, sí, supongo que…

— Diez o quince puntos bastarán —dijo Zedd a la corpulenta sanadora inclinada entre las dos mujeres tendidas en el suelo. Tras examinar la pequeña herida, la matrona posó su dura mirada de ojos azules en el mago.

— Estoy segura de que sabéis mejor que nadie qué conviene, mago Zorander —dijo la sanadora con voz serena, aunque su mirada dejaba traslucir que había comprendido sus verdaderas intenciones.

— ¡Qué! ¿Vas a permitir que una estúpida partera haga el trabajo por ti?

— Milady, soy un anciano. Jamás he sido bueno cosiendo heridas, y ahora el pulso me tiembla horriblemente. Me temo que os haría más mal que bien, pero, si insistís, me esforzaré para…

— No —replicó desdeñosamente la dama—. Que sea la partera quien lo haga.

— Muy bien. —Zedd miró a la sanadora. El rostro de la mujer no revelaba emoción alguna, aunque se había ruborizado ligeramente—. Teniendo en cuenta cuánto sufre la señora, me temo que sólo hay un remedio para sus otras heridas. ¿Llevas algo de raíz de zarzo en esos grandes bolsillos?