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– Sois los mejores -respondió, ruborizándose.

Aquélla su primera mañana en Sevilla, Lorenzo Quart tardó casi una hora en encontrar la iglesia. Dos veces salió del barrio de Santa Cruz y otras tantas volvió a él, comprobando la inutilidad de su mapa turístico en aquel dédalo de callejuelas silenciosas, estrechas, pintadas de almagre, calamocha y cal, donde muy de vez en cuando el paso de un automóvil lo obligaba a buscar resguardo en portales frescos, oscuros, con cancelas que daban a patios de azulejos, geranios y rosales. Se halló por fin en una placita estrecha de paredes blancas y ocres, con rejas de hierro forjado de las que colgaban macetas. Había bancos con azulejos representando escenas del Quijote, y media docena de naranjos que daban un intenso olor a azahar. La iglesia era pequeña: una fachada de ladrillo, apenas veinte metros de ancha, formaba esquina apoyándose en el muro del edificio contiguo. No parecía en buen estado: la espadaña estaba apuntalada por travesaños de madera en la abertura del campanario, gruesas vigas de madera sostenían el muro exterior, y un andamio de tubos metálicos ocultaba parcialmente un azulejo con un Cristo escoltado por herrumbrosos faroles de hierro. También había una hormigonera junto a un montón de gravilla y sacos de cemento.

Así que era ella. Durante un par de minutos, parado en mitad de la plaza con una mano en un bolsillo y el mapa doblado en la otra, Quart observó el edificio. Nada pudo apreciar de misterioso entre los naranjos perfumados, bajo el cielo sevillano en aquella mañana luminosa, de un azul perfecto. El pórtico barroco estaba enmarcado por dos retorcidas columnas salomónicas, sobre las que una hornacina contenía una imagen de la Virgen. Nuestra Señora de las Lágrimas, murmuró casi en voz alta. Entonces dio unos pasos en dirección a la iglesia, y al acercarse comprobó que la Virgen estaba decapitada.

En algún lugar cercano sonaron unas campanas, y una bandada de palomas emprendió el vuelo desde los tejados que rodeaban la plaza. Las miró alejarse y de nuevo volvió la vista hacia la fachada. Algo había alterado su visión del lugar. Ahora, a pesar de la luz sevillana, de los naranjos y del aroma a azahar, la iglesia adquiría a sus ojos un aspecto distinto. De pronto, las viejas vigas que apuntalaban los muros, el ocre de la espadaña que parecía arrancado como láminas de piel, la inmóvil campana de bronce por cuyo travesaño carcomido trepaban malas hierbas, infundían al conjunto un carácter inquietante, sombrío y gris. Una iglesia que mata para defenderse, afirmaba el misterioso mensaje de Vísperas. Quart dirigió otro vistazo a la Virgen decapitada mientras dedicaba una mueca burlona a sus propias aprensiones. A simple vista, no había mucho que defender.

Para Lorenzo Quart la fe era un concepto relativo, y monseñor Spada no erraba mucho al motejarlo, bromeando sólo a medias, de buen soldado. Su credo consistía menos en la admisión de verdades reveladas que en actuar con arreglo al supuesto de tener fe, sin que ésta fuese imprescindible en el conjunto. Considerada desde ese punto de vista, la Iglesia Católica le había ofrecido desde el principio lo que a otros jóvenes la milicia: un lugar donde, a cambio de no cuestionar el concepto, uno encontraba la mayor parte de los problemas resueltos por el reglamento. En su caso, aquella disciplina oficiaba en lugar de la fe que no tenía. Y la paradoja -intuida por la perspicacia del veterano arzobispo Spada- era que justo esa falta de fe, con el orgullo y el rigor necesarios para sostenerla, convertía a Quart en un sacerdote extraordinariamente eficaz en su trabajo.

Todo tenía sus raíces, por supuesto. Huérfano de un pescador ahogado en un naufragio, protegido por un tosco cura de pueblo que facilitó su ingreso en el seminario, disciplinado y brillante hasta el punto de interesar a sus superiores en el progreso de su carrera, Quart contaba con esa lucidez meridional tan parecida a una enfermedad tranquila que a veces traen consigo el viento de levante y los rojos atardeceres mediterráneos. Una vez, siendo niño, permaneció horas azotado por el viento y la lluvia en el rompeolas de un puerto, mientras mar adentro los desvalidos pesqueros intentaban, poco a poco, ganar abrigo entre un temporal con olas de diez metros. Se los divisaba a lo lejos, minúsculos, enternecedoramente frágiles entre montañas de agua y rociones de espuma, avanzando a duras penas con el estertor de sus motores a poca máquina. Se había perdido uno; y cuando un pesquero se perdía no se iba un hombre, sino que desaparecían juntos hijos, maridos, hermanos y cuñados. Por eso las mujeres vestidas de negro con críos agarrados a las faldas y a las manos se agrupaban junto al faro viéndolos venir, y movían los labios al rezar en silencio pendientes del mar, intentando adivinar cuál faltaba. Y cuando los barquitos empezaron por fin a cruzar la bocana del puerto, los hombres que venían a bordo miraban hacia arriba, hacia el lugar sobre el espigón donde Lorenzo Quart seguía agarrado a la mano helada de su madre, y se quitaban las boinas y las gorras. Y siguieron golpeando las olas y el viento y la lluvia, y por fin ya no vino ningún barco más; y aquel día Quart descubrió un par de cosas. La primera, que es inútil rezarle al mar. La segunda fue una resolución: a él nadie lo aguardaría nunca en un rompeolas, bajo la lluvia.

La puerta de roble con gruesos clavos estaba abierta. Quart entró en la iglesia y un soplo de aire frío vino a su encuentro, igual que si acabara de apartar una lápida. Se quitó las gafas de sol antes de mojar los dedos índice y pulgar en la pila bendita, y al persignarse sintió la frescura del agua en la frente. Había media docena de bancos de madera alineados frente al retablo del altar, cuyos dorados relucían al fondo de la nave, y los demás se hallaban corridos hacia un rincón, unos sobre otros, para dejar espacio a varios andamios. Olía a cerrado y a cera, a humedad de siglos. Todo estaba en penumbra menos un ángulo iluminado por un foco, arriba, a la izquierda. Y al levantar los ojos hacia la luz, Quart vio a una mujer subida en lo alto de la estructura metálica, fotografiando los emplomados de las vidrieras.

– Buenos días -dijo.

Tenía el pelo gris, como él; pero en su caso no se trataba de canas prematuras. Cuarenta y tantos años largos, calculó viéndola inclinarse sobre la barandilla que coronaba el entramado de tubos de acero, cinco metros por encima de su cabeza. Después la mujer se agarró a la estructura y descendió con agilidad hasta el suelo de la nave. Llevaba el cabello recogido bajo la nuca en una pequeña trenza, vestía un polo de manga larga, téjanos manchados de yeso y zapatillas. Y de espaldas, viéndola bajar, habría pasado por una muchacha.

– Me llamo Quart -dijo él.

La mujer se limpió la mano derecha en la parte trasera de los téjanos y la extendió, en apretón vigoroso y breve.

– Yo soy Gris Marsala. Trabajo aquí.

Tenía acento extranjero, más norteamericano que inglés; las manos ásperas y los ojos claros y amistosos, rodeados de arrugas. También una sonrisa franca, abierta, que se mantuvo mientras observaba a Quart de arriba abajo, con curiosidad.

– Es usted un cura con buen aspecto -concluyó por fin, desenvuelta, deteniéndose en el alzacuello de la camisa negra-. Esperábamos otra cosa.

El miraba el andamio y las paredes de la iglesia, y se detuvo en mitad del gesto, sorprendido por el pluraclass="underline"

– ¿Esperaban?

– Sí. Todos están pendientes del enviado de Roma. Pero imaginábamos a un funcionario bajito con sotana, un maletín negro lleno de misales, crucifijos y cosas así.

– ¿Quiénes son todos?

– No sé. Todos -la mujer se puso a contar con los dedos manchados de yeso-. Don Príamo Ferro, el párroco. Y su vicario, el padre Oscar -la sonrisa se retrajo un poco, como si fuese a sustituirla otra más profunda, paralela y oculta-. También el arzobispo, y el alcalde, y un montón de gente más.