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– Lo resolveremos con mucho tacto -apuntó, inclinado con esfuerzo sobre la tripa mientras sacudía el polvillo gris.

La Niña Puñales dijo ozú y el Potro del Mantelete asintió con la cabeza, todavía mirando el billete. El Potro debía de andar por los cuarenta y cinco años, y cada uno lo llevaba impreso en la cara. Una juventud de novillero sin suerte le había dejado en las pupilas y el gaznate el polvo del fracaso en plazas de tercera categoría, amén de una cicatriz de asta de toro bajo la oreja derecha. En cuanto a su breve y oscura trayectoria como aspirante al título de campeón de Andalucía de peso gallo entre dos reenganches en la Legión, lo único que había sacado en limpio era la nariz rota, dos cejas abultadas e intermitentes a causa de las cicatrices, y cierta lentitud de reflejos a la hora de enlazar acción, palabra y pensamiento. En los timos callejeros a turistas interpretaba bien el papel de tonto: había mucho de real en su desvalida forma de mirar al vacío esperando el clarín del tercer aviso, o el gong de alguna improbable cuenta atrás.

– Lo del tacto es importante -dijo despacio.

– Ozú -corroboró la Niña.

El Potro del Mantelete aún fruncía el ceño, como cada vez que se ponía a considerar algo. Del mismo modo, con el ceño fruncido y considerando muy por lo menudo la cuestión, había entrado un día en casa para encontrar a su hermano paralítico en la silla de ruedas, con los pantalones por las rodillas y su cuñada -la mujer del Potro- sentada encima entre elocuentes jadeos. Sin apresurarse ni levantar la voz, asintiendo dulcemente con la cabeza mientras el hermano aseguraba que aquello era un malentendido y que podía explicarlo todo, el Potro del Mantelete se había situado detrás de la silla de ruedas, llevándola casi con ternura hasta el rellano para dejarla caer, junto a su propietario, escaleras abajo con el resultado de treinta y dos escalones haciendo cloc-clac, y una fractura de cráneo mortal de necesidad. La mujer salió librada con una paliza metódica, científica, consistente en dos ojos morados y un K.O. por gancho de izquierda del que se repuso a la media hora, justo a tiempo de hacer la maleta y desaparecer para siempre. Lo del hermano tuvo peor arreglo: enfrentado a una petición fiscal de treinta años, sólo la habilidad del abogado logró cambiar en el ánimo del juez la tesis del asesinato por la de homicidio accidental, con el resultado de absolución in dubio pro reo. Aquel abogado era don Ibrahim, cuyo diploma emitido en La Habana todavía consideraba auténtico el Colegio sevillano. Pero con título o sin él, lo cierto es que el antiguo torero y boxeador no olvidaría nunca el conmovedor alegato que ganó, palmo a palmo, su libertad. Ese hogar destruido, Señoría. Ese hermano infiel, el calor del asunto, el nivel intelectual de mi defendido, la ausencia de animus necandi, la silla de ruedas sin frenos. Desde entonces, el Potro del Mantelete profesaba a su benefactor una fidelidad ciega, heroica, indestructible; más abnegada si cabe tras la ignominiosa expulsión de don Ibrahim de la abogacía. Lealtad de lebrel silencioso y duro, dispuesto a todo por una orden o una caricia de su amo.

– Sigo viendo demasiados curas -insistió la Niña.

Las pulseras de plata tintineaban de nuevo al darle vueltas a la copa vacía. Don Ibrahim y el Potro se miraron, y el ex falso abogado pidió tres finos La Ina más y unas tapitas de caña de lomo para acompañar. Apenas el camarero puso el jerez frío sobre la mesa, ella liquidó su copa de un solo trago mientras los dos hombres apartaban la vista, haciendo como que no veían el gesto.

Vino amargo, que no da alegría,

aunque me emborrache

no puedo olvidar…

Cantó desgarrado y bajito la Niña Puñales, pasándose la lengua por los labios rojos de carmín, brillantes por la humedad del fino, y el Potro susurró ole sin mirarla, palmeando suave sobre el mármol de la mesa. La Niña Puñales tenía los ojos oscuros de copla, grandes, trágicos, que el exceso de maquillaje y lápiz negro hacía parecer enormes en un rostro que mostraba restos de una belleza cuajada, marchita bajo el caracolillo de pelo teñido y repeinado en la frente. Cuando se le iba la mano con el jerez o la manzanilla, solía contar que un hombre moreno de verde luna mató a otro por ella a navajazos, como en sus canciones; y buscaba en el bolso un recorte de periódico sin duda perdido mucho tiempo atrás. De haber ocurrido realmente, eso tuvo que ser cuando la Niña figuraba en los carteles del espectáculo con toda su casta de gitana guapa, bravía, joven promesa de la canción española. La sucesora, contaban, de doña Concha Piquer. Ahora, tres décadas después del fugaz momento de gloria, arrastraba su poca fortuna, su triste leyenda y sus canciones por mesas manchadas de vino y tablaos de mala muerte, como actuación de relleno para circuitos turísticos con cena y espectáculo incluidos, Sevilla de noche, sobre tarimas mugrientas que astillaba el taconeo cansado de sus zapatos de baile.

– ¿Por dónde empezamos? -preguntó, mirando a don Ibrahim.

También el Potro del Mantelete alzó la vista de la mesa para fijarla en el hombre que más respetaba en el mundo después de la memoria del difunto torero Juan Belmente. Consciente de su responsabilidad, el ex falso abogado le dio una larga chupada al cigarro y leyó mentalmente, dos veces, las tapas anunciadas en la pizarra sobre el mostrador del bar: Croquetas. Menudo. Boquerones fritos. Huevo bechamel. Lengua en salsa. Lengua mechada.

– Como dijo, y dijo bien. Cayo Julio César -expuso cuando creyó transcurrido el tiempo conveniente para dar empaque a sus palabras-: Galio est omnia divisa in pártibus infidélibus. O sea, que antes de cualquier actuación se impone un reconocimiento óptico -paseó la vista en torno, como un general ante su plana mayor-. Una visualización del terreno, a ver si me entendéis -parpadeó, dubitativo-. ¿Me entendéis?

– Ozú.

– Sí.

– Me alegro -don Ibrahim se pasaba un dedo por el bigote, satisfecho de la moral de la tropa-. Lo que quiero decir es que debemos echarle un vistazo a esa iglesia y a todo lo demás -miró a la Niña, a quien sabía piadosa-. Con la atención debida, por supuesto, a su carácter de recinto sagrado.

– Yo la conozco -apuntó ella con su voz de aguardiente-. Está muy vieja, siempre en obras. Algunas veces oigo misa allí.

Como buena folklórica, era muy devota. Por su parte, aunque solía confesarse agnóstico, don Ibrahim respetaba el libre culto. Se inclinó un poco hacia la mesa, interesado. La rigurosa información previa, había leído en alguna parte -Churchill, creía recordar. O Federico el Grande-, era madre de todas las victorias.

– ¿Cómo es el sacerdote? Me refiero al párroco titular.

– Como los de antes – la Niña Puñales arrugaba labios y frente, haciendo memoria-: viejo, con mal humor… Una vez echó a unas turistas que entraron en mitad de la misa. Se bajó del altar, con casulla y todo, y les dio una bronca horrorosa porque iban en pantalón corto. Esto no es un balneario ni un circo, les dijo; así que aire. Y las puso de patitas en la calle.

Don Ibrahim asintió, complacido.

– Un santo varón, por lo que veo.

– Ozú.

– Un virtuoso hombre de iglesia.

– Hasta las cachas.

Tras una pausa reflexiva, el indiano hizo un aro de humo y se quedó viéndolo irse. Ahora tenía el aire preocupado.

– O sea, que nos las habernos con un eclesiástico de carácter -matizó, moderando su inicial aprobación.

– De carácter no sé -dijo la Niña – Lo que seguro tiene es muy mala leche.

– Ya veo -don Ibrahim hizo otro aro, pero esta vez le salió fatal-. Así que ese digno párroco puede darnos problemas. Me refiero a entorpecer nuestra estrategia.

– Nos la puede desgraciar por completo.

– ¿Y el otro sacerdote, el vicario joven?

– A ése lo he visto alguna vez ayudando a misa. Parece tranquilo, modosito. Más blando.

Don Ibrahim miró por la ventana al otro lado de la calle, hacia las botas camperas de Valverde del Camino colgadas de la marquesina sobre el escaparate de Calzados La Valenciana. Después, con un estremecimiento de melancolía, observó los dos rostros que tenía ante sí. En otro momento de su vida habría enviado a freír espárragos a Peregil y su encargo; o, lo que era probable, exigiría más dinero. Pero tal y como andaban las cosas no había mucho donde escoger. Observó tristemente la boca pintada de la Niña, el lunar postizo, las uñas cuya laca roja se caía en los bordes, los dedos descarnados en torno a la copa vacía. Después movió los ojos a la izquierda para encontrar la mirada fiel del Potro del Mantelete, antes de terminar en su propia mano sobre la mesa; la que sostenía el habano junto al anillo, falso como Judas, que de vez en cuando lograba colocar por mil duros -tenía varios- a algún turista incauto en los bares de Triana. Ellos dos eran su gente, su responsabilidad. El Potro, por su fidelidad más allá del infortunio. La Niña, porque el antiguo falso abogado nunca había oído cantar Capote de grana y oro como a ella, recién llegado a Sevilla, al verla en un escenario. No la conoció en persona hasta mucho después, alternando en un tablao de ínfima categoría, ya arruinada por el alcohol y los años, viva estampa de las coplas que cantaba con esa voz rota, sublime, que ponía la carne de gallina: La loba. Romance de valentía. Falsa moneda. Tatuaje. La noche del encuentro, don Ibrahim se juró a sí mismo rescatarla del olvido sin otro móvil que hacer justicia al Arte. Porque, a pesar de las calumnias del Colegio de abogados, a pesar de lo publicado en la prensa local cuando se empeñaron en meterlo en la cárcel por un absurdo diploma que a nadie importaba un carajo, a pesar de las chapuzas que se veía obligado a hacer para ganarse la vida, él no era un miserable. Don Ibrahim irguió la cabeza, ajustándose maquinalmente la cadena del reloj en los bolsillos del chaleco. El era un hombre digno, con mala suerte.