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– Los mercaderes -repitió Quart.

– Sí. Entre otros.

El sacerdote enarcaba las cejas, valorando el asunto:

– No está mal -concluyó-. Veo que nuestro párroco es un experto en el arte de hacer amigos.

– Tiene amigos -protestó ella. Después le dio un puntapié a una chapa de cerveza para quedarse viéndola rodar-. También tiene feligreses; gente buena que viene aquí a rezar y que lo necesita. Y usted no puede juzgarlo por lo de hace un rato.

Había un punto de pasión en su voz, que por alguna razón la hacía parecer más joven. Quart negó, molesto.

– Yo no he venido a juzgar -se había vuelto a observar la deslucida espadaña de la iglesia, pero en realidad evitaba los ojos de la mujer-. Serán otros quienes lo hagan.

– Claro -se quedó parada delante, con las manos en los bolsillos de los téjanos, y a él no le gustó el modo en que lo miraba-. Usted es de los que redactan su informe y se lavan las manos, ¿verdad?… Se limita a llevar a la gente al Pretorio y todo eso. Son otros los que dicen ibi ad crucem.

Quart ironizó un gesto de sorpresa:

– No la imaginaba tan versada en los Evangelios.

– Hay demasiadas cosas que usted no imagina, me parece.

Incómodo, el sacerdote descargó el peso de su cuerpo en una pierna y luego en la otra. Luego se pasó una mano por el pelo gris cortado a cepillo. A una veintena de metros de distancia, el albañil que trabajaba junto a la hormigonera se había detenido y los miraba, apoyado en la pala. Era un joven vestido con viejas prendas militares manchadas de cal.

– Lo único que pretendo -dijo Quart- es garantizar una amplia investigación.

Todavía frente a él. Gris Marsala negó con la cabeza.

– No -ahora los ojos claros lo diseccionaban con la simpatía de un bisturí-. Don Príamo acertó el diagnóstico: usted ha venido a garantizar una limpia ejecución.

– ¿Dijo eso?

– Sí. En cuanto el Arzobispado anunció que vendría.

Quart desvió la mirada por encima del hombro de la mujer. Había una ventana y una reja con geranios, y un canario inmóvil en su jaula.

– Sólo quiero ayudar -dijo en tono neutro, y su voz le pareció de pronto la de un extraño. En ese momento sonó a su espalda la campana de la iglesia, y el canario se puso a cantar, feliz de tener compañía.

Aquél iba a ser un trabajo difícil.

III Once bares en Triana

Tienes que talar, talar y seguir talando, y tienes que abatir sin piedad, hasta que se despejen las filas de árboles y el bosque pueda considerarse sano. (Jean Anouilh. La Alondra )

Hay perros que definen a sus amos, y coches que anuncian a sus propietarios. El Mercedes de Pencho Gavira era oscuro, reluciente, enorme, con una amenazadora estrella de tres puntas enhiesta sobre el radiador como el punto de mira de un ametrallador de proa. Aún no se había detenido del todo cuando Celestino Peregil ya estaba de pie en el bordillo de la acera, manteniendo abierta la portezuela para que bajara su jefe. El tráfico frente a La Campana era intenso, y la contaminación maculaba el cuello color salmón de la camisa del esbirro, entre la chaqueta cruzada azul marino y la corbata de seda a flores rojas, verdes y amarillas, que le destellaba en mitad del pecho como un infame semáforo. La humareda de los tubos de escape hacía ondear su pelo lacio y escaso, destruyendo la paciente disposición de camuflaje que cada mañana construía, con esmero y mucho fijador, desde la oreja izquierda.

– Has perdido más pelo -dijo Gavira con mala fe, mirándole al pasar el destruido peluquín. Sabía que nada mortificaba más a su escolta y asistente que ese género de alusiones; pero el financiero atribuía al uso periódico de la espuela la virtud de mantener despiertos a los animales de su cuadra. Además, Gavira era un hombre duro, hecho a sí mismo, y su naturaleza incluía tales ejercicios de caridad cristiana.

A pesar del tráfico y la contaminación, se anunciaba un hermoso día. Gavira consideró brevemente el panorama, bien erguido en la acera, mientras disponía los puños de su camisa para que sobresalieran de las mangas de la chaqueta; lo justo para mostrar el reflejo del sol de mayo en los gemelos de veinticuatro quilates que lastraban las dobles vueltas de seda azul pálido, confeccionadas por el mejor camisero de Sevilla. Parecía un modelo de revista de moda para caballeros, a la espera del fotógrafo, cuando se tocó el nudo de la corbata y, con la misma mano, pasó la palma por la sien para rozarse el pelo negro y abundante, algo ondulado tras las orejas, peinado hacia atrás con reluciente brillantina. Pencho Gavira era moreno, apuesto, ambicioso, elegante, triunfador, tenía dinero y estaba a punto de conseguir mucho más. De esos siete adjetivos o situaciones, cuatro o cinco eran debidos íntegramente al propio esfuerzo, y ése era su orgullo, y también su esperanza. El fundamento de la mirada segura, satisfecha, que paseó en torno antes de caminar hacia la esquina de la calle Sierpes, con el cabizbajo Peregil pegado a sus talones como un esbirro contrito.

Don Octavio Machuca estaba sentado en su mesa habitual de la confitería La Campana, revisando los papeles que le pasaba Cánovas, su secretario. Iba para algunos años que el presidente del Banco Cartujano cambiaba las mañanas de su despacho en el Arenal, decorado con maderas nobles y cuadros, por una mesa y cuatro sillas en aquella terraza donde latía el corazón de la ciudad. Allí leía el ABC y miraba pasar la vida mientras atendía sus asuntos desde la hora del desayuno hasta el aperitivo, antes de irse a comer a su restaurante favorito. Casa Robles. Ahora casi nunca iba al banco antes de las cuatro de la tarde, y sus empleados y clientes no tenían más remedio que acudir a La Campana para despachar los asuntos de urgencia. Esto incluía al propio Gavira, que como vicepresidente y director general no podía eludir tan incómodo trance casi a diario.

Ésa era, sin lugar a dudas, la causa de que su mirada de triunfador se ensombreciera según iba acercándose a la mesa donde el hombre a quien debía su presente y su futuro estaba sentado ante un café con leche y medio mollete de Antequera con mantequilla. Una sombra que se acentuó de modo notable cuando Gavira tuvo el desafortunado gesto de mirar hacia su izquierda y advertir, al paso, la portada del Q+S exhibida de modo preferente entre las revistas y periódicos de un kiosco de prensa. Fue sólo un instante; y el financiero, que sentía en la nuca la mirada de Peregil, prosiguió camino como si nada hubiera visto. Pero la nube negra ganaba terreno y un ramalazo de cólera le estremeció el estómago, templado por una hora diaria de gimnasio y sauna. Aquella revista llevaba dos días sobre la mesa de su despacho del Arenal, y Gavira conocía, igual que si las hubiese realizado él mismo, todas y cada una de las imágenes de que constaba el reportaje de páginas interiores, y la portada: una foto, algo borrosa por el granulado del teleobjetivo, donde podía reconocer a su mujer, Macarena Bruner de Lebrija, heredera del ducado del Nuevo Extremo y descendiente de una de las tres familias de más abolengo de la aristocracia española -Alba y Medína-Sidonia eran las otras-, saliendo del hotel Alfonso XIII a las cuatro de la madrugada con el torero Curro Maestral.

– Llegas tarde -objetó el viejo.

No era cierto, y Pencho Gavira lo sabía sin necesidad de mirar el lujoso reloj que llevaba en la muñeca izquierda. Mantener la tensión con un discreto y continuo acoso era algo que había aprendido precisamente de don Octavio Machuca: colocaba a los subordinados en una saludable incertidumbre, evitando que se durmieran en los laureles. Peregil, con la raya en la oreja y los vicios más o menos ocultos, era su inmediato conejillo de Indias.

– No me gusta que la gente llegue tarde -insistió Machuca en voz alta, como contándoselo al camarero de chaleco rayado que aguardaba instrucciones junto a la mesa, bandeja de latón en mano, atento al menor de sus gestos. Por la mañana siempre le reservaban la misma mesa, junto a la puerta del local.