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– ¿Quién es VOIA? -preguntó Cooey.

No obtuvo respuesta inmediata. Desabrochándose el cuello redondo de la sotana, el padre Arregui se pasó una mano por la nuca y miró de nuevo, incrédulo, la pantalla del monitor. Después descolgó el teléfono muy despacio y, tras dudar todavía un instante, marcó el número de urgencia de la secretaría del Palacio Apostólico. El timbre sonó siete veces antes que una voz respondiese en italiano. Entonces el padre Arregui se aclaró la garganta, e informó que un intruso había entrado en el ordenador personal del Santo Padre.

I El hombre de Roma

Por algo lleva la espada. Es el agente de Dios. (Bernardo de Claraval. Elogio de la milicia templario)

Fue a primeros de mayo cuando Lorenzo Quart recibió la orden que había de llevarlo a Sevilla. Una borrasca se desplazaba hacia el Mediterráneo oriental, y el frente de lluvias discurría aquella mañana sobre la plaza de San Pedro de Roma; así que Quart tuvo que caminar en semicírculo, protegiéndose del agua bajo la columnata de Bernini. Mientras se acercaba a la Puerta de Bronce comprobó que el centinela, recortado con su alabarda en la penumbra del pasillo de mármol y granito, se disponía a identificarlo. El guardia era un suizo grande y fuerte, de cráneo rapado bajo la boina negra del uniforme renacentista a rayas rojas, amarillas y azules; y Quart vio que observaba con curiosidad el impecable corte de su traje oscuro, a tono con la camisa de seda negra de cuello romano y los zapatos de piel fina y también negra, cosidos a mano. Nada que ver, decía aquella mirada, con los grises bagarozzi, los funcionarios de la compleja burocracia vaticana que pasaban por allí cada día. Pero tampoco era, como podía leerse en los desconcertados ojos claros del suizo, un aristócrata de la Cuna: uno de aquellos prelados y monseñores que, en el mas discreto de los casos, lucían una cruz. un ribete de púrpura o un anillo. Esos no llegaban a pie bajo la lluvia, sino que accedían al Palacio Apostólico por otra puerta, la de Santa Ana a bordo de confortables automóviles con chófer. Además el hombre que se detenía cortés ante el centinela y sacaba del bolsillo una billetera de piel, buscando su identificación entre diversas tarjetas de crédito, era demasiado joven para la mitra a pesar del cabello poblado de canas que llevaba corto, como el de un militar. Muy alto, delgado, tranquilo, seguro de sí, observó el suizo con vistazo profesional. Manos de uñas cuidadas, reloj de esfera blanca, gemelos de plata de diseño sencillo. Le calculó cuarenta años como mucho.

– Guten Margen. Wie ist der Dienst gewesen?

No fue el saludo, formulado en perfecto alemán, lo que hizo al centinela erguirse y enderezar la alabarda, sino las siglas IOE junto a la tiara y las llaves de San Pedro en el ángulo superior derecho del documento de identidad que el recién llegado le mostraba. El Instituto para las Obras Exteriores figuraba en el grueso tomo rojo del Anuario Pontificio como una dependencia de la Secretaría de Estado; pero hasta el más bisoño recluta de la Guardia Suiza estaba al tanto de que, durante dos siglos, el Instituto había ejercido como brazo ejecutor del Santo Oficio, y ahora coordinaba todas las actividades secretas de los Servicios de Información del Vaticano. Los miembros de la Curia, maestros en el arte del eufemismo, solían referirse a él como La Mano Izquierdade Dios. Otros se limitaban a llamarlo -nunca en voz alta- Departamento de Asuntos Sucios.

– Kommen Sie herein.

– Danke.

Dejando atrás al centinela, Quart franqueó la vieja Puerta de Bronce para dirigirse a la derecha, anduvo ante los amplios escalones de la Scala Regia, y tras detenerse en la mesa de acreditaciones subió de dos en dos los peldaños de una resonante escalera de mármol a cuyo término, tras la cristalera vigilada por otro centinela, se abría el patio de San Dámaso. Cruzó en diagonal entre la lluvia, observado por más guardias que, cubiertos con capas azules, custodiaban cada puerta del Palacio Apostólico. Ascendiendo por otra corta escalera se detuvo en el penúltimo peldaño, ante una puerta junto a la que había atornillada una discreta placa metálica: Instituto per le Opere Esteriore. Entonces sacó un pañuelo de celulosa del bolsillo para secarse las gotas de agua del rostro. Después, inclinándose sobre los zapatos, lo utilizó para eliminar los restos de lluvia, hizo con él una pequeña bola y la arrojó en un cenicero de latón que había en el rellano, antes de comprobar el estado de los puños negros de su camisa, estirarse la chaqueta y llamar a la puerta. A diferencia de otros sacerdotes. Lorenzo Quart tenía perfecta conciencia de su debilidad en lo concerniente a virtudes más o menos teologales: la caridad o la compasión, por ejemplo, no eran su fuerte. Tampoco la humildad, a pesar de su naturaleza disciplinada. Adolecía de todo eso, pero no de minuciosidad, o rigor; y ello lo hacía valioso para sus superiores. Como sabían quienes aguardaban tras aquella puerta, el padre Quart era preciso y fiable como una navaja suiza.

Había un apagón en el edificio, y la única luz que entraba en el despacho era la claridad grisácea de una ventana abierta a los jardines del Belvedere. Mientras el secretario cerraba la puerta a su espalda, Quart dio cinco pasos después de cruzar el umbral y se detuvo en el centro exacto de la habitación, entre el ambiente familiar de las paredes donde estantes con libros y archivadores de madera ocultaban parte de los mapas pintados al fresco por Antonio Danti bajo el pontificado de Gregorio XIII: el mar Adriático, el Tirreno y el Jónico. Después, ignorando la silueta que se recortaba en el contraluz de la ventana, dirigió una breve inclinación de cabeza al hombre sentado tras una gran mesa cubierta de carpetas con documentos.

– Monseñor -dijo.

El arzobispo Paolo Spada, director del Instituto para las Obras Exteriores, le devolvió una silenciosa sonrisa cómplice. Era un lombardo fuerte, macizo, casi cuadrado, con hombros poderosos bajo el traje negro de tres piezas que llevaba sin distintivo alguno de su jerarquía eclesiástica. Con la cabeza pesada y el cuello ancho, tenía aire de camionero, luchador, o -quizá más apropiado en Roma- veterano gladiador que hubiese cambiado la espada corta y el casco de mirmidón por el hábito oscuro de la Iglesia. Reforzaba ese aspecto un pelo todavía negro y duro como ásperas cerdas, y las manos enormes, casi desproporcionadas, sin anillo arzobispal, que en ese momento jugueteaban con una plegadera de bronce en forma de daga. Con ella señaló hacia la silueta de la ventana:

– Conoce al cardenal Iwaszkiewicz, supongo.

Sólo entonces Quart miró a su derecha y saludó a la silueta inmóvil. Por supuesto que conocía a Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz, obispo de Cracovia, promovido a la púrpura cardenalicia por su compatriota el papa Wojtila, y prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, conocida hasta 1965 bajo el nombre de Santo Oficio, o Inquisición. Incluso como silueta delgada y oscura en contraluz, Iwaszkiewicz y lo que representaba eran inconfundibles.

– Laudeatur Jesús Christus, Eminencia.

El director del Santo Oficio no respondió al saludo, sino que permaneció quieto y en silencio. Fue la voz ronca de monseñor Spada la que medió en el asunto:

– Puede sentarse si lo desea, padre Quart. Ésta es una reunión oficiosa y Su Eminencia prefiere estar de pie.

Había utilizado el término italiano ufficiosa, y Quart captó el matiz. En lenguaje vaticano, la diferencia entre lo uffidale y lo ufficioso era importante. Esto último tenía el especial carácter de lo que se pensaba frente a lo que se decía; incluso de lo que llegaba a decirse, aunque nunca se admitiera haberlo dicho. Aun así, Quart miró la silla que con otro movimiento de la plegadera le ofrecía el arzobispo, y negó suavemente con la cabeza antes de cruzar las manos a la espalda mientras aguardaba de pie en el centro de la habitación, el aire relajado y tranquilo, igual que un soldado atento a cualquier orden.