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– Bueno -se inclinaba hacia él, los codos sobre las rodillas-. Hay un horario crítico, por decirlo de algún modo, en la muerte de Bonafé: desde las siete o siete y media de la tarde hasta las nueve, más o menos. Depende a qué hora cerrase la iglesia… Si hubiera testigos sobre lo que estuvo haciendo todo ese tiempo, sería estupendo.

Era una dura cabeza la del párroco, pensó una vez más mientras aguardaba la respuesta. Aquel pelo blanco a trasquilones, la nariz ancha, la cara marcada como si la hubiesen tallado a martillazos. La luz de la linterna acentuaba esa apariencia:

– No hay testigos de nada -dijo.

Parecía indiferente a lo que eso significaba. Quart cambió una mirada con Gavira, que permanecía en silencio, y luego suspiró, desalentado:

– Nos complica la situación. Macarena y yo podemos certificar que usted acudió a la Casa del Postigo sobre las once, y que su actitud, desde luego, estaba fuera de toda sospecha. Gris Marsala, por su parte, probará que hasta las siete y media todo transcurrió con normalidad… Supongo que lo primero que va a preguntarle a usted la policía es cómo no vio a Bonafé en el confesionario. Pero no llegó a entrar en la iglesia, ¿verdad?… Es la explicación más lógica. Y supongo que el abogado que pondremos a su disposición le pedirá que se reafirme en ese punto.

– ¿Por qué había de hacerlo?

Lo miró Quart, irritado por lo obvio de todo aquello:

– Pues qué quiere que le diga. Es la única versión creíble. Será más difícil sostener su inocencia si les cuenta que cerró la iglesia sabiendo que había un muerto dentro.

Don Príamo Ferro se mantuvo inexpresivo, igual que si nada fuera con él. Entonces Quart, en tono áspero, le recordó que habían pasado los tiempos en que las autoridades aceptaban como artículo de fe la palabra de un sacerdote; y menos cuando a éste le aparecían cadáveres en el confesionario. Pero el párroco no prestaba atención a sus palabras, limitándose a dirigirle largas y silenciosas miradas a Macarena. Después se quedó otro rato callado, de nuevo sumido en la contemplación del río:

– Dígame una cosa… ¿Qué es lo que conviene a Roma?

Aquello era lo último que esperaba oír Quart. Se movió en su asiento, impaciente.

– Olvídese de Roma -dijo con mal humor-. No es usted tan importante. De todos modos habrá un escándalo. Imagínese: un sacerdote sospechoso de asesinato, y en su propia iglesia.

Si se lo imaginaba, no lo dijo. Se había llevado una mano a la cara y se rascaba la barba. Por alguna extraña razón parecía expectante. Casi divertido.

– Bien -asintió al fin-. Parece que lo ocurrido conviene a todo el mundo. Usted se libra de la iglesia -le dijo a Gavira, que guardó silencio- y ustedes -a Quart- se libran de mí.

Macarena se puso en pie con una exclamación de protesta.

– No diga eso, don Príamo. Hay gente que necesita esa iglesia, y lo necesita a usted. Yo lo necesito. La duquesa también -miró a su marido, desafiante-. Y mañana es jueves, no lo olvide.

Por un momento el duro perfil del padre Ferro pareció dulcificarse un poco.

– No lo olvido -dijo. De nuevo la linterna dibujaba el relieve de la piel tallada a buril-. Pero hay cosas que ya no están en mis manos… Dígame una cosa, padre Quart: ¿Usted cree en mi inocencia?

– Yo sí creo -dijo Macarena, y sus palabras sonaron a súplica. Pero los ojos del párroco seguían fijos en Quart.

– No lo sé -repuso éste-. De veras no lo sé. Aunque lo que yo crea o deje de creer no importa. Usted es un clérigo; un compañero. Mi deber es ayudarlo cuanto pueda.

Príamo Ferro miró a Quart de un modo singular, como no lo había hecho nunca hasta entonces. Una mirada por una vez desprovista de dureza. Agradecida, tal vez. El mentón del anciano tembló un momento, cual si fuese a pronunciar palabras que se resistían en sus labios. De pronto parpadeó apretando los dientes, todo aquello fue borrado en el acto de su rostro, y sólo quedó el pequeño y desabrido párroco que paseó alrededor una mirada hostil, antes de fijarla de nuevo en Quart:

– Usted no puede ayudarme -dijo-. Ni nadie puede hacerlo… No necesito coartadas, ni testimonios, porque cuando yo cerré la puerta de la sacristía, ese hombre estaba muerto dentro del confesionario.

Quart cerró los ojos un segundo. Aquello no dejaba salida.

– ¿Cómo puede estar seguro? -preguntó, aunque conocía la respuesta.

– Porque yo lo maté.

Macarena dio bruscamente la vuelta, conteniendo un gemido, y se agarró a la barandilla sobre el río. Pencho Gavira encendió otro cigarrillo. En cuanto al padre Ferro, se había puesto en pie abotonándose con dedos torpes la sotana.

– Y ahora -le dijo a Quart- es mejor que me entregue a la policía.

La luna se iba despacio por el Guadalquivir, al encuentro de la Torre del Oro que se reflejaba a lo lejos, en la corriente. Sentado en la orilla, con los pies colgando a poca distancia del agua, don Ibrahim inclinaba la cabeza, abatido, restañándose con el pañuelo la sangre que le goteaba de la nariz. Tenía los faldones de la camisa fuera, descubriendo la gruesa barriga manchada de café y grasa del barco. Tumbado junto a él, boca abajo igual que si le hubieran contado hasta diez y ya diese lo mismo, el Potro del Mantelete miraba también el agua negra, silencioso, enarcada una ceja; perdido en lejanos ensueños de plazas de toros y tardes de gloria, de aplausos bajo los focos, en la lona de un ring. Inmóvil como un lebrel cansado y fiel que aguardara junto a su amo.

Y le dicen los madrugadores:

María. Paz qué es lo que esperas…

Al pie de la escalinata de piedra que bajaba hasta el mismo río, la Niña Puñales mojaba la punta de su vestido entre los juncos de la orilla y se la pasaba por las sienes, canturreando bajito una copla. Sonaba queda en el rumor del agua su voz ronca de manzanilla y derrota. Y las luces de Triana hacían guiños desde el otro lado, mientras la brisa que venía de Sanlúcar y del mar, y -contaban- de América, rizaba un poquito el río para aliviar las penas de los tres compadres:

… Quien te dio juramento de amores

ya es soldao de otra bandera.

Don Ibrahim se llevó una mano maquinalmente al pecho y luego la hizo caer en el regazo. Se había dejado atrás, a bordo del Canela Fina, el reloj de don Ernesto Hemingway, y el mechero de García Márquez, y el sombrero panamá, y los puros. Y con los últimos jirones de dignidad y vergüenza, aquellos nunca vistos cuatro millones y medio con los que iban a ponerle un tablao a la Niña. Había hecho muchos negocios ruinosos en su vida; pero como aquél, ninguno.

Suspiró muy hondo, un par de veces, y apoyándose en el hombro del Potro se puso torpemente en pie. La Niña Puñales ya subía del río, recogiéndose con gracia la falda húmeda de lunares y volantes, y a la luz de las farolas del Arenal el ex falso letrado contempló con ternura el caracolillo deshecho sobre su frente, las greñas del moño desordenadas en las sienes, el rímmel corrido de los ojos y aquella boca marchita de la que se había borrado el carmín. El Potro se levantaba también, con su camiseta blanca de tirantes, y hasta don Ibrahim llegó su olor a sudor masculino y honrado. Y entonces, disimulada en la oscuridad, por la mejilla del indiano -aún chamuscada por la botella de Anís del Mono-, se fue abajo una lágrima redonda, gruesa, que le quedó colgando en la barbilla donde ya empezaba a azulear la barba de noche tan infausta.

Pero estaban los tres a salvo, y aquello era Sevilla. Y el domingo toreaba Curro Romero en La Maestranza. Y Triana se erguía iluminada al otro lado del río, como un refugio, custodiada cual centinela impasible por el perfil de bronce de Juan Belmonte. Y había once bares en trescientos metros, en el Altozano. Y la sabiduría, el tiempo cambiante y la piedra inmutable aguardaban en el fondo de botellas de cristal negro y manzanilla rubia. Y en algún sitio una guitarra rasgueaba impaciente, en espera de la voz que le templara una copla. Y después de todo, nada era tan importante. Un día, don Ibrahim, el Potro, la Niña, el rey de España y el papa de Roma, todos ellos estarían muertos. Pero aquella ciudad seguiría allí, donde siempre estuvo, oliendo a azahar y naranjas amargas, y a dama de noche, y a jazmín en primavera. Mirándose en el río por el que habían llegado y se habían ido tantas cosas buenas y malas, tantos sueños y tantas vidas: