Andrea Camilleri
La pista de arena
Nº 16 del Comisario Montalbano
Capítulo 1
Abrió los ojos y enseguida volvió a cerrarlos. Hacía un tiempo que le sobrevenía esa especie de rechazo del despertar, pero no era para prolongar algún sueño agradable -a esas alturas cada vez menos frecuentes-, no; eran pura y simplemente ganas de quedarse un poco más en el interior del pozo oscuro, profundo y caliente del sueño, escondido justo al fondo, donde era imposible que lo encontraran.
Pero sabía que estaba irremediablemente desvelado. Entonces, manteniendo los ojos cerrados, se puso a escuchar el rumor del mar.
Aquella mañana el rumor era muy suave, casi un susurro de hojas que se repetía invariablemente, señal de que la resaca, en su ir y venir, mantenía una respiración tranquila. Y por eso el día debía de ser bueno, sin pizca de viento.
Abrió los ojos y miró el reloj. Las siete. Se dispuso a levantarse y entonces recordó que había tenido un sueño, del cual sólo conservaba unas imágenes confusas e inconexas. Un estupendo pretexto para retrasar un poco el momento de levantarse. Volvió a tumbarse y cerró de nuevo los ojos, tratando de ordenar aquellos fotogramas desperdigados.
La persona que se encontraba a su lado en una especie de inmensa explanada cubierta de hierba era una mujer; ahora comprendía que era Livia aunque no lo era, pues tenía el rostro de Livia pero el cuerpo demasiado grande, deformado por un par de posaderas tan gigantescas que le costaba caminar.
Por su parte, él se sentía cansado, como después de un largo paseo, por más que no recordara cuánto rato llevaban caminando.
Entonces preguntaba:
– ¿Falta mucho?
– ¿Ya te has cansado? ¡Ni siquiera un niño se cansaría tan pronto! Ya casi estamos.
La voz no era la de Livia; carecía de gracia y sonaba demasiado estridente.
Recorrían unos cien pasos más y llegaban a una verja de hierro forjado, abierta. Más allá seguía la explanada de hierba.
¿Qué hacía allí aquella verja si, hasta donde alcanzaba la vista, no se veía ni una carretera ni una casa? Quería preguntárselo a la mujer, pero no lo hacía para no oír su voz.
Traspasar una verja que no servía para nada y no llevaba a ninguna parte le parecía tan ridículo que hizo ademán de rodearla.
– ¡No! -gritaba la mujer-. ¿Qué haces? ¡No está permitido! ¡Los señores podrían enfadarse!
Su voz era tan aguda que poco faltaba para que le perforara los tímpanos a Montalbano. Pero ¿de qué señores estaba hablando? Sea como fuere, él obedecía.
Nada más cruzar la verja, el paisaje cambiaba y se convertía en un campo de carreras, en un hipódromo con su correspondiente pista. Pero no había ni un solo espectador y las tribunas estaban desiertas.
Entonces el comisario reparaba en que llevaba unas botas con espuelas en lugar de zapatos, e iba vestido exactamente igual que un jockey. Hasta sujetaba una fusta bajo el brazo. Madre santa, pero ¿qué querían de él? Jamás en su vida había montado a caballo! O quizá sí; cuando tenía diez años, su tío lo había llevado a un campo donde…
– Móntame -decía la desangelada voz.
Él se volvía para mirarla.
Ya no era una mujer, sino casi un caballo. Se había puesto a cuatro patas, pero los cascos de las manos y los pies eran visiblemente falsos; estaban hechos de hueso, y los llevaba calzados como si fueran zapatillas.
Tenía silla de montar y riendas.
– Anda, móntame -repetía la mujer.
Él lo hizo y ella se lanzó al galope a la velocidad del rayo. Catacloc, catacloc, catacloc…
– ¡Para! ¡Para!
Pero ella galopaba todavía más rápido.
En determinado momento, Montalbano se encontraba caído en el suelo, con el pie izquierdo atrapado en el estribo, mientras la yegua relinchaba… no: reía, reía y reía… Después la yegua se arrodillaba de golpe sobre las patas delanteras al tiempo que soltaba un relincho, y él, repentinamente liberado, escapaba.
No consiguió recordar nada más por mucho que lo intentó. Abrió los ojos, se levantó y se acercó a la ventana para subir la persiana.
Y lo primero que vio fue un caballo, tumbado inmóvil sobre la arena.
Se extrañó durante unos segundos. Pensó que seguía soñando. Después comprendió que el animal tirado en la playa era real. Pero ¿cómo era posible que aquel caballo hubiese ido a morir delante de su casa? Seguramente al caer habría soltado un débil relincho, suficiente para que él se inventara en su sueño la imagen de la mujer-yegua.
Se asomó para ver mejor. No había ni un alma; el pescador que todas las mañanas salía desde allí con su barquita ya era un punto negro en el horizonte. En la parte dura de la arena, la más cercana al mar, los cascos del caballo habían dejado una hilera de huellas que se perdían en la lejanía, de donde había llegado el animal.
Montalbano se puso a toda prisa los pantalones y la camisa, abrió la cristalera y bajó a la playa desde la galería.
Cuando estuvo cerca del caballo, se sintió asaltado por un arrebato de rabia irreprimible.
– ¡Cabrones!
Estaba todo ensangrentado: le habían partido la cabeza con una barra de hierro, pero todo el cuerpo presentaba señales de un apaleamiento prolongado y feroz; aquí y allá se veían profundas heridas abiertas, trozos de carne colgando. Estaba claro que en determinado momento el caballo, martirizado como estaba, había conseguido escapar a pesar de todo y había galopado a la desesperada hasta no poder más.
Montalbano estaba tan furioso e indignado que, de haber tenido entre sus manos a uno de los que habían matado al animal, le habría proporcionado el mismo final. Se puso a seguir las huellas.
De vez en cuando se interrumpían y sobre la arena se veían señales de que la pobre bestia derrengada había doblado las patas delanteras.
Caminó casi tres cuartos de hora y finalmente llegó al lugar donde habían torturado al caballo.
Allí, la arena, a causa de los violentos pisoteos registrados, había formado una especie de pista de circo y estaba marcada por huellas de zapatos superpuestas y por el dibujo de las herraduras. Diseminadas alrededor había también una cuerda larga -la que habían utilizado para sujetar al animal- y tres barras de hierro manchadas de sangre seca. Montalbano empezó a diferenciar las pisadas, lo que no fue tarea fácil. Llegó a la conclusión de que quienes habían matado al caballo eran como máximo cuatro. Pero otros dos habían presenciado el espectáculo en el borde de la pista, fumando de vez en cuando algún cigarrillo.
Volvió sobre sus pasos, entró en casa y llamó a la comisaría.
– ¿Diga? Es la…
– Catarella, soy Montalbano.
– ¡Ah, dottori! ¿Es usía? ¿Qué pasa, dottori?
– ¿Está el dottor Augello?
– Todavía no ha llegado.
– Si está Fazio, déjame hablar con él.
– Ahora enseguidita, dottori.
No pasó ni un minuto.
– Dígame, dottore.
– Oye, Fazio, ven ahora mismo a mi casa de Marinella, y, tráete a Gallo y Galluzzo, si están ahí.
– ¿Ocurre algo?
– Sí.
Dejó abierta la puerta de la casa y dio un largo paseo por la orilla del mar. La bárbara matanza de aquella pobre bestia le había provocado una rabia sorda y violenta. Regresó junto al cadáver. Se sentó sobre la arena para verlo más de cerca. Con la barra de hierro le habían apaleado incluso el vientre, quizá mientras el animal se encabritaba. Después advirtió que una de las herraduras estaba prácticamente desprendida del casco. Se tumbó boca abajo, alargó un brazo y la tocó. Sólo la sujetaba un clavo, hundido en la pezuña hasta la mitad.