– No, señor dottore. Pero intentaré averiguarlo.
– ¿Sabes dónde se hacen esas carreras?
– Dottore, los lugares cambian casi cada vez. He sabido que hicieron una en la parte de atrás de villa Panseca…
– ¿La de Pippo Panseca?
– Sí, señor.
– Pero, que yo sepa, Panseca…
– En efecto, Panseca no tiene nada que ver. A lo mejor no sabe nada. Como tuvo que ir a Roma y quedarse allí unos quince días, el vigilante alquiló el terreno por una noche a Prestia. Con lo que le pagaron, se compró un coche nuevo. Otra vez la hicieron por la parte de la montaña del Crasto. Por regla general, hay una cada semana.
– Un momento. ¿Las hacen siempre de noche?
– Claro.
– ¿Y cómo se las arreglan para ver?
– Están muy bien equipados. Cuando se rueda una película, llevan consigo generadores eléctricos, ¿no? Pues los que tienen ellos son capaces de iluminarlo todo como si fuera de día.
– ¿Y cómo les comunican a los clientes la hora y el lugar?
– Dottore, los clientes que interesan, los que apuestan fuerte, son como máximo treinta o cuarenta; los demás son descartes que si van, bien, y si no van, mejor. Demasiada gente con coches arma un ruido peligroso.
– Pero ¿cómo los avisan?
– Con llamadas telefónicas en clave.
– ¿Y nosotros no podemos hacer nada?
– ¿Con los medios que tenemos?
Montalbano permaneció un par de horas más en la comisaría y después regresó a Marinella.
Antes de poner la mesa en la galería le entraron ganas de darse una ducha. En el comedor, se sacó de los bolsillos todo lo que llevaba para dejarlo encima de la mesita, y así se encontró en la mano la hojita en que había escrito el número del móvil de la señora Esterman. Se le ocurrió que debería haberle preguntado una cosa. Podía preguntárselo al día siguiente, cuando se reunieran en Fiacca. Pero ¿se le presentaría la oportunidad de hacerlo? A saber cuánta gente tendría a su alrededor. ¿No sería mejor llamarla en ese momento? Ni siquiera eran las ocho y media. Llegó a la conclusión de que eso sería lo mejor.
– ¿Oiga? ¿Señora Esterman?
– Sí. ¿Con quién hablo?
– Soy el comisario Montalbano.
– ¡Ah, no! ¡No me diga que ha cambiado de idea!
– ¿Acerca de qué?
– Ingrid me ha dicho que mañana vendría a Fiacca.
– Ahí estaré, señora.
– Me alegraré muchísimo. Procure estar libre también por la noche; habrá una cena, y por supuesto usted figura entre mis invitados.
¡Virgen santa! ¡Una cena no!
– Verá, es que precisamente por la noche…
– ¡No busque excusas tontas!
– ¿Ingrid también asistirá?
– ¿No puede dar un paso sin ella?
– No; mire, es que como es ella quien me acompaña a Fiacca, pensaba que para la vuelta…
– No se preocupe, Ingrid también estará. ¿Por qué me ha llamado?
– ¿Yo?
La perspectiva de la cena, de la gente cuyos comentarios tendría que escuchar, las probables porquerías que le servirían y que él tendría que tragarse aunque le entraran ganas de vomitar, le habían hecho olvidar el motivo de su llamada.
– Ah, sí, perdone. Pero no quisiera robarle más tiempo. Si mañana pudiera encontrar cinco minutos…
– Mañana habrá un lío tremendo. Ahora, en cambio, dispongo de algo de tiempo porque me estoy preparando para ir a cenar.
¿Con Guido? ¿Un encuentro a la luz de las velas?
– Mire, señora…
– Llámeme Rachele.
– Mire, Rachele. ¿Recuerda que me dijo que el vigilante de la cuadra le había comunicado que su caballo…?
– Sí, lo recuerdo. Pero debí de equivocarme.
– ¿Por qué?
– Porque Scisci, perdón, Lo Duca me dijo que el pobre vigilante nocturno se encontraba ingresado en el hospital. Sin embargo…
– ¿Sí, Rachele?
– Sin embargo, estoy casi segura de que se presentó como el vigilante. Pero yo estaba durmiendo, era muy temprano y había regresado muy tarde…
– Comprendo. ¿Lo Duca le dijo a quién le había encargado telefonearla?
– Lo Duca no se lo encargó a nadie. Entre otras cosas, habría sido una canallada para conmigo. Le correspondía a él informarme.
– ¿Y lo hizo?
– ¡Pues claro! Me llamó desde Roma sobre, las nueve.
– ¿Y usted le dijo quién se le había adelantado?
– Sí.
– ¿Hizo algún comentario?
– Dijo que a lo mejor había sido alguien de la cuadra, pero por su propia iniciativa.
– ¿Dispone de un minuto más?
– Estoy en una bañera y me encuentro muy a gusto. Oír su voz tan cerca de mi oído en este momento es… Bueno, dejémoslo correr.
Jugaba fuerte Rachele Esterman.
– Usted dice que por la tarde llamó a la cuadra…
– Recuerda mal. Me llamó alguien desde la cuadra para decirme que todavía no habían encontrado a Súper.
– ¿Dijo quién era?
– No.
– ¿Era la misma voz que la de la mañana?
– Pues… me parece que sí.
– ¿Le comentó esa segunda llamada a Lo Duca?
– No. ¿Tendría que haberlo hecho?
– No era indispensable. Bueno, yo…
– Espere.
Hubo un prolongado silencio. La comunicación no se había cortado porque Montalbano oía respirar a Rachele. Después ella dijo a media voz:
– Comprendo.
– ¿Qué comprende?
– Lo que usted sospecha.
– ¿Es decir?
– Que la persona que me llamó dos veces no era un empleado de los establos. Sino uno de los que robaron y mataron a Súper. ¿Es así?
Experta, guapa e inteligente.
– Es así.
– ¿Por qué lo hicieron?
– Ahora mismo no sabría decírselo.
Hubo una pausa.
– Ah, oiga. ¿Hay alguna noticia del caballo de Lo Duca?
– Se ha perdido el rastro.
– Qué extraño.
– Bueno, Rachele, no tengo nada más que…
– Querría decirle una cosa.
– Dígame.
– Usted… me cae muy bien. Me gusta hablar con usted, estar con usted.
– Gracias -contestó Montalbano un tanto perplejo, sin saber qué añadir.
Ella rió. Y él se la imaginó desnuda en la bañera mientras reía echando la cabeza atrás. Un estremecimiento de frío le recorrió la espalda.
– No creo que mañana podamos estar un ratito tranquilos nosotros dos… Aunque tal vez podríamos… -Rachele interrumpió la frase como si se le hubiera ocurrido una idea.
Montalbano esperó un poco y después hizo «ejem, ejem», justo como en las novelas inglesas.
Ella prosiguió.
– De todas maneras, he decidido quedarme en Montelusa tres o cuatro días, me parece que ya se lo había dicho. Espero que tengamos ocasión de volver a vernos. Hasta mañana, Salvo.
El comisario se duchó y después salió a comer en la galería. Adelina le había preparado una ensalada de pulpitos suficiente para cuatro personas y unos langostinos enormes simplemente aliñados con ajo, limón, sal y pimienta negra.
Comió y bebió, y sólo consiguió pensar en chorradas.
Después se levantó y llamó a Livia.
– ¿Por qué no me llamaste anoche? -fue lo primero que dijo ella.
¿Podía contarle que se había emborrachado con Ingrid y había olvidado llamarla?
– La verdad es que me fue imposible.
– ¿Por qué?
– Estaba ocupado.
– ¿Con quién?
¡Bueno, menuda lata!
– ¿Cómo que con quién? Con mis hombres.
– ¿Qué hacíais?
Eso le tocó definitivamente los cojones.