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Gallo pareció dudar todavía más.

– Y si me preguntan qué ha ocurrido, ¿qué les digo? ¿Que estamos investigando el asesinato de un caballo? ¡Me echarán a patadas en el culo!

– Diles que ha habido una reyerta con varios heridos y que necesitamos identificar a los agresores.

* * *

En cuanto se quedó solo, regresó a casa, se quitó los zapatos y los calcetines, se recogió los pantalones y bajó de nuevo a la playa.

La historia de los extracomunitarios que habían robado el caballo para comérselo no lo convencía en absoluto. ¿Cuánto rato habían estado en la cocina, tomando café y pegando la hebra? Media hora como mucho. ¿Y en media hora los extra-comunitarios habían tenido tiempo de ver el caballo, correr a sus chabolas situadas a tres kilómetros de distancia, conseguir un carretón, volver atrás, cargar el animal y llevárselo?

Imposible.

A no ser que hubieran reparado en el cadáver a primera hora de la mañana, antes de que él abriera la ventana, y después, al regresar con el carretón, lo hubieran visto junto al caballo y se hubieran escondido en las inmediaciones a la espera del momento oportuno.

A unos cincuenta metros, los surcos de las ruedas describían una curva y se dirigían hacia una explanada de cemento plagada de grietas, que el comisario siempre había visto de la misma manera desde su llegada a Marinella. Desde la explanada se accedía fácilmente a la carretera provincial.

«Un momento -se dijo-. Razonemos.»

Cierto que los extracomunitarios habrían podido empujar el carretón mejor y más deprisa por la carretera que sobre la arena. Pero ¿les interesaba que los vieran desde todos los automóviles que circulaban por allí? ¿Y si entre los coches había alguno de la policía o los carabineros?

Seguramente los habrían hecho detenerse para que contestaran a toda una serie de preguntas. Y a lo mejor les caía la orden de repatriación.

No, no eran tan tontos.

¿Pues entonces?

Había otra explicación posible.

Es decir, que quienes habían robado el cadáver no fueran extra sino más que comunitarios, o sea, vigateses.

O de los alrededores.

¿Y por qué? Para recuperar el cuerpo y deshacerse de él.

A lo mejor la cosa se había desarrollado de la siguiente manera: el caballo logra escapar y alguien lo persigue para rematarlo. Pero ese alguien se ve obligado a detenerse porque hay personas en la playa -quizá el pescador matutino- que pueden convertirse en testigos peligrosos. Vuelve atrás e informa al jefe. Este decide que el cadáver ha de recuperarse como sea. Y organiza el numerito del carretón. Pero en cierto momento, él, Montalbano, despierta y le toca los cojones.

Los que habían robado el caballo eran los mismos que lo habían matado.

Sí, tenía que haber ocurrido así.

Y seguramente en la carretera provincial, a la altura de la explanada, había una camioneta preparada para cargar el caballo y el carretón.

No, los extracomunitarios no tenían nada que ver.

Capítulo 2

Galluzzo dejó encima del escritorio del comisario una bolsa grande que contenía la cuerda y otra más pequeña con las colillas.

– ¿Has dicho que eran de dos marcas?

– Sí, señor dottore, Marlboro y Philip Morris con doble filtro.

Eran muy habituales. Montalbano había abrigado la esperanza de que fueran de una marca rara que en Vigàta sólo fumaran como máximo cinco personas.

– Llévatelo todo tú -le indicó a Fazio-. Y guárdalo bien. Nunca se sabe si podrá sernos útil.

– Esperemos -repuso Fazio, no muy convencido.

Entonces pareció que hubieran colocado una bomba de alta potencia detrás de la puerta, la cual, abriéndose de par en par y golpeando violentamente la pared, mostró a Catarella tendido cuan largo era en el suelo, con dos sobres en la mano.

– Li traía el correo -dijo Catarella-. Pero hi resbalado.

Los tres que estaban en el despacho trataron de recuperarse del susto. Se miraron y se entendieron al vuelo. No se les ofrecían más que dos posibilidades. O proceder a una ejecución sumaria de Catarella o hacer como si nada.

Eligieron la segunda de tácito acuerdo.

– Lamento repetirme, pero no creo que sea tan fácil identificar al propietario del caballo -dijo Fazio.

– Por lo menos tendríamos que haber fotografiado al animal -añadió Galluzzo.

– ¿No hay un registro de caballos como el de automóviles? -preguntó Montalbano.

– No lo sé -contestó Fazio-. Además, tampoco sabemos qué clase de caballo era.

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de que no sabemos si era de tiro, de cría, de monta, de carreras…

– Los caballos se señalan -intervino a media voz Catarella, quien, como el comisario no le había indicado que entrara, se había quedado delante de la puerta con los sobres en la mano.

Montalbano, Fazio y Galluzzo lo miraron con aire de desconcierto.

– ¿Qué has dicho? -preguntó Montalbano.

– ¿Yo? No hi dicho nada -contestó Catarella, temiendo haberse equivocado al abrir la boca.

– ¡Pero si acabas de hablar ahora mismo! ¿Qué has dicho que hacen los caballos?

– Hi dicho que se señalan, dottori.

– ¿Y con qué?

Catarella pareció dudar.

– Cuando se señalan, yo no sé con qué, dottori.

– Bueno, deja el correo y vete.

Dolido, Catarella depositó los sobres en el escritorio y se retiró mirando al suelo. En la puerta estuvo a punto de chocar con Mimì Augello, que llegaba a toda prisa.

– Perdón por el retraso, pero he tenido que atender al chiquillo que…

– Estás perdonado.

– Y estas pruebas, ¿qué son? -preguntó, al ver encima de la mesa la cuerda y las colillas.

– Han matado un caballo a golpes -dijo Montalbano. Y le refirió toda la historia-. ¿Tú entiendes de caballos? -le preguntó al final.

Mimì rió.

– Basta con que un caballo me mire para que me lleve un susto, ¡o sea, que ya ves!

– Pero en la comisaría, ¿hay alguien que entienda?

– Me parece que no -dijo Fazio.

– Pues entonces dejémoslo correr, de momento. ¿Cómo ha acabado la historia con Pepe Rizzo?

Era una historia de la que se ocupaba Mimì. Se sospechaba que Pepe Rizzo era el proveedor al por mayor de los vendedores ambulantes de la provincia, a los que suministraba todo lo que se podía falsificar, de relojes Rolex a las camisetas del cocodrilo, de CVD a DVD. Mimì había descubierto el almacén y la víspera había conseguido de la fiscalía la orden de registro. Al oír la pregunta, Augello se echó a reír.

– ¡Hemos encontrado todo el tinglado, Salvo! Había algunas camisas con la misma marca exacta que las originales que me han robado el corazón y…

– ¡Quieto! -le ordenó el comisario.

Todos lo miraron sorprendidos.

– ¡Catarella!

El grito fue tan fuerte que a Fazio se le cayeron al suelo las pruebas que estaba recogiendo.

Catarella regresó corriendo, volvió a resbalar delante de la puerta abierta y consiguió agarrarse a la jamba.

– Catarella, presta atención.

– A sus órdenes, dottori.

– Cuando has dicho que los caballos se señalan, ¿querías decir que se les marca?

– Justamente eso, dottori.

¡He ahí por qué para los verdugos era tan importante recuperar el cadáver del animal!

– Gracias, ya puedes irte. ¿Habéis comprendido?

– No -admitió Augello.

– Catarella nos ha recordado a su manera que a los caballos les marcan a fuego las iniciales del propietario o la cuadra. Nuestro caballo debió de caer sobre el costado donde tenía la marca y por eso no la vi. Y, para ser sincero, tampoco se me pasó por la cabeza la idea de buscarla.

Fazio adoptó una expresión pensativa.

– Empiezo a creer que, a lo mejor, resulta que los extra-comunitarios…