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– … no tienen nada que ver -acabó la frase Montalbano-. Esta mañana, después de que os fuerais, me he convencido. Las huellas del carretón no llegan a las chabolas, sino que, al cabo de unos cincuenta metros, se desvían hacia la carretera provincial. Allí seguramente los esperaba una camioneta.

– Me parece comprender -terció Mimì- que han eliminado el único rastro que teníamos.

– Y de esta manera no será fácil llegar al nombre del propietario -concluyó Fazio.

– A no ser que tengamos un golpe de suerte.

Montalbano observó que, de un tiempo a esta parte, Fazio actuaba con desconfianza, hacía las cosas cada vez más difíciles. Tal vez la vejez empezara a pesarle también a él.

Pero se estaban equivocando, y mucho, a propósito del problema de averiguar el nombre del propietario.

* * *

A la hora de comer Montalbano fue a Enzo, pero a los platos que le sirvieron no les hizo el honor que merecían. Tenía en la cabeza la escena del caballo martirizado, tumbado sobre la arena. En determinado momento, se le ocurrió una pregunta que lo sorprendió a él mismo.

– ¿Qué tal está la carne de caballo?

– La verdad, jamás la he probado. Dicen que tiene un sabor dulzón.

Montalbano había comido poco y por eso no experimentó la necesidad de dar un paseo hasta el muelle. Cuando regresó al despacho, tenía unos documentos para firmar.

* * *

A las cuatro de la tarde sonó el teléfono.

– Dottori, hay aquí una señora.

– ¿No te ha dicho cómo se llama?

– Sí, señor dottori, Estera.

– ¿Se llama Estera?

– Justamente, dottori. Y se apellida Manni.

Estera Manni; jamás la había oído nombrar.

– ¿Te ha dicho qué quiere?

– No, señor.

– Pues entonces pásasela a Fazio o Augello.

– No están, dottori.

– Bueno, pues hazla pasar a mi despacho.

– Me llamo Esterman, Rachele Esterman -se presentó la mujer. Era una cuarentona vestida con chaqueta y vaqueros, alta, rubia, melena derramada sobre los hombros, piernas largas, ojos azules, cuerpo atlético. O sea, tal como uno se imagina que eran las valquirias.

– Tome asiento, señora.

Ella se sentó y cruzó las piernas.

– Usted dirá.

– Vengo a denunciar la desaparición de un caballo.

Montalbano dio un respingo en la silla, pero disimuló el brusco movimiento fingiendo un acceso de tos.

– Veo que usted fuma -dijo Rachele, señalando el cenicero y el paquete de cigarrillos que había encima del escritorio.

– Sí, pero no creo que la tos se deba a…

– No me refería a su tos, por otra parte visiblemente falsa, sino a que, puesto que usted fuma, yo también puedo fumar. -Y sacó un paquete del bolso.

– La verdad es que…

– … ¿aquí dentro está prohibido? ¿No le apetece ser transgresor durante el tiempo que dure un cigarrillo? Después abrimos la ventana.

La señora Esterman se levantó y fue a cerrar la puerta, que había quedado abierta. Volvió a sentarse, se puso un cigarrillo entre los labios y se inclinó hacia Montalbano para que se lo encendiera.

– Pues entonces dígame, comisario -dijo, expulsando el humo por la nariz.

– No, perdone, es usted la que ha venido a decirme…

– Antes. Pero al ver su torpe reacción a mis palabras, he comprendido que usted ya está al corriente de la desaparición. ¿Es así?

La ojizarca era capaz de percibir las vibraciones del vello de la nariz de su interlocutor. Era como jugar con las cartas sobre la mesa.

– Sí, así es. Pero ¿le importa que sigamos con orden?

– Sigamos.

– ¿Usted vive aquí?

– Me encuentro en Montelusa desde hace tres días, invitada por una amiga.

– Si usted vive, aunque sea de manera provisional, en Montelusa, la denuncia ha de hacerse legalmente en…

– Pero yo le había confiado el caballo a una persona de Vigàta.

– ¿Quién?

– Saverio Lo Duca.

¡Coño! Saverio Lo Duca era con toda certeza uno de los hombres más ricos de la isla, y en Vigàta tenía una cuadra. Poseía cuatro o cinco valiosos caballos que había adquirido por gusto, por el simple placer de tenerlos; nunca los hacía participar en carreras ni en competiciones. De vez en cuando se retiraba al campo y se pasaba todo un día con los animales. Amigo poderoso, era siempre una lata tratar con él, pues se corría el riesgo de decir una palabra de más, de mear fuera del tiesto.

– A ver si lo entiendo. ¿Usted vino a Montelusa con el caballo?

– Claro. Tenía que hacerlo.

– ¿Y eso por qué?

– Porque pasado mañana se celebra en Fiacca la carrera de amazonas que cada dos años organiza el barón Piscopo di San Militello.

– Comprendo -mintió él. No sabía nada de aquella carrera-. ¿Cuándo se dio cuenta de la desaparición?

– ¡¿Yo?! Pero si yo no me di cuenta de nada. Al amanecer me llamó el vigilante de la cuadra de Scisci.

– Entonces…

– Perdone. Scisci es Saverio Lo Duca.

– Entonces, si supo de la desaparición al amanecer…

– … ¿por qué he tardado tanto en denunciarlo?

Inteligente sí era. Pero su forma de terminar las frases que él empezaba le molestaba bastante.

– Porque mi caballo bayo…

– ¿Se llama Bayo?

Ella rió de buena gana, echando la cabeza atrás.

– Usted es completamente lego en la materia, ¿verdad?

– Bueno…

– Se llaman bayos los caballos que tienen el pelaje blanco amarillento. El mío, que por cierto se llama Súper, se escapa de vez en cuando y hay que ir a buscarlo. Lo llevan buscando desde esta madrugada, y a las tres de la tarde me han telefoneado para decirme que no lo encontraban. Por consiguiente, he supuesto que no se había escapado.

– Comprendo. ¿Y no podría ser que, entretanto…?

– Me habrían llamado al móvil. -Se inclinó para que le encendiera otro cigarrillo-. Y ahora, por favor, déme la mala noticia.

– ¿Por qué supone que…?

– Comisario, usted ha sido muy hábil. Con el pretexto de seguir adelante con orden, no ha contestado a mi pregunta. Se ha tomado su tiempo. Y eso no puede significar más que una cosa. ¿Lo han secuestrado? ¿Tengo que esperar una petición elevada de dinero?

– ¿Vale mucho?

– Una fortuna. Es un purasangre de carreras.

¿Qué hacer? Mejor decírselo todo en pequeñas dosis; total, aquella mujer terminaría por adivinarlo.

– No lo han secuestrado.

Rachele Esterman se reclinó en la silla, rígida y repentinamente pálida.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Ha hablado con alguien de la cuadra?

– No.

Mientras la miraba, a Montalbano le pareció oír los engranajes del cerebro de la señora Esterman girando a gran velocidad.

– ¿Ha… muerto?

– Sí.

La mujer se acercó el cenicero, se quitó el cigarrillo de la boca y lo apagó con sumo cuidado.

– ¿Lo ha arrollado algún…?

– No.

No debió de comprender enseguida el significado, porque se repitió a sí misma en voz baja:

– No. -Después lo entendió de golpe-. ¿Lo han matado?

– Sí.

Rachele no dijo ni una sola palabra; se levantó, fue a la ventana, la abrió y apoyó los codos en el alféizar. De vez en cuando los hombros se le movían a sacudidas. Estaba llorando en silencio.

El comisario dejó que se desahogara un poco, después se levantó y se situó a su lado. Sacó del bolsillo un paquete de pañuelos de papel y se lo entregó.

Luego fue a llenar un vaso de una botella de agua que tenía encima de un clasificador y se lo ofreció. Rachele se lo bebió todo.

– ¿Quiere más?

– No, gracias.

Regresaron a sus respectivos asientos. Rachele parecía haber recuperado la calma, pero Montalbano temía las preguntas que estaban por llegar, por ejemplo:

– ¿Cómo lo mataron?

Vaya. ¡Le había formulado la pregunta más difícil! Pero ¿no era mejor que, en lugar de esperar una pregunta y dar una respuesta, contara toda la historia a partir de que había abierto la ventana?

– Escúcheme -empezó.

– No -dijo Rachele.

– ¿No quiere escucharme?

– No. Lo he comprendido. ¿Se da cuenta de que está sudando?

Montalbano ni siquiera se había percatado. A lo mejor convendría contratar a aquella mujer en la policía: no se le escapaba ni una.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que tienen que haberlo matado de una manera atroz. Y a usted le resulta difícil decírmelo. ¿Es así?

– Sí.

– ¿Podría verlo?

– No es posible.

– ¿Por qué?

– Porque quienes lo mataron se lo llevaron.

– ¿Con qué objeto?

Ya, ¿con qué objeto?

– Verá, nosotros pensamos que han robado el cadáver…

La palabra debió de herirla, porque cerró los ojos un instante.

– … para que no viéramos la marca…

– No estaba marcado.

– … y llegáramos al propietario. Pero ha resultado una suposición equivocada porque, en cualquier caso, usted ha venido a denunciar la desaparición.

– Pues entonces, si imaginaban que yo presentaría una denuncia, ¿para qué llevárselo? Desde luego, no creo que pretendan que me lo encuentre en la cama.

Montalbano se quedó perplejo. ¿Qué era eso de la cama?

– ¿Querría explicarse mejor?

– ¿No ha visto El Padrino, cuando al productor cinematográfico…?

– Ah, sí.

¿Por qué, en la película, introducían la cabeza cortada del caballo en la cama del productor? Lo recordó.

– Pero, usted perdone, ¿ha recibido por casualidad una propuesta que no puede rechazar?

Ella esbozó una tensa sonrisa.

– Me han hecho tantas propuestas… A algunas he dicho que sí y a otras que no. Y nunca ha habido necesidad de matar un caballo.

– ¿Había estado otras veces por aquí?

– La última fue hace dos años, por el mismo motivo. Vivo en Roma.

– ¿Está casada?

– Lo estoy y no lo estoy.

– ¿Las relaciones con…?

– … mi marido son excelentes. Fraternales, diría yo. Además, Gianfranco preferiría suicidarse antes que matar un caballo.

– ¿No tiene idea del motivo por el que le han hecho algo semejante?

– El único motivo podría ser eliminarme de la carrera de pasado mañana, que con toda seguridad habría ganado. Pero, francamente, me parece excesivo. -Se levantó, y Montalbano también-. Le agradezco su amabilidad.

– ¿No quiere presentar una denuncia?

– Ahora que sé que Súper ha muerto, no importa.

– ¿Regresa a Roma?

– No. Pasado mañana iré igualmente a Fiacca. He decidido quedarme unos días. Me gustaría que usted me tuviera al corriente, si consigue descubrir algo.

– Eso espero. ¿Dónde puedo localizarla?

– Le doy el número de mi móvil.

El comisario lo anotó en un papel que se guardó en el bolsillo.

– En cualquier caso -añadió Rachele-, siempre puede llamar a la amiga que me aloja.

– Déme su número.

– El número de mi amiga lo conoce usted muy bien. Es el de Ingrid Sjostrom.