– ¿Qué ha hecho?
– Ella, nada. Pero, tal como ya sabrás, han matado a su caballo; por si fuera poco, de una manera bárbara.
– ¿Cómo?
– A golpes, con una barra de hierro. Pero eso no se lo digas a nadie, ni siquiera a tu amiga.
– No se lo diré a nadie. ¿Y tú cómo te has enterado?
– Lo he comprobado con mis propios ojos. Vino a morir aquí, delante de la galería.
– ¿De veras? Cuéntame.
– ¿Qué quieres que te cuente? Me levanté, abrí la ventana y lo vi.
– Bueno, pero ¿por qué quieres saber de Rachele?
– Tu amiga asegura que no tiene enemigos y, por consiguiente, yo me veo obligado a pensar que al caballo lo mataron para agraviar a Lo Duca.
– ¿Y qué?
– Que necesito saber si las cosas son así verdaderamente. ¿Desde cuándo la conoces?
– Desde hace seis años.
– ¿Cómo os conocisteis?
Ingrid se echó a reír.
– ¿De veras quieres saberlo?
– Más bien sí.
– Fue en Palermo, en el hotel Igea. Eran las cinco de la tarde y yo estaba con un tal Walter. Nos habíamos olvidado de cerrar la puerta con llave y Rachele entró hecho una furia. Yo ignoraba que Walter tenía otra mujer. Él ya se estaba vistiendo y consiguió escapar. Yo me quedé inmóvil como una piedra en la cama, y ella se me echó encima e intentó estrangularme. Por suerte, dos huéspedes que pasaban por el pasillo consiguieron impedirlo.
– Y con ese precioso comienzo, ¿cómo os las arreglasteis para haceros amigas?
– Aquella misma noche yo estaba cenando sola en el restaurante del hotel y ella se acercó a mi mesa. Me pidió perdón. Hablamos un rato, llegamos a la conclusión de que Walter era un cabrón de mucho cuidado, nos caímos bien y nos hicimos amigas. Eso es todo.
– ¿Ha venido a verte a Montelusa más veces?
– Sí. Y no sólo con ocasión de la carrera de Fiacca.
– ¿Le has presentado a muchas personas?
– Prácticamente a todos mis amigos. Y a otros los ha conocido por su cuenta. Por ejemplo, tiene un círculo de amistades en Fiacca a quienes no conozco.
– ¿Ha tenido algún ligue?
– Con mis amigos, no. De todas formas, ignoro lo que hace en Fiacca.
– ¿Ella no te habla de eso?
– Me ha mencionado a un tal Guido.
– ¿Se acuesta con él?
– No sabría decirte. Lo describe como una especie de caballero galante.
– ¿Ninguno de tus amigos ha intentado acostarse con ella?
– Si es por eso, casi todos.
– Y entre esos casi todos, ¿quién en particular?
– Bueno, pues Mario Giacco.
– ¿No podría ser que, a espaldas tuyas, tu amiga…?
– ¿… hubiera estado con él? Es posible, aunque no…
– ¿Y no podría ser que Giacco, para vengarse por haber sido abandonado, hubiera organizado lo del caballo?
Ingrid no abrigó ninguna duda.
– Lo descarto totalmente. Mario es ingeniero y se encuentra en Egipto desde hace un año. Trabaja para una compañía petrolera.
– Era una hipótesis estúpida, lo sé. Y con Lo Duca ¿qué relaciones mantiene?
– No sé nada de eso.
– Pero si Rachele le dejaba su caballo, quiere decir que son amigos. ¿Tú conoces a Lo Duca?
– Sí, pero me cae fatal.
– ¿Rachele te ha hablado de él?
– Algunas veces. Con indiferencia, diría yo. No creo que entre ellos dos haya algo. A no ser que Rachele quiera ocultarme su relación.
– ¿Lo ha hecho otras veces?
– Bueno, según la hipótesis que tú planteas…
– Que tú sepas, ¿Lo Duca está en Montelusa?
– Ha llegado hoy tras enterarse de lo del caballo.
– ¿Esterman es su apellido de soltera?
– No. Es el apellido de Gianfranco, su marido. Ella se llama Anselmi del Bosco, es una aristócrata.
– Me dijo que con su marido sólo mantenía relaciones fraternales. ¿Por qué no se divorcia?
– ¡¿Divorciarse?! Pero ¿qué dices? Gianfranco es ultra-católico, va a misa, se confiesa, no sé qué importante cargo ocupa en el Vaticano; jamás se divorciaría. Creo que ni siquiera están separados. -Ingrid volvió a reír, pero no fue una carcajada de alegría-. En resumen, se encuentra en mi misma situación. Mientras voy al baño, tú abre la otra botella de whisky.
Se levantó. Dio un bandazo a la izquierda y después otro a la derecha, recuperó el equilibrio y se puso en marcha con cierto titubeo. Sin darse cuenta, se lo habían bebido todo.
Capítulo 4
Y la cosa terminó como las otras veces.
A cierta hora, cuando en la segunda botella sólo quedaban cuatro dedos escasos de whisky y ellos habían hablado de todo, Ingrid dijo que le había entrado sueño y quería irse a dormir enseguida.
– Te acompaño a Montelusa; no estás en condiciones de conducir.
– ¿Y tú sí?
De hecho, al comisario le daba un poco de vueltas la cabeza.
– Ingrid, me lavo la cara y estoy listo.
– Pues yo soy de la opinión de ducharme y después meterme en la cama.
– ¿En la mía?
– ¿Acaso hay otras? Seré muy rápida -añadió con voz pastosa.
– Oye, Ingrid, no es por…
– Vamos, Salvo. ¿Qué te pasa? No es la primera vez, ¿verdad? Además, sabes que me gusta mucho dormir castamente a tu lado.
¡Castamente, un cuerno! Él sabía el precio que tenía que pagar por aquella castidad: insomnio, levantamientos de la cama en plena noche para darse urgentemente duchas frías…
– Sí, pero es que…
– ¡Y es tan erótico!
– ¡Ingrid, pero es que no soy un santo!
– Cuento precisamente con ello -replicó ella, levantándose entre risas del sofá.
A la mañana siguiente, Montalbano despertó tarde y con un leve dolor de cabeza. Habían bebido demasiado. De Ingrid quedaba el perfume de su piel en las sábanas y la almohada.
Consultó el reloj: casi las nueve y media. A lo mejor Ingrid tenía cosas que hacer en Montelusa y lo había dejado dormir. Pero ¿cómo era posible que Adelina aún no hubiera llegado?
Entonces recordó que era sábado y que los sábados la asistenta se presentaba hacia el mediodía, pues antes iba a hacer la compra para toda la semana.
Se levantó, fue a la cocina, se preparó una cafetera de café cargado, pasó al comedor, abrió la cristalera y salió a la galería.
El día parecía una fotografía: no se registraba el menor atisbo de viento, todo estaba inmóvil e iluminado por un sol especialmente empeñado en no dejar nada a la sombra. Ni siquiera había resaca.
Volvió a entrar y enseguida reparó en la presencia de su pistola encima de la mesa.
Se extrañó. ¿Qué estaba haciendo allí la…?
Entonces recordó de repente lo que Ingrid, muerta de miedo, le había contado la víspera acerca de los dos hombres que habían entrado en la casa cuando él estaba en el bar de Marinella comprando whisky.
En el cajón de la mesilla de noche guardaba siempre un sobre con doscientos o trescientos euros de reserva; el dinero que necesitaba para la semana lo sacaba del cajero automático y lo llevaba en el bolsillo. Fue a echar un vistazo: el sobre estaba en su sitio con todo el dinero dentro.
El café ya se había enfriado; se bebió dos tazas seguidas y continuó recorriendo la casa para ver si faltaba algo.
Al cabo de media hora llegó a la conclusión de que no faltaba nada. Aparentemente. Porque en su cabeza rondaba un molesto pensamiento diciéndole que algo se le había pasado por alto.
Fue al cuarto de baño, se duchó y afeitó. Cogió la pistola, cerró la puerta, abrió el coche, montó en él, metió la pistola en la guantera, puso en marcha el motor y se quedó inmóvil.
De pronto recordó lo que faltaba. Quiso confirmarlo. Volvió a la casa, se dirigió al dormitorio y abrió de nuevo el cajón de la mesilla de noche. Se habían llevado el reloj de oro de su padre, dejando el sobre que había debajo sin imaginar que contenía dinero. No habían podido robar nada más porque llegó Ingrid.