Entonces experimentó sentimientos contradictorios. Rabia y alivio. Rabia porque le tenía cariño al reloj: era uno de los pocos recuerdos que conservaba. Alivio porque aquélla era la prueba de que los que habían entrado en su casa eran tan sólo ladrones aficionados, y seguro que ni siquiera sabían que estaban robando en la casa de un comisario de policía.
Puesto que aquella mañana no tenía demasiadas cosas que hacer en el despacho, pasó por la librería para reabastecerse. Al ir a pagar, se dio cuenta de que los autores eran todos suecos: Enquist, Sjówall-Wahlóó y Mankell. ¿Un homenaje inconsciente a Ingrid? Después recordó que necesitaba por lo menos otras dos camisas. Y otro par de calzoncillos tampoco le iría mal. Fue a comprarlo todo.
Cuando llegó a la comisaría, ya era casi mediodía.
– ¡Ah, dottori, dottori!
– ¿Qué hay, Catarè?
– ¡Lo estaba llamando, dottori!
– ¿Por qué?
– Al ver que no venía, me he preocupado. Temía que estuviera enfermo.
– Estoy perfectamente, Catarè. ¿Alguna novedad?
– Ninguna, dottori. Pero el dottori Augello, que acaba de llegar, me ha dicho que lo avise en cuanto usted llegue.
– Dile que ya he llegado.
Mimì se presentó bostezando.
– ¿Tienes sueño? Seguro que has dormido hasta muy tarde y no te has acordado de que tenías que ir a la aldea de Columba…
Augello levantó la mano para que no siguiera, volvió a bostezar ruidosamente y se sentó.
– Es que esta noche el chiquillo no nos ha dejado pegar ojo…
– Mimì, esa excusa ya está empezando a tocarme los cojones. Ahora mismo llamo a Beba para que me diga si es verdad.
– Harías muy mal papel. Beba lo confirmaría. Si me permites terminar…
– Habla.
– A las cinco de la madrugada, puesto que estaba completamente desvelado, me fui a la aldea de Columba. Pensé que allí empezarían a trabajar a primera hora de la mañana. Me costó encontrar la cuadra. Se llega allí siguiendo la carretera de Montelusa. Tres kilómetros más adelante, a la derecha, hay un camino de tierra, una senda privada que lleva a la cuadra, que está vallada. Había un paso cerrado con una barra de hierro y, a su lado, una estaca con un timbre. Pensé saltar por encima de la barrera.
– Una bobada.
– En efecto. Llamé al timbre y poco después salió un hombre de una barraca de madera preguntándome quién era.
– ¿Y tú?
– Por su manera de hablar y moverse, parecía un hombre de las cavernas. Era inútil discutir con él. Entonces le dije: «Policía.» Con voz autoritaria. Y enseguida me franqueó la entrada.
– No ha sido un comportamiento muy acertado. No estamos autorizados a…
– ¡Quita, hombre, si ése no me preguntó nada en ningún momento! ¡Ni siquiera sabe cómo me llamo! Estaba dispuesto a contestar todas mis preguntas porque me confundió con alguien de la jefatura superior de Montelusa.
– Pero si la señora Esterman no ha denunciado el robo, ¿cómo es posible que…?
– Espera que te cuente. Nosotros, de todo este asunto, sólo conocemos de la misa la mitad. Parece que Lo Duca se ha encargado de presentar la denuncia directamente a la jefatura de Montelusa, porque la historia no es tan fácil.
– ¿Por qué en la jefatura de Montelusa?
– La mitad de la cuadra pertenece a nuestra jurisdicción y la otra mitad a la de Montelusa.
– ¿Y cuál es la historia?
– Espera que primero te explico cómo está hecha la cuadra. Pasada la barrera, a la derecha hay dos barracas de madera, una bastante grande, otra más pequeña y un pajar. La primera es la casa del vigilante, que vive allí día y noche, y en la segunda guardan los arreos y todo lo necesario para atender a los animales. A mano derecha hay una hilera de diez boxes, donde se encuentran los caballos. Más allá de los boxes hay un enorme recinto de doma.
– ¿Y los caballos están siempre allí?
– No; los llevan a pastar a los prados de la Voscuzza, que pertenecen a Lo Duca.
– Pero ¿te has enterado de lo que ocurrió?
– ¡Vaya si me he enterado! El troglodita, que se llama… Espera. -Sacó del bolsillo un papel y se puso unas gafas.
Montalbano se quedó helado.
– ¡Mimì!
Fue casi un grito. Augello lo miró sorprendido.
– ¿Qué pasa?
– Pero tú… tú…
– ¡Oh, Virgen santa! ¿Qué he hecho?
– ¡¿Tú llevas gafas?!
– Pues sí.
– ¿Y desde cuándo?
– Ayer por la tarde fui a recogerlas y hoy me las he puesto por primera vez. Si te molestan, me las quito.
– ¡Madre mía, qué raro me pareces con gafas, Mimì!
– Pues tanto si te parezco raro como si no, las necesitaba. Y si quieres un consejo, tú también tendrías que revisarte la vista.
– ¡Yo veo muy bien!
– Eso lo dirás tú. Pero yo me he fijado en que, desde hace algún tiempo, estiras un poco los brazos para leer, como me pasaba a mí.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que necesitas gafas de cerca. ¡Y no pongas esa cara! ¡No es el fin del mundo!
El fin del mundo por supuesto que no, pero sí el fin de la edad adulta. Ponerse gafas significaba rendirse a la vejez sin oponer resistencia.
– Bueno pues, ¿cómo se llama el troglodita? -gruñó.
– Antonio Firruzza es el hombre que se encarga de la limpieza y sustituye provisionalmente al vigilante, que se llama Vario Ippolito.
– ¿Y el vigilante dónde está?
– En el hospital.
– ¿O sea, que la noche del robo estaba de guardia Firruzza?
– No; estaba Ippolito.
– ¿O sea, que su apellido es Vario? -Estaba distraído. No conseguía apartar los ojos de las gafas de Augello.
– No; Varío es el nombre.
– Ya no entiendo nada.
– Salvo, si no dejas de interrumpirme a cada momento, yo mismo me pierdo. ¿Qué hacemos?
– Bueno, bueno.
– O sea, que aquella noche, hacia las dos, a Ippolito lo despierta el sonido del timbre.
– ¿Vive solo?
– ¡Pero qué pesado! ¿Me dejas hablar o no? Sí, vive solo.
– Vale, perdona. Oye, ¿no te iría mejor una montura más ligera?
– A Beba le gusta así. ¿Puedo seguir?
– Sí, sí.
– Ippolito se levanta porque piensa que Lo Duca está fuera de sí y le ha entrado el delirio de ver a sus caballos. Ya lo ha hecho otras veces. Coge una linterna y va hacia la barrera de la entrada. Ten en cuenta que es de noche y está oscuro. Pero cuando llega cerca del hombre que espera para entrar, advierte que no es Lo Duca. Le pregunta qué quiere, y el otro, por toda respuesta, lo apunta con un revólver. Ippolito se ve obligado a abrir la barrera con las llaves, el hombre le exige que se las entregue y después lo derriba de un fuerte culatazo en la cabeza.
– O sea, que el vigilante ya no pudo ver nada más. Por cierto, ¿cuántas dioptrías tienes?
Mimì se levantó airado.
– ¿Adónde vas?
– Me voy, y sólo volveré cuando se te pase esa manía que te ha entrado con mis gafas.
– Vamos, siéntate. Prometo olvidarme de las gafas.
Mimì volvió a sentarse.
– ¿Dónde me había quedado?
– ¿El vigilante había visto antes al hombre que lo atacó?
– No, era la primera vez que lo veía. La conclusión es que Firruzza y los otros dos que cuidan de los caballos encuentran a Ippolito en su casa, atado, amordazado y con una fuerte conmoción cerebral.
– Pues entonces no pudo ser Ippolito quien llamó a la señora Esterman para comunicarle el robo.
– Es evidente.
– A lo mejor fue Firruzza.
– ¡¿Ese?! Imposible.
– Pues entonces, ¿quién pudo ser?
– ¿Te parece importante? ¿Puedo seguir?