– Perdona.
– En cualquier caso, Firruzza y los otros dos ven enseguida dos boxes abiertos y se dan cuenta de que han robado dos caballos.
– ¿Cómo dos? -preguntó Montalbano, sorprendido.
– Exactamente. Dos. El de la señora Esterman y otro de Lo Duca; se parecían mucho.
– A ver si tuvieron dificultades para elegir y, por si acaso, se llevaron los dos…
– Se lo pregunté a Pignataro y él…
– ¿Quién es Pignataro?
– Uno de los dos que cuidan los animales a diario. Matteo Pignataro y Filippo Sirchia. Pignataro asegura que, entre las cuatro o cinco personas que fueron a robar, por lo menos una tenía que entender mucho de caballos. Del almacén cogieron los arreos apropiados, sillas incluidas, para los dos animales. O sea, que ni siquiera tuvieron el problema de elegir, sino que se los llevaron sabiendo muy bien lo que hacían.
– ¿Cómo se los llevaron?
– En un camión equipado. En algunos puntos se ven todavía las huellas de los neumáticos.
– ¿Quién avisó a Lo Duca?
– Pignataro, que pidió también una ambulancia para Ippolito.
– Pues entonces debió de ser Lo Duca quien le dijo a Pignataro que avisara a la señora Esterman.
– Tú te has emperrado con la historia de quién avisó a la señora. ¿Podría saber por qué?
– Pues ni yo mismo lo sé. ¿Alguna otra cosa?
– No. ¿Te parece poco?
– Todo lo contrario. Te las has arreglado muy bien.
– Gracias, maestro, por la amplitud, la abundancia y la variedad de unas alabanzas que tan profundamente me conmueven.
– Mimì, vete a tomar por donde ya sabes.
– ¿Cómo tenemos que actuar?
– ¿Con quién?
– Salvo, no somos la República Independiente de Vigàta. Nuestra comisaría depende de la jefatura de Montelusa. ¿O acaso lo has olvidado?
– ¿Y qué?
– En Montelusa está en marcha una investigación. ¿No sería nuestro deber informarles de cómo y de qué manera han matado al caballo de la señora Esterman?
– Mimì, reflexiona un momento. Si nuestros compañeros están haciendo una investigación, antes o después interrogarán a la señora Esterman. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Y la señora Esterman les dirá palabra por palabra lo que ha sabido de su caballo a través de mí. ¿Es así?
– Es así.
– Entonces nuestros compañeros de Montelusa vendrán corriendo a hacernos preguntas. A las cuales sólo entonces estaremos obligados a contestar. ¿No te parece?
– Correcto. Pero ¿cómo es posible que la suma de todas esas cosas correctas dé un resultado equivocado?
– ¿En qué sentido?
– En el sentido de que nuestros compañeros pueden preguntarnos por qué, obedeciendo a nuestra propia iniciativa, no les hemos comunicado…
– ¡Virgen santa! Mimì, nosotros no hemos recibido ninguna denuncia y ellos ni siquiera nos han informado del robo de los caballos. Estamos empatados.
– Si tú lo dices.
– Volviendo al asunto, ¿cuántos caballos has visto en las cuadras?
– Cuatro.
– O sea que, cuando llegaron los ladrones, había seis.
– Sí. Pero ¿por qué haces estas cuentas?
– No hago cuentas. Me estoy preguntando por qué los ladrones no robaron todos los animales.
– Quizá porque no tenían suficientes camiones.
– ¿Lo dices en broma?
– ¿Lo dudas? ¿Sabes qué te digo? Que por hoy ya he hablado suficiente. Me largo. -Se levantó.
– Mimì, no digo una montura distinta, puesto que ésa le gusta a Beba, pero un poquito más clara…
Mimì se fue soltando maldiciones y dando un portazo.
¿Qué sentido tenía la historia de aquellos caballos? La tomara por donde la tomase, siempre había algo que no cuadraba. Por ejemplo: habían robado el caballo de la señora Esterman para matarlo. Pero ¿por qué no lo habían matado donde estaba y, en cambio, se lo habían llevado a la playa de Marinella para hacerlo? Y al otro, el de Lo Duca, ¿también lo habrían robado para matarlo? ¿Y dónde lo habían hecho? ¿En la playa de Santolì o en las inmediaciones de la cuadra? Si, por el contrario, a uno lo hubieran matado y al otro no, ¿qué significaría todo aquello?
Sonó el teléfono.
– Dottori, parece que está la señora Striomstriommi.
¿Que querría Ingrid?
– ¿Al teléfono?
– Sí, señor dottori.
– Pásamela.
– Hola, Salvo. Perdona que esta mañana no me haya despedido, pero recordé que tenía un compromiso.
– Faltaría más.
– Oye, me ha llamado Rachele desde Fiacca; esta noche ha dormido allí. Ha accedido a correr con un caballo de Lo Duca. Esta tarde intentará ganarse la confianza del animal, y por eso se quedará allí. Me ha dicho y repetido varias veces que se alegraría mucho de que fueras conmigo a verla.
– ¿Tú irías lo mismo sin mí?
– Con el corazón destrozado, pero iría. Siempre voy cuando corre Rachele.
Montalbano se lo jugó a pares y nones. No cabía duda de que aquel ambiente le tocaría los cojones al máximo, pero, por otra parte, sería una ocasión única para comprender algo del círculo de amigos y probables enemigos de la señora Esterman.
– ¿A qué hora es la carrera?
– Mañana a las cinco de la tarde. Si estás de acuerdo, paso a recogerte por Marinella a las tres.
Lo cual significaba subir al coche inmediatamente después de comer, con la tripa llena.
– ¿Es que tardas dos horas de Vigàta a Fiacca?
– No, pero tenemos que llegar por lo menos una hora antes. Sería una grosería presentarse en el momento de la salida.
– De acuerdo.
– ¿De verdad? ¿Ves como yo tenía razón?
– ¿En qué?
– En que mi amiga Rachele te había llamado la atención.
– Qué va, he aceptado para estar unas horas más contigo.
– Eres más falso que… que…
– Ah, por cierto. ¿Cómo tengo que ir?
– Desnudo. La desnudez te favorece.
Capítulo 5
Fazio, a quien no le habían visto el pelo en toda la mañana, se presentó en la comisaría cuando ya eran casi las cinco.
– ¿Traes un buen cargamento?
– Suficiente.
– Antes de que abras la boca, quiero decirte que esta mañana a primera hora Mimì ha ido a las cuadras de Lo Duca y ha averiguado cosas interesantes.
Y le contó lo que había descubierto Augello. Fazio adoptó una expresión dubitativa.
– ¿Qué te pasa?
– Dottore, perdone, pero en este momento ¿no sería mejor que nos pusiéramos en contacto con los compañeros de Montelusa y…?
– ¿Y se lo cediéramos a ellos?
– Dottore, quizá les sea útil saber que a uno de los caballos lo mataron aquí, en Marinella.
– No.
– Como quiera usía. Pero ¿puede explicarme la razón?
– Si te empeñas… Es una cuestión personal. Estoy profundamente impresionado por la estúpida ferocidad con que mataron a ese pobre animal. Quiero mirar a esa gente a la cara.
– ¡Pero usted puede contarles a los compañeros cómo acabaron con el caballo!;Con todos los detalles!
– Una cosa es contar un hecho y otra es haberlo visto.
– Dottore, perdone que insista, pero…
– ¿Has hecho un pacto con Augello?
– ¿Yo, un pacto? -repuso Fazio, palideciendo.
Montalbano comprendió que había metido la pata.
– Perdóname, estoy nervioso.
Y lo estaba de verdad. Porque acababa de recordar que le había dicho que sí a Ingrid, y resultaba que se le habían pasado las ganas de ir a Fiacca y hacer el papel de uno de los muchos cabrones que babeaban por Rachele.
– Hablame de Prestia.
Fazio todavía estaba un poco ofendido.