Gaspar Heredia: Comencé a acostumbrarme a caminar por el pueblo
COMENCÉ A ACOSTUMBRARME a caminar por el pueblo con la remota esperanza de encontrar a Caridad. Entonces Z ya estaba llena de turistas y la charanga en las calles era permanente. El Carajillo pronto se dio cuenta de que cada mañana, en vez de irme a dormir a mi canadiense, desayunaba con él en un bar de la zona de los campings y después me lanzaba a recorrer las calles del pueblo. Pero de Caridad no encontraba ni un rastro y hasta la vieja cantante de ópera, que según todos los indicios se ganaba los pesos en la calle, había desaparecido. En más de una ocasión creí escucharla y corrí hacia la terraza o hacia el callejón de donde parecía provenir su voz, pero generalmente eran turistas-cantores o la radio que tocaba una de Rocío Jurado. Mi horario empezó a trastocarse. Trabajaba de 10 de la noche a 8 de la mañana y dormía desde el mediodía hasta las 6 de la tarde, aunque con el aflujo masivo de turistas dormir no era fácil. Poco a poco comencé a acostarme más tarde, hasta que mi hora de dormir se encontró con mi hora de entrar a trabajar. El Carajillo, por supuesto, lo percibió en el acto y no le importó que descuidara mis tareas de vigilante en provecho de mi sueño: dormía en el sillón de cuero de la recepción en tandas de una o dos horas que intercalaba con paseos por el camping, paseos que indefectiblemente acababan en la parcela que había ocupado Caridad. Allí solía sentarme bajo un pino, en el linde de las canchas de petanca, con la linterna apagada, y volvía a ver sus ojos borrosos y su silueta huesuda que se perdía en dirección a las cañas, en dirección a las luces de los coches que transitaban fuera del camping. Leer poesía en estos casos no es un consuelo. Ni emborracharse. Ni llorar. Ni un clavo saca otro clavo. Así que retomé con mayor energía mis caminatas por Z y rehice mis horarios: dormía de 9 de la mañana a 3 de la tarde y al despertar (el calor me despertaba, el calor y mi transpiración y la sensación de estar enterrado) salía de inmediato y discretamente, evitando pasar por recepción, no fueran a verme y a endosarme un trabajo de los que nunca faltaban. Ya afuera me sentía libre, caminaba a buen paso por la avenida de los campings hasta el Paseo Marítimo y luego me internaba en el casco antiguo, donde desayunaba tranquilamente leyendo el periódico. Acto seguido comenzaba a buscarlas, suponiendo que Caridad y Carmen aún estaban juntas, a cepillar los barrios de Z de norte a sur, de este a oeste, siempre sin resultado, siempre hablando solo y recordando cosas que más valía no recordar, haciendo planes, creyéndome otra vez en México, envuelto en cierta energía inconfundiblemente mexicana, persuadido de que ambas habían abandonado el pueblo. Pero un día me detuve en la explanada del puerto, de regreso al camping, y la vi: estaba entre el público que se aglomeraba junto a la playa para presenciar una exhibición de alas-delta. La reconocí de inmediato. Sentí un bienestar en el estómago, ganas de avanzar hacia ella y tocarle la espalda con un dedo. Algo que entonces no supe descifrar me advirtió que no lo hiciera. Permanecí fuera de la media luna de espectadores, todos con la vista fija en el cielo, que se congregaban alrededor de la tarima del jurado. De la colina que domina el pueblo surgió un alas-delta rojo que se confundió con el color del atardecer, descendió por las faldas de la colina, se elevó antes de llegar al puerto de los pescadores, sobrevoló el club de yates y por un momento pareció lanzado hacia levante, mar adentro: el piloto, una sombra encogida, apenas se divisaba debido a la inclinación del aparato. Arriba, en el castillo, ya se preparaba otro participante. Jamás había visto nada igual. De pronto me sentí relajado en medio de las penumbras que poco a poco iban estableciendo una noche de verdad dentro de la noche de verano. Hubiera podido pasar por un turista; por lo demás, nadie me prestaba la menor atención. El alas-delta rojo ya estaba a pocos metros de la meta circular establecida en la playa; algunas voces intentaron alentar al piloto en el último tramo. Desde el castillo despegó entonces el alas-delta blanco, el último concursante, anunciaron por megafonía, un francés. De inmediato una corriente de aire lo elevó muy por encima de la rampa. Caridad llevaba camiseta negra de mangas largas y pantalones negros; como todos, había dejado de mirar al primer piloto para observar las evoluciones del que se acababa de tirar; éste parecía tener problemas para controlar el aparato. Durante un segundo algo en Caridad, en la cabellera y en la espalda de Caridad, volvió a producirme una sensación de extrañeza y peligro apenas perceptible. Los aplausos me avisaron que el piloto del alas-delta rojo había tocado tierra. Decidí acercarme un poco más. En el entarimado los jurados consultaban sus relojes y bromeaban, los tres eran muy jóvenes. Grupos de chicos y chicas, a lo largo de la explanada, recogían ceremoniosamente el equipo de los que ya habían participado. Un tipo que supuse sería un piloto, aunque no ciertamente el piloto que acababa de aterrizar, estaba sentado en la arena, muy cerca de la orilla húmeda, con las manos sobre las rodillas y la cabeza hundida. A mi lado alguien comentó que el alas-delta blanco bajaba de la colina a la playa y no del mar a la playa como sería lo correcto. En los rostros de algunos espectadores, los más duchos en la materia, creí notar una pizca de alarma, también una pizca de regocijo. Evidentemente, aquel no era el camino para acercarse a la franja de playa donde esperaban los jueces. Arriba, el piloto intentaba ladear el aparato hacia el puerto para luego salir al mar, pero perdía altura y no podía corregir la marcha. Salí del grupo y busqué un lugar en el jardín junto a la explanada desde donde pudiera seguir contemplando a Caridad. Entre los setos y los macizos de flores unos niños jugaban completamente ajenos a lo que ocurría en la playa; sentados en los bancos, tríos de ancianos miraban los mástiles de los yates que sobresalían del largo muro que ocultaba el atracadero. De golpe, el alas-delta blanco volvió a elevarse y en un instante se colocó perpendicular al cada vez más numeroso público, de tal modo que para observarlo era necesario levantar completamente la cabeza. Inerte, el objeto blanco parecía subir más y más, como si estuviera encerrado en un tubo de aire. En ese momento Caridad se separó del grupo. Junto a mí un tipo que llevaba a un niño y a una niña de la mano observó que el piloto estaba pataleando, perdida ya toda la compostura deportiva. Atravesé el jardín rumbo a las terrazas de los restaurantes, a contracorriente de la gente que acudía incluso dejando las mesas sin pagar, otros pagando apresuradamente, los más con los vasos en las manos, a contemplar al piloto suspendido en el aire y que desde ese punto de la calzada sólo se podía adivinar a través de las ramas de los árboles. Entonces volví a verla: estaba de espaldas al mar, mirando la fachada de un restaurante, muy quieta, como si no tuviera intención de cruzar la calle. ¿Esperaba a alguien? ¿Y qué era el bulto que despuntaba en su cintura y que la camiseta no conseguía disimular del todo? Cuando Caridad saltó hacia el Paseo y se perdió por una de las calles laterales supe sin ninguna duda (más bien con un escalofrío y un retortijón en el estómago) que lo que llevaba entre el cinturón y la camiseta era un cuchillo. Comencé a seguirla en el preciso momento en que el piloto caía dando vueltas, perdido todo control, hacia la playa, entre los gritos de los espectadores. No miré hacia atrás. Salvé el Paseo y me interné por una calle estrecha, con edificios de departamentos a cada lado. De un portal salió un grupo de franceses de mediana edad, todos vestidos de fiesta, y por un instante creí que la había perdido. Al llegar a la esquina la vi: estaba detenida frente a una sala de video-juegos. Me detuve, sin remedio, y esperé. A pocos metros de allí escuché la sirena de una ambulancia, que seguramente iba en busca del piloto. ¿Habría muerto?, ¿estaría mal herido? Sin ningún aviso, y sin dar señales de haberme visto, Caridad reemprendió la marcha y a partir de entonces se detuvo frente a todas las tiendas, incluso en las puertas de los restaurantes, cada vez más escasos a medida que nos alejábamos de la playa. No niego que por mi cabeza pasó la idea de que estaba siguiendo a una atracadora. Síndrome de abstinencia, robo a la desesperada. Mi situación, de consumarse el atraco, iba a ser comprometida. ¿Acaso no me tomarían por un cómplice? Pensé en mis papeles -en la falta de papeles- y en lo que podría inventarle a la policía. A veinte metros de mí Caridad detuvo a un viandante, le preguntó la hora (el tipo la miró como a un bicho raro) y torció a la izquierda, rumbo al muelle de los pescadores. Mucho antes, al llegar a la playa del Paseo de la Maestranza, se detuvo y se sentó en el contrafuerte. Así, con las piernas colgando y la espalda arqueada, el bulto que formaba el cuchillo era mucho más notorio. Pero la noche y el color de la camiseta la ayudarían a disimularlo. Me oculté en medio de unos botes en reparación y encendí un cigarrillo, no tenía idea de qué hora podía ser pero me sentía descansado. Desde mi refugio podía contemplarla con total impunidad: parecía tristísima, como un árbol que de pronto hubiera crecido en el contrafuerte, un misterio de la naturaleza. Sin embargo, cuando se levantó impulsada por un resorte seco y exacto esta sensación se desvaneció quedando en su lugar sólo un vestigio de foto movida y la única certidumbre de estar solo. Caridad deshizo el camino, pero esta vez por la vereda opuesta, sorteando las mesas de las terrazas, a veces entrando en los locales calientes y demasiado iluminados, con un ritmo lento y elástico en el que se presentía una voluntad de bailarina, una fortaleza que se contradecía con la extrema delgadez de sus miembros. En una de estas terrazas estuve a punto de perderla: ella se introdujo en el local y yo me quedé afuera, parapetado tras el tablón de precios, y de pronto mis ojos se encontraron con los ojos de Remo Morán sentado en una de las mesas en compañía de dos tipos muy bronceados. Por un segundo me sentí atrapado, a esa hora yo debía estar trabajando, y la mirada de Remo pareció alzarse como un ectoplasma y darme un martillazo en la frente, pero la verdad es que miraba como los dormidos, como los que están soñando, probablemente tampoco escuchaba las palabras de los tipos bronceados, y en ese momento pensé: se está muriendo o es muy feliz. En cualquier caso di media vuelta, volví a cruzar el Paseo y esperé en los jardines. Al poco rato se puso a lloviznar. Cuando Caridad salió del restaurante su paso era distinto, más decidido y largo, como si el paseo hubiera terminado y ahora tuviera prisa. La seguí sin vacilar (¿nadie en el interior del restaurante se había dado cuenta de que llevaba un cuchillo?) y paulatinamente nos fuimos alejando de las zonas iluminadas del centro. Pasamos por el barrio de los pescadores, subimos por una empinada calle flanqueada de chalets a cuyo término se alzaba una escuela de cuatro pisos, moderna y sórdida, con ese aire de edificio inacabado que tienen todas las escuelas, y empezamos a bordear el camino, ya sin ningún tipo de construcciones, de las calas, en dirección a Y. De vez en cuando los faros de los coches me mostraban la silueta empequeñecida de Caridad avanzando sin concederse un respiro. En dos ocasiones oí voces masculinas, gritos proferidos por los ocupantes de algún coche que de todas maneras no llegó a detenerse. Es posible que me vieran. Es posible que vieran a Caridad y tuvieran miedo. Sólo el viento, entre los árboles, nos acompañó hasta el final. Así anduvimos durante mucho rato. En cada recodo aparecía, rayado por una claridad lechosa, el mar, y en él las nubes, las rocas, la arena de las playas de Z. Al llegar a la tercera cala, Caridad dejó la carretera comarcal y se desvió por una especie de camino vecinal de tierra. Había dejado de llover y desde lejos el caserón era visible. Entonces me enganché con algo y caí al suelo. Caridad se detuvo durante unos instantes junto al portón de hierro, antes de abrirlo y desaparecer. Me levanté con cuidado, sintiendo que las piernas me temblaban. Ni una sola luz dentro de la casa delataba la presencia de moradores. El portón de hierro había quedado entreabierto. Al meter la cabeza intuí los restos de un jardín enorme, una fuente semi derruida, la maleza que crecía por todas partes. Un sendero de piedra conducía a una especie de porche vetusto y de varios niveles. Allí descubrí que la puerta principal también estaba abierta, y creí escuchar un sonido, una música le