tener problemas para controlar el aparato. Durante un segundo algo en Caridad, en la cabellera y en la espalda de Caridad, volvió a producirme una sensación de extrañeza y peligro apenas perceptible. Los aplausos me avisaron que el piloto del alas-delta rojo había tocado tierra. Decidí acercarme un poco más. En el entarimado los jurados consultaban sus relojes y bromeaban, los tres eran muy jóvenes. Grupos de chicos y chicas, a lo largo de la explanada, recogían ceremoniosamente el equipo de los que ya habían participado. Un tipo que supuse sería un piloto, aunque no ciertamente el piloto que acababa de aterrizar, estaba sentado en la arena, muy cerca de la orilla húmeda, con las manos sobre las rodillas y la cabeza hundida. A mi lado alguien comentó que el alas-delta blanco bajaba de la colina a la playa y no del mar a la playa como sería lo correcto. En los rostros de algunos espectadores, los más duchos en la materia, creí notar una pizca de alarma, también una pizca de regocijo. Evidentemente, aquel no era el camino para acercarse a la franja de playa donde esperaban los jueces. Arriba, el piloto intentaba ladear el aparato hacia el puerto para luego salir al mar, pero perdía altura y no podía corregir la marcha. Salí del grupo y busqué un lugar en el jardín junto a la explanada desde donde pudiera seguir contemplando a Caridad. Entre los setos y los macizos de flores unos niños jugaban completamente ajenos a lo que ocurría en la playa; sentados en los bancos, tríos de ancianos miraban los mástiles de los yates que sobresalían del largo muro que ocultaba el atracadero. De golpe, el alas-delta blanco volvió a elevarse y en un instante se colocó perpendicular al cada vez más numeroso público, de tal modo que para observarlo era necesario levantar completamente la cabeza. Inerte, el objeto blanco parecía subir más y más, como si estuviera encerrado en un tubo de aire. En ese momento Caridad se separó del grupo. Junto a mí un tipo que llevaba a un niño y a una niña de la mano observó que el piloto estaba pataleando, perdida ya toda la compostura deportiva. Atravesé el jardín rumbo a las terrazas de los restaurantes, a contracorriente de la gente que acudía incluso dejando las mesas sin pagar, otros pagando apresuradamente, los más con los vasos en las manos, a contemplar al piloto suspendido en el aire y que desde ese punto de la calzada sólo se podía adivinar a través de las ramas de los árboles. Entonces volví a verla: estaba de espaldas al mar, mirando la fachada de un restaurante, muy quieta, como si no tuviera intención de cruzar la calle. ¿Esperaba a alguien? ¿Y qué era el bulto que despuntaba en su cintura y que la camiseta no conseguía disimular del todo? Cuando Caridad saltó hacia el Paseo y se perdió por una de las calles laterales supe sin ninguna duda (más bien con un escalofrío y un retortijón en el estómago) que lo que llevaba entre el cinturón y la camiseta era un cuchillo. Comencé a seguirla en el preciso momento en que el piloto caía dando vueltas, perdido todo control, hacia la playa, entre los gritos de los espectadores. No miré hacia atrás. Salvé el Paseo y me interné por una calle estrecha, con edificios de departamentos a cada lado. De un portal salió un grupo de franceses de mediana edad, todos vestidos de fiesta, y por un instante creí que la había perdido. Al llegar a la esquina la vi: estaba detenida frente a una sala de video-juegos. Me detuve, sin remedio, y esperé. A pocos metros de allí escuché la sirena de una ambulancia, que seguramente iba en busca del piloto. ¿Habría muerto?, ¿estaría mal herido? Sin ningún aviso, y sin dar señales de haberme visto, Caridad reemprendió la marcha y a partir de entonces se detuvo frente a todas las tiendas, incluso en las puertas de los restaurantes, cada vez más escasos a medida que nos alejábamos de la playa. No niego que por mi cabeza pasó la idea de que estaba siguiendo a una atracadora. Síndrome de abstinencia, robo a la desesperada. Mi situación, de consumarse el atraco, iba a ser comprometida. ¿Acaso no me tomarían por un cómplice? Pensé en mis papeles -en la falta de papeles- y en lo que podría inventarle a la policía. A veinte metros de mí Caridad detuvo a un viandante, le preguntó la hora (el tipo la miró como a un bicho raro) y torció a la izquierda, rumbo al muelle de los pescadores. Mucho antes, al llegar a la playa del Paseo de la Maestranza, se detuvo y se sentó en el contrafuerte. Así, con las piernas colgando y la espalda arqueada, el bulto que formaba el cuchillo era mucho más notorio. Pero la noche y el color de la camiseta la ayudarían a disimularlo. Me oculté en medio de unos botes en reparación y encendí un cigarrillo, no tenía idea de qué hora podía ser pero me sentía descansado. Desde mi refugio podía contemplarla con total impunidad: parecía tristísima, como un árbol que de pronto hubiera crecido en el contrafuerte, un misterio de la naturaleza. Sin embargo, cuando se levantó impulsada por un resorte seco y exacto esta sensación se desvaneció quedando en su lugar sólo un vestigio de foto movida y la única certidumbre de estar solo. Caridad deshizo el camino, pero esta vez por la vereda opuesta, sorteando las mesas de las terrazas, a veces entrando en los locales calientes y demasiado iluminados, con un ritmo lento y elástico en el que se presentía una voluntad de bailarina, una fortaleza que se contradecía con la extrema delgadez de sus miembros. En una de estas terrazas estuve a punto de perderla: ella se introdujo en el local y yo me quedé afuera, parapetado tras el tablón de precios, y de pronto mis ojos se encontraron con los ojos de Remo Morán sentado en una de las mesas en compañía de dos tipos muy bronceados. Por un segundo me sentí atrapado, a esa hora yo debía estar trabajando, y la mirada de Remo pareció alzarse como un ectoplasma y darme un martillazo en la frente, pero la verdad es que miraba como los dormidos, como los que están soñando, probablemente tampoco escuchaba las palabras de los tipos bronceados, y en ese momento pensé: se está muriendo o es muy feliz. En cualquier caso di media vuelta, volví a cruzar el Paseo y esperé en los jardines. Al poco rato se puso a lloviznar. Cuando Caridad salió del restaurante su paso era distinto, más decidido y largo, como si el paseo hubiera terminado y ahora tuviera prisa. La seguí sin vacilar (¿nadie en el interior del restaurante se había dado cuenta de que llevaba un cuchillo?) y paulatinamente nos fuimos alejando de las zonas iluminadas del centro. Pasamos por el barrio de los pescadores, subimos por una empinada calle flanqueada de chalets a cuyo término se alzaba una escuela de cuatro pisos, moderna y sórdida, con ese aire de edificio inacabado que tienen todas las escuelas, y empezamos a bordear el camino, ya sin ningún tipo de construcciones, de las calas, en dirección a Y. De vez en cuando los faros de los coches me mostraban la silueta empequeñecida de Caridad avanzando sin concederse un respiro. En dos ocasiones oí voces masculinas, gritos proferidos por los ocupantes de algún coche que de todas maneras no llegó a detenerse. Es posible que me vieran. Es posible que vieran a Caridad y tuvieran miedo. Sólo el viento, entre los árboles, nos acompañó hasta el final. Así anduvimos durante mucho rato. En cada recodo aparecía, rayado por una claridad lechosa, el mar, y en él las nubes, las rocas, la arena de las playas de Z. Al llegar a la tercera cala, Caridad dejó la carretera comarcal y se desvió por una especie de camino vecinal de tierra. Había dejado de llover y desde lejos el caserón era visible. Entonces me enganché con algo y caí al suelo. Caridad se detuvo durante unos instantes junto al portón de hierro, antes de abrirlo y desaparecer. Me levanté con cuidado, sintiendo que las piernas me temblaban. Ni una sola luz dentro de la casa delataba la presencia de moradores. El portón de hierro había quedado entreabierto. Al meter la cabeza intuí los restos de un jardín enorme, una fuente semi derruida, la maleza que crecía por todas partes. Un sendero de piedra conducía a una especie de porche vetusto y de varios niveles. Allí descubrí que la puerta principal también estaba abierta, y creí escuchar un sonido, una música levísima que no podía provenir sino del interior del caserón. A esta conclusión llegué, detenido en el porche, la mano izquierda apoyada en el marco de la puerta, la derecha colocada de bocina en el oído, convertido en una estatua mojada por la lluvia, hasta que decidí entrar. El recibidor, o lo que creí era un recibidor, vacío salvo por unas cajas amontonadas en un rincón, se alargaba hasta una puerta de vidrio. Cuando mis ojos se habituaron a la oscuridad me colé tratando de producir el menor ruido posible. Al abrir la puerta de vidrio la música llegó con claridad. Delante encontré un corredor que a los pocos pasos se bifurcaba. Escogí el camino de la izquierda. Aunque las puertas estaban abiertas en las habitaciones reinaba una negrura absoluta. No así en el pasillo, iluminado en uno de sus lados por un enorme ventanal que corría ininterrumpidamente a lo largo de la pared y que daba a un patio interior que, al asomarme, inferí a un nivel mucho más bajo que el jardín de la entrada. Finalmente el pasillo se ensanchaba en una sala circular parecida a la cabina de mando de un submarino imposible, desde donde partían dos escaleras, una hacia el piso superior y la otra hacia el jardín hundido que ya había tenido ocasión de ver. La música salía de allí. Descendí. El piso era de mármol y las paredes estaban ornadas con relieves de yeso que el abandono se había encargado de hacer irreconocibles. Algo se movió entre la maleza. Tal vez una rata. De todas maneras mi atención se centraba ahora en una puerta de doble hoja. De allí provenía la música y también un aire helado que de golpe me secó el sudor del rostro. En el interior, iluminada por cuatro focos suspendidos de una vigas gigantescas, una muchacha patinaba sobre una pista de hielo…