Enric Rosquelles: Iniciamos los entrenamientos a principios de verano
INICIAMOS LOS ENTRENAMIENTOS a principios de verano. Perdón, Nuria comenzó a entrenarse a principios de verano, y ambos pensamos que trabajando duro durante julio, agosto y septiembre, podría pasar la prueba de selección que su Federación hacía en octubre, en la Pista de Hielo de Madrid, y que no importaría cuán compinchados estuvieran los entrenadores, jueces y dirigentes, la maestría o madurez o lo que queráis que Nuria hubiera adquirido o perfeccionado en aquellos meses necesariamente los dejaría con la boca abierta y sin otra posibilidad que readmitirla en el equipo olímpico, que en noviembre se desplazaba hacia Budapest, si no me equivoco, para el Anual Europeo de Patinaje Artístico. Si he de ser sincero la posibilidad de no ver a Nuria por lo menos durante dos meses (octubre en Madrid con concentración y entrenamientos diarios, y noviembre en Budapest) me hacía sangrar el corazón. Por descontado, cuidaba de no exteriorizar estos sentimientos. Cabía la posibilidad de que en octubre fuera excluida definitivamente, pero prefería no pensar en ello porque intuía el dolor que eso le acarrearía, y desconocía completamente cuál podía ser su reacción. ¡Honestamente, no quería que la rechazaran! ¡Sólo deseaba su felicidad! ¡La pista había sido construida expresamente para que se preparara a conciencia y volviera a ser seleccionada! Ahora que ya nada tiene remedio, sé que hubiera debido contratarle un preparador, por ejemplo, pero incluso si se me hubiera ocurrido entonces, ¿cómo justificar los gastos de un entrenador de tal especialidad? ¿Y de dónde sacarlo? En verano abundan los profesores de inglés, no así los preparadores de patinaje artístico. En alguna ocasión, si la memoria no me falla, Nuria habló de un polaco exiliado, un tipo joven todavía, que trabajó durante un semestre para la Federación Catalana, pero al que habían rescindido el contrato por prácticas contrarias a la ética profesional. ¿Qué había hecho el polaco? Nuria no lo sabía, ni le importaba. Confieso que yo lo imaginé haciendo el amor o tal vez violando a una patinadora o a un patinador, no sé, en los vestuarios. Malas ideas, como siempre. En cualquier caso, el polaco vagabundeaba por Barcelona y hubiéramos podido buscarlo, pero ninguno de los dos tuvo tiempo, o ganas, y desechamos la idea de inmediato. No sé por qué durante estas noches de insomnio me pongo a pensar en el polaco, y aunque nunca lo conocí, ni lo conoceré, me parece muy próximo, casi un amigo. Acaso sea porque de alguna manera yo también desempeñé el oficio de entrenador y aunque nunca pude retener ni siquiera las palabras que designan los distintos pasos y figuras del patinaje artístico, imparcialmente hablando, no lo hice del todo mal. Quiero decir como entrenador, o como la referencia que suplía al entrenador, en gran medida un símbolo paterno. Supe escucharla, darle ánimos para proseguir cuando la pereza o el cansancio la atenazaban, supe impregnar con un cierto método y una cierta disciplina nuestras sesiones diarias de trabajo, me responsabilicé de todas las cuestiones engorrosas y colaterales para que ella sólo pensara en patinar y nada más que patinar. Precisamente esta manía perfeccionista (manía que, por otra parte, dejé plasmada en los distintos campos donde trabajé) me llevó a un hallazgo o a una sucesión de pequeños hallazgos que en conjunto resultaban inquietantes en grado superlativo. Lamentablemente, al principio los achaqué al estado de mis nervios, aunque en el fondo sabía que mis nervios estaban en mejores condiciones que nunca. Explicaré cómo sucedió. A veces llegaba al Palacio bastante antes que Nuria y, tras ponerme un delantal de lona que guardaba para los menesteres, me aplicaba a verificar el estado de la maquinaria de la pista, la consistencia del hielo; barría un poco, en una habitación tenía lejía, salfumán, un par de escobas, bolsas de basura, guantes, trapos, amén de herramientas diversas; en ocasiones ponía una botella con flores silvestres recién cortadas en el sitio donde Nuria se cambiaba; diariamente limpiaba con alcohol el cabezal del radiocasete y no olvidaba rebobinar y dejar a punto la Danza del Fuego; otras veces, si me sobraba tiempo, salía a la parte posterior de la casa y barría las escalinatas que llevaban a la cala por si Nuria deseaba, antes o después, bajar a la playa; en fin, nunca me faltaba trabajo, y si bien por regla general no entraba en la mayoría de los aposentos del Palacio, solía trajinar por buena parte de la primera y segunda planta, sin contar el galpón, el parral, el jardín hundido y los jardines de cara al mar. Puedo decir que conocía de memoria estos lugares. Por tanto me sorprendió encontrar pequeños objetos, basura casi siempre, en sitios que estaba seguro de haber limpiado el día anterior. Mi primera reacción, lógicamente, fue pensar en el par de gandules que tenía trabajando por las mañanas y un día me encargué de darles personalmente una reprimenda, nada serio, porque no tenía tiempo, pero sí lo suficientemente duro como para que se lo pensarán la próxima vez. ¿Qué era lo que encontraba? Desperdicios que iban desde cajetillas vacías de Fortuna (¡y de los dos parados, uno fumaba Ducados y el otro se había quitado el vicio!) hasta restos de hamburguesas. Nada más. Cosas insignificantes, pero que no debían estar allí. Una tarde hallé un kleenex ensangrentado. Lo arrojé a la basura con la misma repulsión que si fuera una rata agonizante, pero aún viva y hociqueando. Poco a poco llegué a la conclusión de que había alguien más en el Palacio Benvingut. Durante tres días anduve como loco. Pensé en
El Resplandor de Kubrick, que recientemente había visto en video en casa de Nuria y que me había dejado con los nervios a flor de piel, traté de ser objetivo y de buscar explicaciones lógicas, todo en vano, hasta que decidí encarar el problema y registrar el Palacio de arriba abajo. A tal fin dediqué una mañana completa. No hallé nada, ni el más leve indicio que delatara la presencia de intrusos. Progresivamente fui calmándome y a esto contribuyó el que durante los días siguientes no aparecieran más desperdicios. Por descontado, nada dije a Nuria y yo mismo acabé convencido que todo había sido fruto de figuraciones sin fundamento…