Enric Rosquelles: Siempre percibí miradas cargadas de resentimiento
SIEMPRE PERCIBÍ MIRADAS cargadas de resentimiento, pero las primeras miradas donde se mezclaban en dosis iguales la insidia y la expectación, una novedad, sólo comencé a notarlas este verano, mi último verano en Z. Inicialmente lo achaqué a la proximidad de las elecciones, no faltaba gente dentro del Ayuntamiento aguardando durante cuatro años la derrota de Pilar y por consiguiente la mía. Tardé en darme cuenta que esta vez la cosa era distinta, una especie de sospecha no formulada se había instalado en la piel, más que en la mente, de los funcionarios y empleados que no estaban de vacaciones. Intenté ser simpático pero nada conseguí, las miradas siguieron bien agarradas de las ventanas y de las mesas, en los lavabos y en las escaleras. Ni una sola palabra irrespetuosa, ni un solo chiste con doble intención, pero la sensación de estar siendo vituperado seguía latente. Terminé, como siempre, achacándolo todo al estrés, a mis horarios sin medida, a mis asuntos privados, porque la verdad es que nadie me había dicho nada que pudiera interpretarse como una crítica y algunos, los de siempre, no escatimaban alabanzas a cualquier gestión realizada por mí y que llegara a buen puerto. Incluso los proyectos que se hundían a media singladura, para seguir con las metáforas marineras, eran premiados con algún aplauso, con alguna frase de consolación, como por ejemplo que la estructura del pueblo todavía no estaba preparada para esto o aquello, etcétera. Lo cierto es que bajé la guardia y esas señales que tanto hubieran podido servirme si llego a leerlas de forma correcta, pasaron sin causarme más que una ligera impresión de acoso, fenómeno al que por otra parte ya estaba acostumbrado. Pilar, por esos días, acababa de regresar de un viaje a Mallorca, mitad de trabajo y mitad de vacaciones, en el cual uno de los jefazos del Partido le insinuó, mitad en serio, mitad en broma, o sea del talante de casi todo lo ocurrido en Mallorca por aquellas fechas, que no haría un mal papel en el Parlamento Catalán. Demás está decir que Pilar volvió a Z excitadísima y que no paraba de hablar por teléfono con gente de Barcelona, los pocos que aún permanecían en Barcelona o los pocos que habían regresado de las vacaciones, en fin, muy pocos, lo que no era óbice para que Pilar, adelantándose a los acontecimientos, pulsara, como suele decirse, la opinión de algunas amistades bien colocadas e influyentes. Reconozco que ese estado enfebrecido por una parte contribuyó a mis propósitos y por otra hizo que relajara mis defensas, lo que a la larga me perjudicó. Un consejo para los que empiezan: nunca se descuiden. Pilar, mi nerviosa e indecisa Pilar, necesitaba hablar con alguien de confianza y, como siempre, yo fui el escogido. El dilema que tenía era de orden moraclass="underline" ¿debía presentarse a la reelección como alcaldesa sabiendo que meses después debería renunciar al cargo?, ¿podía interpretarse como un gesto de desprecio hacia su gente el preferir el puesto de diputada autonómica?, ¿o tal vez entenderían que defendería mejor los intereses de Z desde su sillón en el Parlamento? Discutimos el problema desde diferentes ángulos y tras hacerle ver que en realidad no existía ningún dilema moral, Pilar se mostró, fueron sus palabras, confiada en el futuro. Tan confiada que, en una especie de festejo anticipado, nos invitó a unos pocos de su círculo íntimo a cenar en el mejor restaurante de Z, especializado en mariscos y pescados, uno de los sitios más caros de la Costa Brava. Aquí cometí mi segundo error. Un error humano, ciertamente, pero que jamás me perdonaré: acudí a la cena en compañía de Nuria. ¡Ah fue una noche feliz y vertiginosa! ¡Una noche llena de estrellas y de lágrimas y de música perdiéndose en el mar! ¡Todavía puedo ver las caras que pusieron cuando me vieron aparecer del brazo de Nuria! Eramos cuatro parejas, la alcaldesa y su marido, el Concejal de Cultura y su esposa, el Concejal de Turismo y su esposa, y Nuria y yo, sin duda la pareja sorpresa. Al principio todo marchó sobre ruedas. Mi tocayo, el marido de la alcaldesa, estaba particularmente radiante e ingenioso. Cualquier mal pensado hubiera dicho que la perspectiva de tener a Pilar viajando constantemente a Barcelona lo ponía de buen humor. Daba gusto escucharlo, os lo digo en serio. Personalmente odio a los lenguaraces, pero el caso de mi tocayo era distinto. Antes del primer plato nos agasajó con comentarios maliciosos acerca de algunos conocidos e incluso amigos reputadamente tontos que nos hicieron partirnos de risa. No por nada a Enric Gibert se le tiene en Z por un intelectual y un hombre de mundo. Normalmente es una persona seria y retraída, pero una noche es una noche. Tal vez la presencia de Nuria contribuyera a destapar el frasco del ingenio, no lo sé, en cualquier caso frente a su belleza sólo cabían dos posibilidades: o guardar silencio durante toda la velada o mostrarse inteligente, vivaracho, estupendo conversador. Pilar, me consta, se sintió feliz cuando me vio aparecer con ella. Aparte de que la belleza de Nuria era como una premonición y un símbolo de su triunfo, sé que mi dicha, la dicha de su fiel lugarteniente, también la hacía dichosa; entre sus defectos no está el de ser desagradecida, y Pilar, lo repito, me debía mucho. Con la llegada del primer plato, sopa marinera a la vieja usanza de Z, el protagonismo pasó del marido de nuestra alcaldesa al sobrino del dueño del restaurante. Este se acercó a la mesa con dos botellas de vino, reserva especial, y aprovechó para preguntarle a Pilar qué tal habían ido las vacaciones en Mallorca. Ambos, Pilar y el sobrino del dueño, son de la misma edad y creo que hasta fueron juntos a la escuela. El sobrino del dueño es uno de los militantes destacados de Convergencia en Z, lo que no es obstáculo para que la amistad que tiene con Pilar sea franca y sincera. Al menos hasta hace poco había una normalidad en esto de las rivalidades políticas, después del escándalo se perdieron los modales, claro, y la naturaleza de perro rabioso de cada uno ha salido a flote, pero entonces todavía imperaba en nuestro trato el sentido común. De hecho, eran los últimos días de sentido común. No, de hecho, eran las últimas horas…