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Remo Morán: Los días que precedieron al hallazgo del cadáver

LOS DÍAS QUE PRECEDIERON al hallazgo del cadáver fueron innegablemente raros, pintados por dentro y por fuera, silenciosos, como si en el fondo todos supiéramos de la inminencia de la desgracia. Recuerdo que en mi segundo año en Z encontraron a una muchacha, casi una niña, asesinada y violada en un descampado. Nunca descubrieron al asesino. Por aquellas fechas hubo una racha de crímenes, todos cortados por el mismo patrón, que se inició en Tarragona y empezó a subir por la costa dejando un reguero de muerte (niñas asesinadas y violadas, en ese orden) hasta llegar a Port Bou, como si el asesino fuera un turista de regreso a su patria, un turista extremadamente lento pues entre el primer y el último crimen se inauguró y cerró la temporada de verano. Aquel fue un buen verano en lo que respecta a mis negocios. Hicimos dinero y aún no había tanta competencia. La policía, como era de esperar, solucionó algunos de los asesinatos: muchachos perturbados, empleados que nunca dieron motivo para el más mínimo reproche, un camionero alemán e incluso, en el caso más sonado, el asesino resultó ser un policía. Pero al menos tres de los crímenes quedaron sin resolver, entre ellos el de Z. Recuerdo que el día en que encontraron el cadáver (me refiero al de la muchacha, no al que encontré yo) sentí, antes que nadie me dijera nada, que había ocurrido algo grave en el pueblo.

Las calles estaban luminosas, como las calles que uno identifica, a veces, con la infancia, y pese a que aquel fue un verano caluroso la mañana era fresca, con un aspecto de cosa recién hecha que se transmitía a las casas, a las veredas baldeadas, a los ruidos distantes pero perfectamente reconocibles. Luego oí la noticia en la radio y más tarde nadie hablaba de otra cosa; el misterio, el estado de suspensión de la realidad se fue desvaneciendo paulatinamente. Así, de la misma manera, los cuatro o cinco días que precedieron a mi hallazgo del cadáver fueron días atípicos, no una sucesión de fragmentos y horas, sino bloques sólidos dominados por una sola luz obsesiva: la voluntad de permanecer costara lo que costara, sin oír, sin ver, sin pronunciar el más leve gemido. A esto contribuyó, sin duda, la ausencia de Nuria, que me empujaba a estados de decaimiento y ansiedad, y por otra parte la cuasi certeza de que, en relación con ella, hiciera lo que hiciera estaba condenado al fracaso. Creo que sólo entonces me di cuenta de lo mucho que había llegado a quererla. Saberlo, sin embargo, no ayudaba. Al contrario. Ahora me río cuando recuerdo aquellas tardes, pero entonces no me reía; y ahora, con frecuencia, tampoco es una risa demasiado clara. Escuchaba canciones de Loquillo, mientras más tristes mejor, y casi no salía de mi habitación, o del triángulo que formaba mi habitación, el bar del hotel y un bar de la zona de los campings que aquella temporada regentaron un holandés y una española amigos de Alex. Pero beber en un pueblo de la costa, en pleno hervor turístico, no es beber de verdad. Sólo trae dolores de cabeza. Añoraba los bares de Barcelona o de México D. F. y al mismo tiempo sabía que aquellos locales, aquellos hoyos inmaculados, se habían esfumado para siempre. Tal vez por eso, un par de veces, estuve en el camping buscando a Gasparín. Nunca lo encontré. La segunda vez que estuve allí la recepcionista me informó, sin que nadie se lo pidiera, que mi amigo era un chico extraño (¡un chico!) y que según sus cálculos debía llevar un par de semanas sin dormir. Ella personalmente lo había ido a buscar más de una vez para que echara una mano, durante el turno de día no iban sobrados de personal. Pero la canadiense siempre estaba vacía. Sólo lo había visto unas tres veces desde que empezó a trabajar y eso no era normal. La tranquilicé explicándole que el mexicano era un poeta y la recepcionista contestó que su novio, el peruano, también lo era y no se comportaba así. Como un zombie. No quise contradecirla. Menos aún cuando dijo, mirándose las uñas, que la poesía no daba nada. Tenía razón, en el planeta de los eunucos felices y los zombies, la poesía no daba nada. La recepcionista y el peruano ahora viven juntos y aunque no pude asistir a la boda les envié una olla express super moderna, aconsejado por Lola, con la que a veces salgo a comprar cositas para el niño. En realidad un pretexto para hablar y tomamos un café con leche en algún establecimiento del centro de Gerona. En el fondo fue mejor no encontrar a Gasparín, pues mi intención era egoísta a más no poder; quería hablar, explayarme, recordar, si se terciaba, las calles doradas que ambos habíamos pateado en una cierta época (en una cierta buena época), pero en realidad todo aquello no era más que darle vueltas a lo que de verdad me importaba: Nuria transformada en una sucesión de imágenes que nada tenían en común con ella. Para mis oscuros propósitos hubiera sido más útil un aficionado a los deportes, pero el único que conocía era un barbero, José, que por otra parte nada sabía de patinaje artístico. Así que me quedé sin nadie con quien hablar y eso pareció ser lo mejor, la manera más digna de ver pasar los días. Creo que ya lo dije, pero si no, lo repetiré: no era el primer cadáver que me encontraba. Antes ya había ocurrido un par de veces. La primera, en Chile, en Concepción, la capital del sur. Estaba asomado al ventanuco del gimnasio en el que permanecíamos recluidos unos cien presos; era de noche, una noche de luna llena en noviembre del año 73, y en el patio vi a un gordo encerrado en un círculo de detectives. Todos lo golpeaban sirviéndose para tal efecto de manos, pies y barras de caucho. El gordo, al final, ni siquiera gritaba. Luego se fue de bruces contra el suelo y sólo entonces me di cuenta de que estaba descalzo. Uno de los tipos lo cogió del pelo y lo observó durante un instante. Otro dijo que seguramente estaba muerto. Un tercer policía comentó haber oído en alguna parte que el gordo aquel no estaba bien del corazón. Se lo llevaron arrastrándolo por los pies. En el otro lado, en el gimnasio, sólo yo y otro preso mirábamos la escena, los demás dormían amontonados por todas partes y los ronquidos y suspiros amenazaban con crecer hasta ahogarnos. Al segundo muerto lo encontré en México, en las afueras de una ciudad del norte, en Nogales. Viajaba con dos amigos, en el coche de uno de ellos, e íbamos a reunimos con dos chicas que luego no aparecieron. Antes de llegar bajé a orinar y probablemente me alejé demasiado de la carretera. El muerto estaba entre dos montículos de tierra anaranjada, el cuerpo extendido cara arriba, los brazos en cruz, y en la frente, justo encima de la nariz, un agujero mínimo, como hecho con un punzón, aunque en realidad lo había causado una bala del 22. Un arma de marica, dijo uno de mis amigos. El otro era Gasparín, quien tras echarle una ojeada al muerto no dijo nada. A veces por las mañanas, cuando desayuno solo, pienso que me hubiera encantado ser detective. Creo que no soy mal observador y tengo capacidad deductiva, además de ser un aficionado a la novela policíaca. Si eso sirve de algo… En realidad no sirve de nada… Me parece que Hans Henny Jahn escribió unas palabras al respecto: quien encuentra el cuerpo de una persona asesinada que se prepare, pues le empezarán a llover los cadáveres…