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el Concejal de Cultura, el Concejal de Turismo y su mujer, por el otro) pero me fue imposible entender nada: todo era un caos de risas, de vasos semi vacíos y confundidos, y de onomatopeyas indignas siquiera de ser oídas. Pilar, que aparentemente participaba en la charla del grupo de los concejales, de pronto se levantó, firme y dura como un árbol, y más que con palabras, aunque supongo que algo dijo, con un gesto, me ordenó que fuéramos a bailar. Para mi fortuna la serie de bailes lentos aún continuaba. Y digo para mi fortuna, primero porque estaba verdaderamente cansado, y segundo porque no importaba el tipo de música, de todas maneras Pilar me iba a tener cogido entre sus brazos para que pudiéramos hablar. La verdad, incluso en ese momento, mi admiración y cariño por ella permanecieron incólumes. Dignas de encomio eran su entereza, su capacidad de no doblegarse y su obstinación, virtudes pilarescas al cien por cien. De todos modos, pese a la estima (mutua, estoy seguro), aquel fue el baile más atroz de mi vida. Pilar, con una sonrisa ladeada que no le conocía, me llevaba para donde le daba la real gana y pese a que de tanto en tanto me envaraba y era difícil moverme, finalmente hacía lo que ella quería. No sé si Nuria nos vio o no nos vio, nunca tuve valor para preguntárselo; el espectáculo, ay, debió ser lamentable. En concreto, el interrogatorio de Pilar se centraba en un solo punto: quiénes más conocían la existencia de la pista de hielo. No cuándo la había construido, ni para qué, ni con qué fondos, sino quiénes estaban en el secreto de su existencia. Le aseguré que todos los que habían visto la pista (muy pocos, en realidad) sólo tenían una idea parcial de lo que significaba en su conjunto mi proyecto. Luego le dije que pensaba lanzar la idea en el pleno de septiembre u octubre, una vez acabada la temporada de verano. La pista podía abrirse al público en diciembre, coincidiendo con las navidades, los niños a mitad de precio e inauguración a bombo y platillo. En fin, señalé una gama variadísima de salidas y justificaciones, pero nada consiguió calmarla. Mucho más tarde, cuando todos nos despedimos, Pilar se acercó a darme un beso en la mejilla, como el beso de Judas a Cristo, pensé entonces, y susurró: estás a punto de hundirme, hijo de puta. De todas maneras, me pareció que estaba un poco más tranquila…