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Remo Morán: La vieja es colega tuya

LA VIEJA ES COLEGA TUYA, dijo Lola la tarde en que nos vimos en su oficina. Esa fue la señal. Pero antes, a mediodía, había recibido una postal firmada por mi hijo desde algún lugar del Peloponeso. Evidentemente la postal estaba escrita por Lola, entre otras razones porque el niño no sabía escribir. Son cosas que hace mi ex mujer, en apariencia un poco salidas de tiesto, como poner voz de niña mongólica, o voz de niña malísima, o decir que sus pies son ranitas y hablar en consecuencia moviendo los dedos del pie: hola, soy una ranita, ¿cómo estás? La verdad, ahora que lo pienso, la mayoría de las mujeres que he conocido tenían la facultad de convertir algunos miembros de su cuerpo (como manos, pies, rodillas, ombligos, etcétera) en ranitas, elefantitos, pollitos que hacían pío pío y que luego picaban, serpientes sabelotodo, cuervos blancos, arañitas, canguritos perdidos, cuando no se transformaban del todo en leonas, vampiros, delfines, águilas, momias, jorobadas de Notre Dame. Todas, menos Nuria, cuyos dedos eran dedos y cuyas rodillas eran siempre rodillas. Tal vez faltara tiempo y confianza, tal vez fuera una cuestión de sentido del humor, el caso es que Nuria, a diferencia de las otras, en todas las circunstancias era ella misma, construida en un solo bloque compacto. No sólo no se transfiguraba en ratoncito sino que a veces costaba verla convertida en lo que uno creía que era, Nuria Martí, patinadora olímpica, la muchacha más bonita de Z. En fin, había recibido una postal de un fauno con el pene erecto y mi hijo decía cosas muy graciosas y un pelín críticas al respecto. Se notaba que era Lola y que se lo estaba pasando bien. Me alegró que se acordara de mí. Unas cuatro horas después me llamaron por teléfono y para mi sorpresa, al otro lado de la línea, la voz que escuché fue la de Lola. Al principio pensé que llamaba desde Grecia y de inmediato imaginé que le había ocurrido algo al niño. Pero no, no había ocurrido ningún accidente y tampoco me llamaba desde Grecia. Hacía casi una semana que habían regresado, un viaje maravilloso, el niño estaba encantado con Iñaki, una lástima que sólo hubieran sido quince días. Telefoneaba porque necesitaba hablar conmigo, pedirme un favor, nada urgente pero sí curioso, remarcó esta palabra, en realidad no lo hubiera hecho si el resto de sus compañeros no estuvieran de vacaciones, se disculpó, pero dado que en la oficina de Servicios Sociales sólo estaban ella y una educadora jovencita recién contratada, pues bueno, no sabía qué hacer y no se le ocurrió nada mejor que llamarme. Acerca de qué quería hablar prefirió no decirlo por teléfono. Antes de colgar pregunté si no había tenido tiempo de telefonearme, antes. ¿Para qué?, dijo. Para ver al niño, contesté. El niño está de colonias. Por su tono de voz deduje que estaba nerviosa o enfadada. A las siete y media me dirigí caminando a la oficina de Servicios Sociales, ubicada en un barrio obrero de espaldas al mar, bastante aislada de cualquier otra dependencia del Ayuntamiento. La oficina, en realidad una casa de dimensiones minúsculas construida en los sesenta, ofrecía un aspecto por lo menos descuidado. La misma Lola abrió la puerta, tras una espera que me pareció excesiva, y me condujo hasta un cuarto en el fondo de la casa que daba a un patio interior de cemento lleno de lavaderos. En los lavaderos, que ya nadie usaba, había tiestos con plantas. El pasillo y las habitaciones tenían las luces apagadas. De la otra educadora no vi señales, por lo que presumí que estábamos solos. En su oficina Lola tenía una expresión cansada y feliz. Por un instante pensé que yo también tendría esa expresión si no nos hubiésemos separado. Cansado y feliz. Repentinamente sentí deseos de acariciarla y hacerle el amor. En lugar de pedírselo, tomé asiento y me dispuse a escuchar lo que tenía que decirme. Primero hablamos del viaje a Grecia y del niño. Luego, cuando ambos nos hubimos reído bastante, como solíamos hacer, habló de la vieja. La historia era la siguiente, tal como me la contó Lola: una mendiga usuaria de los servicios, del tipo de los usuarios irregulares, sin domicilio fijo aunque residente esporádica en Z, había acudido la tarde anterior con un problema. La vieja vivía con una muchacha; la muchacha estaba enferma; la vieja no sabía qué hacer. La muchacha no quería ir al hospital; de hecho, ni siquiera sabía que la vieja estaba intentando mediar en su problema, ella tampoco era de Z, había llegado con el verano, probablemente de Barcelona, y no se dedicaba a la mendicidad aunque a veces acompañara a la vieja en sus callejeos. Según la vieja, la muchacha diariamente sangraba de la boca y de la nariz. Además comía como un pajarito; de seguir así sin duda moriría. La vieja opinaba que si Lola iba personalmente a buscar a la chica y luego la llevaba al hospital, ésta no se resistiría. Acerca de este punto fue taxativa: o la iba a buscar Lola o alguien en quien Lola tuviera suficiente confianza o la chica no saldría de las ruinas. Me costó comprender que por ruinas se refería al Palacio Benvingut. A partir de ese momento el asunto comenzó a interesarme. La vieja y la muchacha vivían allí desde casi el comienzo de la temporada. En palabras de la mendiga "ambas estaban preparadas contra todo", la chica incluso tenía un cuchillo, un enorme cuchillo de cocina, así que ojo con chivarse. Por supuesto, Lola no le preguntó qué quería decir con eso, con quién temía que se chivara. La vieja era un poco maniática, explicó. Finalmente había accedido a ir y entre las dos concertaron el día y la hora de la visita. Cuando todo estuvo arreglado la vieja dio un par de saltos de alegría (increíbles para su edad) y se rió tanto que Lola pensó que podía darle un ataque el corazón o ahogarse allí mismo. Como si le hubiera tocado el cupón de los ciegos, dijo. El problema fue que poco después Lola descubrió que con las prisas no había reparado que tenía la agenda llena de compromisos ineludibles que le imposibilitarían acudir al Palacio Benvingut, pero tampoco quería que la vieja se sintiera postergada. ¿Por qué te interesa tanto? No sé, dijo Lola, es una vieja encantadora, me trae suerte, la conocí poco después de quedarme embarazada. Ah, bueno, dije. Incomprensiblemente se me llenaron los ojos de lágrimas y me sentí solo y perdido. Si quieres voy yo, dije como un condenado a muerte despidiéndose de su familia. Era lo que te quería pedir, dijo Lola. El asunto era sencillo: debía presentarme de diez a once de la mañana en el Palacio Benvingut y conducirlas al hospital. Del resto se encargaba Lola, que para entonces se habría desocupado y nos estaría esperando en la puerta. Eso era todo. ¿La muchacha del cuchillo no será peligrosa?, dije, nada en serio, más bien con ánimo de bromear y prolongar nuestro encuentro. No, dijo Lola, tal como la pintan debe estar hecha polvo. ¿Y qué es eso de que fueras tú o alguien de tu confianza? Tonterías de la vieja, dijo Lola, un personaje que seguramente te interesará, colega tuya, por otra parte. ¿Colega mía? Sí, dijo Lola, la vieja en sus tiempos también fue artista…

Gaspar Heredia: Después de que el gordo y la patinadora se marcharon

DESPUÉS DE QUE EL GORDO y la patinadora se marcharon decidí quedarme en el caserón hasta que amaneciera. Pero no en el interior, y menos en el galpón de la pista de hielo, sino en los jardines que rodeaban la mansión. Pronto, y manteniendo siempre un andar sigiloso y prudente, encontré un lugar apropiado bajo un árbol frondoso y acogedor en donde me dispuse a esperar las primeras luces del día. Demás está decir que no tenía intención de quedarme dormido, acostumbrado como ya estaba al trabajo nocturno, aunque en algún momento, sin que me diera cuenta, el sueño debió vencerme. Cuando abrí los ojos tenía las piernas agarrotadas y el color del cielo era morado con estrías anaranjadas que parecían estelas de aviones a chorro. El lugar donde me hallaba estaba justo enfrente de la puerta principal del caserón por lo que decidí buscar un sitio más discreto. Tenía la vaga esperanza de ver salir a Caridad y de hablar con ella. Recuerdo que mientras buscaba un lugar donde continuar la espera el corazón me latía demasiado aprisa. Por lo demás, creo que estaba tranquilo. Unas dos horas después, cuando el color del cielo se había transfigurado en un azul deslavado y por el horizonte se acercaban unas nubes gigantescas y oscuras, vi salir a Carmen por la puerta principal. Tenía el aplomo de un ama de casa que va al mercado, la cantante, con su bolsa colgada del brazo, el pelo peinado hacia atrás salvo una especie de flequillo que cubría parte de la frente y de la ceja izquierda; se detuvo en el porche, muy oronda, y miró hacia ambos lados antes de bajar, con seguridad, los escalones. Ya en el jardín volvió a detenerse y su mirada de águila se dirigió hacia el lugar donde yo estaba. Con un gesto de la mano me indicó que la siguiera. Salí de mi escondite y remontamos juntos el camino privado, a paso lento, como si disfrutáramos de la mañana. Carmen no estaba nada sorprendida de haberme encontrado, al contrario, le extrañaba que no hubiera aparecido antes. Daba por sentado que yo estaba "legalmente" enamorado de Caridad y que ésta, tarde o temprano, más temprano que tarde, me correspondería y "todos viviríamos felices". Mientras subíamos la cuesta y poco a poco dejábamos atrás el caserón, comparó la frescura de la mañana con la salud de hierro necesaria para vivir sin amor (e incluso con amor) en estos tiempos difíciles. Una vez más habló de la casa que el Ayuntamiento le conseguiría y, sorpresivamente, me invitó a vivir con ella: necesitaremos un vigilante, dijo entre risas. Un hombre que nos cuide. Yo también me reí: sobre los pinos agarrados de los riscos distinguí unos pájaros que me parecieron enormes y que también se reían. Cuando ante nosotros apareció Z, después de un recodo en el camino, su humor se apagó de golpe. Para remediarlo se puso a hablar de Caridad, pocas cosas sabía de ella, pero sin duda muchas más que yo, por lo que la escuché atentamente. Habló de la simpatía y de la docilidad, de la lógica y de la astucia, mascullando interjecciones y adoptando un tono cada vez más grave. Luego se concentró en el único aspecto que de verdad parecía preocuparle: su falta de apetito. Caridad simplemente había dejado de comer. Desde que la conocía, o sea desde los días en el camping, su dieta consistía únicamente en algunas pastas dulces y en yogur líquido con sabor a fresa. A veces tomaba un café con leche o una cerveza, sobre todo cuando acompañaba a Carmen a trabajar, pero eran excepciones y además no solían sentarle bien: se volvía más hosca y silenciosa de lo que era. En más de una ocasión Carmen la había empujado a comer un bocadillo de jamón, por ejemplo, pero nada. Caridad, o el estómago misterioso de Caridad, sólo admitía donuts, magdalenas, chuchos, palmeras, mantecados, ensaimadas, galletas de coco y demás dulces por el estilo. ¿En qué consistía un desayuno? Caridad no desayunaba ni siquiera un buche de agua. ¿Y un almuerzo? Caridad despertaba a la una de la tarde o a las dos, así que tampoco almorzaba. ¿Y una comida? Una comida consistía en un donut y una magdalena, que cogía de una caja donde ambas guardaban las provisiones y que tenían oculta en una habitación del caserón, a salvo de las ratas y de las hormigas. ¿Y una merienda? Una merienda consistía en un dedal de yogur líquido y nada más. ¿Y la cena? La cena, que solían tomar juntas, consistía generalmente en dos o tres donuts y algunos tragos de yogur líquido. Caridad sentía verdadera pasión por los donuts. También por el yogur líquido. Por supuesto, había adelgazado y ahora hasta podían contársele las costillas, pero era igual, la voluntad de Caridad y su alimentación de pajarito constituían un todo inamovible. Carmen no se explicaba, por más vueltas que le daba al asunto, cómo podía aguantar tanto tiempo a base de una dieta tan chimichurri, pero el caso es que aguantaba y que cada día estaba "más preciosa". Cuando llegamos a las calles de Z la invité a desayunar. Carmen pidió churros con chocolate. El camarero, un adolescente somnoliento que no estaba para bromas, dijo que no tenían, por lo que se conformó con un bizcocho y una cerveza. Hablar demasiado le producía sed. Yo pedí café con leche y dos donuts. Antes de decirnos adiós preguntó si había estado alguna vez en el interior del caserón. Dije que no. Bien hecho, dijo ella, pero no me creyó…