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Gaspar Heredia: Hasta que el Carajillo se durmió estuvimos hablando de mujeres

HASTA QUE EL CARAJILLO se durmió estuvimos hablando de mujeres, comidas, trabajos, hijos, enfermedades, muertes… Cuando lo escuché roncar apagué la luz de la recepción y salí afuera a seguir pensando. Al amanecer volví a entrar en la recepción, le dije al Carajillo que no había novedades en el camping y que debía marcharme de inmediato. El Carajillo, medio dormido aún, murmuró palabras ininteligibles. Algo acerca de una lágrima gigantesca. Lágrima titánica. Pensé que soñaba con la letra de una canción. Luego abrió un ojo y preguntó a dónde iba. Salgo a dar una vuelta, dije. Me deseó suerte y volvió a quedarse dormido. A buen paso supuse que tardaría tres cuartos de hora en llegar al Palacio Benvingut. Tenía tiempo de sobra así que antes de salir del pueblo me detuve en un bar repleto de pescadores y desayuné. No presté mucha atención a lo que decían, pero creí entender que aquella noche desde algunos botes vieron una ballena y un pescador se perdió. En el fondo del bar, rodeado de hombres vestidos con trajes de faena, un muchacho de unos catorce años movía las manos aparatosamente y a veces se reía y otras veces gruñía y repetía palabras que otros habían dicho aquella noche. "La Desgracia", "La Ballena", "El Guapo", "La Ola", resonaban como si estuvieran jugando a la lotería. Pagué la cuenta y me marché sin que nadie se fijara en mí. Durante el trayecto hasta el caserón no pasó ni un solo coche por la carretera, ni de Z a Y, ni de Y a Z; tampoco vi a nadie caminando en una u otra dirección. Desde lo alto de las calas el pueblo parecía dormido y seguramente sólo los pescadores estaban despiertos. Cerca de la playa todavía faenaban algunos botes. Cuando por fin llegué al Palacio la costumbre me llevó directamente a la pista de hielo. Las luces estaban encendidas y erróneamente pensé que la patinadora y el gordo tal vez estuvieran allí. Pero no, dentro de la pista sólo vi a la pobre Carmen y en el borde, en el lugar habitual del gordo, observando el cadáver, estaba Caridad. Tenía los ojos borrosos de las noches del camping y la cara llena de sangre que aún manaba de su nariz. No se percató de mi presencia hasta que la cogí de los hombros. No sé por qué pensé que si ella pisaba el hielo, cosa que parecía a punto de hacer, la perdería para siempre. En la camiseta y en las manos de Caridad también había sangre. Ambos estábamos temblando. Mis brazos, que sujetaban sus hombros, se movían como cables y los dientes me castañeteaban produciendo un sonido acorde con el escenario. Caridad también temblaba, pero su temblor provenía de dentro y permanecía dentro, en un circuito secreto sólo perceptible si uno la tocaba, tal como yo hacía en ese momento. Incluso pensé que mi temblor lo producía su temblor y que si la soltaba aquél cesaría, pero no lo hice. Caridad me miró únicamente cuando sintió mis manos sobre sus hombros, sin reconocerme, y como si creyera que yo había matado a la cantante. ¿Qué ha pasado?, dije. No respondió. El cuchillo, el hielo, la mañana, el cuerpo de la cantante, el caserón, los ojos de Caridad, todo comenzó a dar vueltas… Mis manos apretaban sus hombros como si temiera que fuera a desaparecer. Recordé lo buena y generosa que fue la cantante con Caridad y lo buena y generosa que fue Caridad con la cantante. Ambas, forasteras en Z, se ayudaron a lo largo de aquel verano de la mejor manera que sabían. Durante unos instantes no pude separar mi mirada del cuerpo que yacía sobre el hielo, luego dije que nos marcháramos, aunque sospechaba que no teníamos ningún sitio donde ir. Con suavidad la empujé hacia el interior del Palacio. Caridad se dejó llevar con una docilidad que no esperaba. Vamos a buscar tus cosas, dije. De repente nos encontramos dando vueltas por pasillos y escaleras, pero cada vez más de prisa, como si el requisito indispensable para abandonar definitivamente el lugar del crimen fuera registrar la casa de arriba abajo. En algún momento, sin llegar a detenernos, recuerdo haberle dicho al oído que yo era el vigilante nocturno del camping y que debía confiar en mí, pero ella no pareció escucharme. En el segundo piso estaba la habitación que Caridad y Carmen habían usado para dormir. No era más grande que una despensa y para acceder a ella había que atravesar otras dos habitaciones, lo que la hacía bastante discreta y difícil de encontrar. Cámbiate de camiseta, dije. Caridad sacó de su mochila una camiseta negra y tiró la ensangrentada en el suelo. Me agaché y recogí todas sus cosas, incluida la camiseta ensangrentada, y las metí en la mochila. El resto eran cosas de la cantante, botellas vacías, velas, bolsas de plástico con ropa, comics, platos, vasos. No hay prisa, dijo Caridad. La miré en la semipenumbra: desde aquella habitación las dos mujeres escucharon una noche los acordes de la Danza del Fuego y sin duda debieron pasar un mal rato. Las imaginé bajando las escaleras al encuentro de la música, más solas que nunca, una con el cuchillo, la otra con un palo o una botella, hechizadas por el resplandor de la pista de hielo. O tal vez no, en todo caso ya no tenía ninguna importancia. Cuando salimos era Caridad la que me guiaba. En vez de bajar subimos a una habitación del tercer piso. Quédate conmigo hasta que lleguen, dijo Caridad mirándome a la cara. Supuse que se refería a la policía. Nos hundiremos juntos, pensé. Los dos estábamos helados, así que nos cubrimos con las mantas y nos tiramos sobre el suelo de madera. Por la ventana se colaban débiles rayos de luz. Era como estar acampados.