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Probablemente el calor hizo que sin darme cuenta me quedara dormido. Los pasos en el piso de abajo me despertaron. Alguien abría y cerraba habitaciones. Sé que es lógico y tonto, pero no pensé en la policía sino en Carmen, que se había levantado de su charco de sangre y nos buscaba. No por venganza ni para darnos un susto, sino para ponerse cómoda junto a nosotros, también ella envuelta en una de las mantas. Por cierto, no tenía la más mínima idea de qué hora podía ser. Cuando la puerta se abrió y apareció Remo Morán tampoco quedé muy sorprendido. Recordé la noche en que lo vi salir de la discoteca con una chica rubia. La chica era la patinadora, por lo que no me pareció extraño que la buscara. Tú eres mi padre, pensé, ayúdame. Creo que Remo tenía miedo de que Caridad también estuviera muerta…

Enric Rosquelles: Por la tarde Pilar telefoneó a mi oficina para informarme

POR LA TARDE PILAR telefoneó a mi oficina para informarme, con un tono seco y oficial, que habían encontrado un cadáver en el Palacio Benvingut. El teléfono se me cayó de las manos y cuando lo recogí ya no había nadie al otro lado. Al marcar el número de Nuria me di cuenta que estaba temblando, pero mi voluntad se impuso y cuando Laia descolgó el teléfono pude preguntar por Nuria con una voz por lo menos pasable. Nuria no estaba. En circunstancias normales jamás me habría atrevido a preguntar si había dormido en casa, pero las circunstancias no eran normales, así que lo hice. En el otro lado Laia emitió una breve risita de burla antes de contestar. Sí, qué creía, por supuesto, había dormido en casa. Respiré aliviado y le encargué que le dijera a Nuria que se pusiera en contacto conmigo lo antes posible. Si en la próxima media hora no recibía una llamada suya, iría a buscarla directamente a su casa. Estás celoso, dijo Laia. No, dije, no estoy celoso. Laia empezó a preguntar si pasaba algo, pobre pajarito, cuando sentí que no podía más y colgué el teléfono. Necesitaba desesperadamente reflexionar, así que respiré hondo y procuré darme otra dosis de serenidad. Ya casi lo había conseguido cuando llamaron a la puerta y apareció el viejo García, el jefe de la Policía Municipal de Z. Traía un fajo de papeles en la mano y con el gesto campechano de siempre, aunque esta vez un poco forzado, preguntó si podía sentarse un rato. Le dije que no se quedara en la puerta, que pasara y tomara asiento como si estuviera en su casa. Creo que grité un poco. Con un encogimiento de hombros García avanzó hacia la silla que le ofrecí y por un instante ambos permanecimos en silencio, él sentado con las rodillas muy separadas y yo mirando la calle desde una ventana. Hable, hombre, hable, dije sin más preámbulos. García me recomendó que bajara la voz. Lo puede oír la secre, dijo tan bajito que tuve que pedirle que lo repitiera. Descorazonado, pero un poco más sereno, tomé asiento y opté por la táctica de mirarlo a los ojos sin pestañear. Tal como me lo figuraba, García desvió la mirada casi de inmediato y se dedicó a observar los diplomas colgados de la pared. Tiene muchos títulos, constató en un susurro. Moví la cabeza sin dejar de mirarlo, sí, aquellos eran mis trofeos, los certificados de mi inteligencia y dedicación, la fotocopia de mi diploma de psicología (el original lo tiene enmarcado mi madre), el diploma del cursillo de educación especial, el de educador de calle, el de educación en las prisiones, el de asistencia primaria y centros abiertos, el de delincuencia juvenil y drogadicción, el de animador sociocultural, el de psicología urbana, el de psicología y criminalidad (impartido en París durante dos días), el de educador social (un fin de semana en Colonia con conferenciantes vagamente nazis), el de reanimación psicosocial, el de psicología y medio ambiente, el de problemas de la vejez, el de centros de rehabilitación y granjas, el de Hacia una Europa Socialista, el de política y economía española, el de política y deporte en España, el de política y Tercer Mundo, el de problemas y soluciones en los pequeños ayuntamientos, etcétera, etcétera. No sabía que estudiara tanto, dijo García en un suspiro. Evité contestarle; mi mente, como vulgarmente se dice, estaba muy lejos de aquella oficina, perdida en un espacio de ensueños. Sin darme cuenta me puse a tararear la Danza del Fuego. Ya sabe por qué estoy aquí, dijo García carraspeando. No me gustó que me interrumpiera, a nadie le gusta que lo hagan, no sé, me pareció una falta de educación absoluta, pero qué otra cosa podía esperar de un policía. Al grano, hombre, al grano, dije alzando la voz nuevamente. García se sonrojó tanto que creí que iba a sufrir un ataque al corazón o al cerebro o ambas cosas a la vez. Está usted detenido, dijo mirando el suelo. Bueno, ya está, no era tan difícil decirlo, dije con una sonrisa que sólo Dios sabe cuánto esfuerzo me costó mantener entre los labios. Luego, ya sin sonreír, pregunté qué se suponía que había hecho. Matar a una mujer, dijo García, y estafar al Ayuntamiento. Pregunté, con auténtica curiosidad, a qué mujer se suponía que había matado, aunque en mi interior comenzaba a sospechar quién era la muerta. A una mendiga, dijo García buscando en sus papeles, Carmen González Medrano. Pregunté si había llegado a tal deducción él solo o si por el contrario el trabajo había sido en equipo. García se encogió de hombros e hizo como que no me entendía. Lo tienes mal si crees que vas a apuntarte un tanto a mi costa, le advertí. García respondió que en realidad él no se apuntaba nada y que sentía mucho verse en el trance de arrestarme, pero que lo comprendiera, cada uno tenía sus obligaciones. No le creí ni una palabra, en el brillo de los ojos se le notaba la felicidad: por primera vez el cabroncete se iba a adelantar a los nacionales y a la Guardia Civil. Lo tienes mal si crees que vas a salir en los periódicos, García, bramé, todos os vais a llevar una buena sorpresa. García balbuceaba una respuesta cuando sonó el teléfono y me abalancé a cogerlo como si en ello me fuera la vida. Al otro lado del hilo la voz de Nuria semejaba un pájaro tembloroso de frío. Nunca, lo juro, la había sentido más cerca. Nuria, dije, Nuria, Nuria, Nuria. Con una discreción que lo honra, García se levantó y se puso de espaldas a mí a mirar los diplomas. Sin querer, sin darme cuenta de lo que hacía, comencé a llorar. Nuria, no sé cómo, se dio cuenta y preguntó, no muy segura y sí muy preocupada, si estaba llorando, extremo que me apresuré a desmentir de palabra y de hecho. García, desde un rincón, me observaba de reojo. Afuera de la oficina oí gritos, era mi secretaria, y algunas voces que pedían y exigían, pero que no logré distinguir. Un buen barullo, en todo caso. En aquel momento no me hubiera importado caer fulminado por un rayo. La respiración de Nuria y mi respiración, unidas en la línea telefónica, eran como un matrimonio atemporal, al mismo tiempo el enlace y la consumación y el transcurrir de los días tranquilos y el conocimiento. Los dientes me rechinaron de una forma horrible. ¿Qué sucede?, dijo Nuria. Noté que García estaba otra vez junto a mí y hacía morisquetas ininteligibles. Los ruidos que provenían de la antesala iban en aumento: sillas caídas, cuerpos que chocaban contra las paredes, gritos que pedían silencio y calma, por favor, no entorpecer el curso de la justicia. Entonces silabeé: Nu-ria-de-bo-col-gar-pa-se-lo-que-pa-se-re-cuer-da-que-te-quie-ro-re-cuer-da-que-te-quie-ro…