Remo Morán: Los periódicos y las revistas la hicieron famosa
LOS PERIÓDICOS Y LAS REVISTAS la hicieron famosa en todo el país y su fama, dicen, traspasó las fronteras; su foto se reprodujo en los semanarios sensacionalistas de Europa; la llamaron la mujer misteriosa del Palacio Benvingut, la deportista del Infierno, la patinadora de mirada angelical, el objeto español del deseo, la belleza que conmocionó la Costa Brava. Poco después de hacerse público el escándalo fue expulsada de la Federación de Patinaje y todas las esperanzas de volver al mundo de la competición se desvanecieron. Una revista de Barcelona le ofreció dos millones de pesetas por posar desnuda. Otra, medio millón por la historia completa de los sucesos ocurridos en el Palacio Benvingut. Hubo quienes dijeron que Enric Rosquelles la estaba encubriendo y que la verdadera asesina era Nuria, pero esta acusación no prosperó: la noche del crimen, que los expertos calculan ocurrido alrededor de las tres de la mañana, ella se encontraba en su casa: su madre y hermana pudieron corroborarlo. A mayor abundamiento: aquella noche una amiga de X, por un cúmulo de azares que no vienen al caso, se alojó en su casa. Conversaron hasta pasada la hora que los expertos fijaron y compartieron el mismo dormitorio. La amiga no dudó en declarar que Nuria no se movió de la cama durante toda la noche. Del infortunio, manifestado en formas diversas, lo que más sintió fue su exclusión del equipo de patinaje, al cual ni siquiera le fue permitido presentarse para la selección final. Abruptamente, justo en el mejor momento, se acabaron las becas o la esperanza de becas, las medallas o la esperanza de las medallas. Habló, puesto que se había convertido en noticia y nadie le negaba un micrófono, en todos los medios de comunicación que quiso, sobre todo en los programas deportivos nocturnos de marcado carácter sensacionalista, en contra de los directivos y entrenadores que, erigiéndose en jueces, arbitrariamente la habían apartado de lo que para ella era más que una profesión. Invocó la Constitución e intentó defenderse, pero no hubo manera. Una noche la escuché, con Alex y un camarero, en el bar ya sin clientes. La radio portátil parecía un fantasma de otro planeta, entre una caja de cervezas y el refrigerador. Hubiera sido menos doloroso no hacerlo: a lo largo de veinte minutos el locutor la condujo con pericia y saña mal disfrazada de benevolencia por los territorios de la violación pública. Una semana después Nuria regresó a Z. Estaba agotada y en sus ojos se notaban rastros de fiebre. No quería dejarse ver en restaurantes ni en sitios demasiado frecuentados, y tampoco quedarse en casa. Cuando la fui a buscar sugerí que enfiláramos el coche hacia el interior, por carreteras de segunda que atravesaban antiguas masías convertidas en merenderos. Durante el trayecto habló de Enric. Dijo que se había portado mal con él, que mientras el pobre se fundía en la cárcel ella luchaba (y para colmo hacía el ridículo) por recuperar su opción a una plaza en el equipo olímpico. Que se sentía terriblemente egoísta. Dijo que siempre había sabido que Enric la quería, pero nunca le dio demasiada importancia. Él jamás exteriorizó sus sentimientos, tal vez si le hubiera pedido ir a la cama las cosas ahora serían distintas. Me contó que en Barcelona había vivido en casa de una amiga y que al principio sufrió mucho: todas las noches lloraba hasta quedarse dormida, tenía pesadillas con la vieja asesinada, le dolía la cabeza y las manos le temblaban cuando recibía visitas. Un día, en las dependencias del INEF, encontró a su antiguo novio y éste se comportó como un imbécil. Se acostaron y a las doce de la noche ella se marchó con la convicción de que no volvería a verlo. Él ni se dio cuenta, estaba dormido. Sobre las entrevistas y juicios que pensaba llevar adelante no dijo una palabra ni yo le pregunté. Quería visitar a Enric en la cárcel y deseaba que alguien la acompañara. Dije que estaba dispuesto a ir con ella, pero pasaron los días y Nuria no volvió a tocar el tema. Aparecía por el hotel, a la hora de siempre, y de inmediato subíamos a mi habitación en donde permanecíamos hasta que empezaba a oscurecer. En la cama, invariablemente, hablaba de la vieja y del Palacio Benvingut. Una tarde, mientras se venía, dijo que debería comprarlo. No tengo tanto dinero, dije. Es una pena, contestó, si tuvieras mucho dinero podríamos irnos de aquí para siempre. Para eso sí que tengo dinero, dije, pero ella ya no me escuchaba. El amor lo hacía en silencio, pero a medida que se acercaba el climax se ponía a hablar. El problema no era que Nuria hablara durante el acto sexual, sino que siempre se refiriera a lo mismo: el asesinato y el patinaje. Como si se ahogara. Quiza lo peor no fue que ella hablara de lo mismo, sino que yo empecé a contagiarme y al cabo de no mucho, en los instantes previos al orgasmo, ambos nos desatábamos en una serie de confesiones y soliloquios macabros llenos de gemidos y de planicies heladas y de viejas multiplicadas en el hielo que sólo con nuestras venidas conseguíamos romper. ¿Qué sentí cuando vi a la vieja tirada sobre el charco de sangre? ¿Sabía que la hoja de un patín, de tres milímetros de anchura, podía ser considerada un arma blanca? ¿Qué impulsó a la vieja a meterse en la pista, huía de su asesino, pensó que su asesino no podría seguirla hasta allí, quién de los dos resbaló primero? Otras veces la obsesión era Enric; si Enric la odiaría, si Enric pensaría en ella, si Enric pensaría en el suicidio, si Enric estaba loco, si Enric había matado a la vieja. Una tarde me pidió que la sodomizara. Cuando lo estaba haciendo, dijo que a Enric seguramente ya le habrían dado por el culo en la cárcel. Por un instante pensé en el gordo y ya no tuve ganas. Otra tarde me contó que había soñado con la sangre de la vieja. La sangre en el hielo formaba una letra que nadie, ni yo ni los policías, había visto. ¿Qué letra? Una N mayúscula. Otra tarde, en lugar de desnudarme le dije que cogiéramos el coche y nos fuéramos a Gerona a visitar a Enric. Nuria se negó y luego se puso a llorar. Cómo pude ser tan tonta, dijo, para no darme cuenta de nada. ¿De qué tenías que darte cuenta, de que Enric había construido la pista a espaldas del Ayuntamiento? No, gritó Nuria, de que Enric me amaba como nadie lo ha hecho. Fue mi verdadero amor y yo no lo supe ver. Y así, variaciones sobre el mismo tema hasta quedar agotados. Aquello, lo supe bien pronto y creo que Nuria también lo sabía, no podía traernos nada bueno. De todas maneras, nunca como entonces estuvimos tan cerca el uno del otro, y nunca como entonces nos deseamos tanto…