ME HACE POLVO ver cómo la gente se larga, me dijo el Recluta, mientras yo sigo pegado a este pueblo esperando un milagro. El milagro elemental o el milagro de lo comprensible. Por las tardes iba a buscarlo a la playa y casi siempre lo encontraba junto a un puesto de patines que atendía un tipo enorme y desfigurado. Junto a él, el Recluta parecía un enano y se sentía protegido: no hablaban, se limitaban a estar juntos hasta que oscureciera, y ambos se perdían en direcciones opuestas. Aquél era el único puesto de patines que quedaba en la playa y casi no tenía clientes. El Recluta, por ayudar, a veces recorría un tramo de playa ofreciendo los patines, pero nadie le hacía caso. Por aquellos días Nuria se marchó de Z sin decirme una palabra y, según Laia, ahora vivía con una amiga en Barcelona, donde había encontrado trabajo. Lola y mi hijo se mudaron a Gerona. Alex había comenzado a preparar el cierre de las tiendas de bisutería, del camping y del hotel (como siempre, sólo mantendríamos el Cartago abierto todo el año) y salía de su oficina únicamente para comer. En el camping quedaba muy poca gente y en el hotel sólo un grupo de jubilados salidos de madre que cada noche montaban una fiesta como si presintieran la inminencia de la muerte. El escándalo del Palacio Benvingut había remitido, aunque en Z se seguía hablando de la estafa de Rosquelles; era un arma política que se arrojaban socialistas y convergentes en su lucha por el Ayuntamiento. En el resto de España ya habían salido a la luz otros escándalos y el mundo seguía, imperturbable, su curso en el vacío. En lo que a mí respecta empezaba a estar harto de Z y a veces soñaba con irme, ¿pero a dónde? Traspasarlo todo y vivir en una masía cerca de Gerona no era una buena idea. Tampoco vivir en Barcelona, o volver a Chile. Tal vez México, pero no, en el fondo sabía que no iba a volver: tenía demasiado miedo. Sólo falta que empiece a nevar, patrón, me dijo el Recluta una tarde mientras caminábamos por el Paseo Marítimo y en la playa, de tanto en tanto, se adivinaba algún bañista semi enterrado bajo la arena o recorriendo la orilla en dirección contraria a la nuestra en un desesperado intento de rebajar kilos o de adquirir cierta condición atlética. ¿Sólo falta que empiece a nevar? Sí, patrón, me dijo el Recluta, borracho o drogado, los ojos brillantes de fiebre, y que la nieve me cubra hasta matarme…
Gaspar Heredia: Faltaba una semana para que nos fuéramos
FALTABA UNA SEMANA para que nos fuéramos. Bobadilla había empezado a despedir de forma escalonada al personal y un día, al despertarme, me dijeron que Rosa y Azucena habían regresado al Prat. Antes de marcharse compraron una tarta y prepararon una pequeña despedida. La noticia me dolió y lamenté haber estado dormido. Caridad guardaba mi pedazo de tarta, que me comí en el fondo del camping, mirando las cercas y las sombras que se desplazaban por los edificios colindantes, casi todos vacíos. La perspectiva de abandonar Z me llenaba de inquietud, sin embargo, era inevitable que nos fuéramos. Mientras esperábamos que eso sucediese Caridad sugirió visitar por última vez el Palacio Benvingut. Me negué resueltamente. ¿Para qué ir allí? ¿Qué se nos había perdido? Nada. Así que mejor era seguir recluidos en el camping hasta el día de nuestra definitiva partida de Z. Caridad pareció convencida, pero no lo estaba. En sus ojos, brevemente, vi la placa borrosa que ya conocía y que en ella, en su rostro, actuaba como un succionador hacia otra realidad. Los ojos borrosos, me dije a mí mismo, son producto del agotamiento y de la mala alimentación de esta muchacha, y punto. O bien: es natural que unos ojos oscuros, cabalmente negros, se vean borrosos con tal y cual luz. Pero la verdad es que nada conseguía tranquilizarme. Cada día que pasaba se iba acrecentando mi miedo. ¿Miedo de qué? Con certeza no puedo decirlo, aunque supongo que era miedo a dejar de ser feliz. Resultaba sintomático que cuando estaba solo me entretuviera haciendo números en un papel o en el suelo con un palito: el dinero que me debía Remo Morán, más el finiquito, contra los meses que tardaría en evaporarse, aproximadamente en Navidad, la mejor época para estar sin un duro. Para entonces confiaba tener otro trabajo, aunque fuera de Papá Noel o de Rey Mago. Otras veces me daba por pensar en la policía. Soñaba con comisarías crepusculares barridas por el viento, archiveros despanzurrados en el suelo, fichas amarillas de extranjeros con permisos de residencia caducados desde hacía muchos años, papeles que ya nadie leía y que el tiempo iba borrando. Casos archivados y perdidos. Rostros de asesinos archivados y perdidos. Todos los legales ahora pueden trabajar, la guerra ha terminado. Cuando despertaba intentaba darme valor diciéndome que lo peor ya había pasado, que todo había ido bien, pero la sensación de no estar pisando terreno firme persistía. En otra ocasión, mientras dormía, escuché la voz de Caridad, en sordina, diciendo que quería ir al Palacio Benvingut para vengar a Carmen. Abrí los ojos creyendo que hablaba con alguien afuera de la tienda, pero no, estaba a mi lado, extendida junto a mí, y las palabras eran susurradas directamente en mi oído. ¿Para qué estropearlo todo con el maldito Palacio?, musité, a medio camino entre la vigilia y el sueño. Caridad se rió como si hubiera sido sorprendida jugando a algo infame. A través de la lona no se distinguía la más leve señal de luz diurna por lo que supuse que ya había oscurecido; el silencio de la tarde, de una tarde vacía de campistas, enfriaba el cuerpo; tuve la impresión, no sé por qué, que en el exterior había dos palmos de neblina. ¿Vengar a Carmen, de qué manera?, dije. Caridad no contestó. ¿Crees que el asesino volverá al lugar del crimen?, dije. Sentí cómo los labios de Caridad bajaban de mi oreja al cuello y ahí se posaban: primero los labios, luego los dientes, luego la lengua. Me di vuelta, casi enfermo, y busqué el contorno de su rostro. En la oscuridad los ojos de Caridad habían desaparecido. Pobre Carmen, dijo, yo sé quién la mató. Con tu amigo Remo hemos hablado de esto. ¿Cuando?, dije. Vino a verme hace unos días y hablamos de todo. ¿Remo sabe quién mató a Carmen? Yo también, dijo Caridad. ¿Y para qué quieres ir al Palacio Benvingut?, deberías ir a la policía, dije, incapaz de volver a quedarme dormido…
Enric Rosquelles: Salí en libertad una semana después
SALÍ EN LIBERTAD una semana después de que mi ensayo ganara el primer premio en el concurso "Proyecto Carcelario Europeo" patrocinado por la CEE. Pasar una temporadita en la cárcel me había templado los nervios, según creía, y el modo en que ahora contemplaba la realidad era más distante y sereno. Notoriamente más distante y sereno. Hay reclusos que dicen que estar dentro o estar fuera más o menos es lo mismo. No les falta un poco de razón. De todas maneras yo prefería estar fuera. Había adelgazado y me había dejado crecer el bigote; por lo demás, aunque resulte paradójico, mi piel estaba mucho más bronceada que al entrar y mi salud era perfecta. En la salida encontré a mi madre y a mis tías y antes de que tuviera tiempo de reaccionar me vi en casa de uno de mis primos (el arquitecto) en donde permanecí oculto durante tres días, reducido a la voluntad de la familia de mi madre, que de esta manera se cobraba la porción que les correspondía del dinero puesto en mi fianza. En privado, la mujer de mi primo me confesó que temían una nueva locura de mi parte. ¡El suicidio! ¡Angelitos de Dios! Si no me había suicidado en la trena, ¿cómo podían suponer que me suicidaría en la calle, arropado entre los míos? Pero no les llevé la contraria y me dejé manejar cuanto les diera la gana. En el fondo siempre he respetado la sabiduría, el saber hacer de la familia. Durante esta nueva reclusión sólo hablé (por teléfono) con el director de la cárcel de Gerona, quien no sólo estaba encantado con el premio sino que planeaba ya nuevos ensayos escritos en conjunto sobre una variedad de temas que él definía como "sociológicos". Juanito, que ése era su nombre, pensaba pedir una excedencia de un año en la administración pública, pues al hilo del premio le habían ofrecido trabajo en una importante editorial madrileña y, según sus palabras, no perdía nada con probar. No recuerdo si la editorial era de libros "sociológicos" o de literatura, qué más da, estoy seguro de que Juanito llegará lejos. La otra llamada telefónica fue para intentar localizar a Nuria. Primero hablé con su madre y luego con Laia. La madre, correcta pero seca, me informó que Nuria ya no vivía en Z y que hasta donde ella sabía su hija prefería no volver a verme. Más tarde hablé con Laia y así supe que Nuria trabajaba de secretaria en una empresa holandesa afincada en Barcelona y que hacía un mes o algo así su foto había aparecido en una conocida revista de alcance nacional. ¿De qué foto hablaba? Fotos de desnudos artísticos, dijo Laia aguantándose la risa. Durante más de una semana intenté conseguir la revista pero todos mis esfuerzos fueron vanos. Alguna noche, ya en mi casa, soñé que buscaba las fotos de Nuria desnuda, deambulando en pijama por una hemeroteca gigantesca y polvorienta, similar (recordarlo me pone los pelos de punta) al Palacio Benvingut. Envuelto en una gelatina gris, sofocado y silencioso, revolvía estantes y cajones con la vaga certeza de que si encontraba las fotos comprendería el significado, la razón, el sentido verdadero y escamoteado de lo que me había ocurrido. Pero las fotos nunca aparecían…