Remo Morán: Yo la maté, patrón, me dijo el Recluta
YO LA MATÉ, PATRÓN, me dijo el Recluta, mientras las olas se acercaban a intervalos regulares, cada vez un poco más, a sus rodillas. La playa estaba vacía; en el horizonte, sobre el mar, se revolvían nubes negras y gordas. Una hora más, pensé, y la primera tormenta de otoño, como un portaaviones, pasará sobre Z y nadie nos oirá. (¿Nadie nos oirá?) No me pregunte el porqué, patrón, dijo el Recluta, seguramente ni yo mismo lo sé, aunque probablemente la respuesta sea porque estoy enfermo. ¿Pero enfermo de qué? Nada me duele. ¿Qué demonio o diablo me ha poseído? ¿La culpa la tiene este pueblo miserable? El Recluta estaba arrodillado en la arena, mirando el mar de espaldas a mí, por lo que no podía verle la cara, aunque me pareció que estaba llorando. El pelo, muy pegado al cráneo, daba la impresión de estar peinado con gomina. Le rogué que se calmara y nos fuéramos a otra parte. (¿A dónde quería llevarlo?) No me fui cuando debía irme, contestó, prueba de que todavía tengo los huevos en su sitio, y he esperado todo lo humanamente posible que la iluminación llegara a los policías, pero en este país nadie quiere trabajar, patrón, y aquí me tiene, suspiró. Las olas, por fin, alcanzaron las rodillas del Recluta. Un escalofrío recorrió sus harapos. Le arrebaté el cuchillo con el que la pobrecita pensaba defenderse (¿de mí? ¡no!) y a partir de ese momento me convertí en una bestia, sollozó el Recluta. ¿Qué están esperando para detenerme? Dije: ¿cómo te van a detener si nadie sospecha nada de ti? El Recluta permaneció en silencio un breve instante, ya teníamos la tormenta sobre nuestras cabezas. Yo la maté, patrón, eso es un hecho, y ahora este pueblo extraño y miserable parece celebrar su luna de miel. Empezó a diluviar. Antes de levantarme y emprender el regreso al hotel le pregunté cómo había sabido que la cantante vivía en el Palacio Benvingut. El Recluta se volvió a mirarme con la inocencia de un niño (entre dos relámpagos vi la cara recién lavada, chorreando agua, de mi hijo): siguiéndola, patrón, siguiéndola por estas calles empinadas sin más intención que velar por ella. Sin más intención que estar cerca del calor humano. ¿Ella estaba sola? El Recluta dibujó unos signos en el aire. Ya no hay nada más que hablar, dijo…
Gaspar Heredia: Tomamos el tren a Barcelona una tarde nublada
TOMAMOS EL TREN a Barcelona una tarde nublada, después de una mañana lluviosa que anegó las pocas tiendas que aún quedaban de pie en el Stella Maris. Los objetos que poseíamos resultaron más numerosos de lo que a simple vista parecía y nos hicieron falta bolsas de plástico, que conseguimos en el único supermercado que permanecía abierto. Incluso así nos vimos obligados a dejar en el camping muchas cosas que Caridad no se resignaba a perder: revistas, recortes, conchas de mar, piedras y un surtido variado de souvenirs de Z. Espero que cuando Bobadilla encuentre esos despojos los tire sin más dilación a la basura. La noche anterior a nuestra partida Remo apareció por la recepción para entregarme un sobre con mi paga y un extra con la cantidad suficiente como para que Caridad y yo cogiéramos un avión con destino a México. Luego estuvimos hablando detrás de la piscina, en un lugar donde nadie pudiera escucharnos. Sospecho que ambos nos ocultamos algo. La despedida fue breve: lo acompañé hasta la salida, le di las gracias, Morán dijo que me cuidara, nos dimos un abrazo y desapareció. Nunca más lo he vuelto a ver. Aquella misma noche Caridad y yo nos despedimos también del Carajillo. La mañana siguiente fue ajetreada: el agua entró en la tienda y nos mojó la ropa y los sacos de dormir. Cuando marchamos hacia la estación estábamos empapados. Al llegar ya no llovía. Al otro lado de las vías, en un huerto, vi un burro. Estaba bajo un árbol y de vez en cuando lanzaba un rebuzno que hacía que todos los viajeros que esperaban en los andenes se volvieran a mirarlo. El burro, después de la lluvia, parecía feliz. Entonces, como vomitados por una nube negra, por un extremo de la estación aparecieron dos policías nacionales y un guardia civil. Pensé que venían a detenernos. Con el rabillo del ojo los vi avanzar lentamente, con pachorra, hacia nosotros, las manos prestas a desenfundar. Ese bicho y yo nos parecemos, dijo Caridad con voz soñadora. Somos extranjeros en nuestro propio país. Hubiera querido decirle que se equivocaba, que allí al único que podían aplicarle la ley de extranjería era a mí, pero no abrí la boca. La cogí suavemente de la cintura y esperé. Caridad, pensé, era extranjera para Dios, para la policía, para sí misma, pero no para mí. Lo mismo podía decir del burro. Los policías se detuvieron a medio camino. Entraron en el bar de la estación, primero los nacionales, después el guardia civil, y, ¡milagro auditivo!, los oí claramente pedir dos cortados y un carajillo. El burro volvió a rebuznar. Durante un buen rato estuvimos contemplándolo. Caridad pasó un brazo por mis hombros y permanecimos así hasta que llegó el tren…
Enric Rosquelles: Cuando por fin volví a Z todo era tan distinto
CUANDO POR FIN volví a Z todo era tan distinto que pensé que me había equivocado de pueblo. En primer lugar nadie me reconoció, lo que resultaba extraordinario ya que durante muchas semanas fui el personaje más famoso del lugar y costaba creer que en tan poco tiempo todo el asunto hubiera sido olvidado. En segundo lugar, yo mismo no reconocí muchos de los edificios y calles de Z, como si en mi ausencia alguien hubiera rediseñado el casco urbano de una manera sutil pero dolorosamente perceptible: las vitrinas parecían fragmentos de un gran entramado de camuflaje, los árboles desnudos no estaban donde debían estar, el sentido de la circulación, en algunas calles, había variado sustancialmente. Sólo el Ayuntamiento, lo comprobé sin bajarme del coche, ofrecía la misma fachada imperturbable de siempre, aunque Pilar ya no fuera la alcaldesa (había sido derrotada ampliamente en las últimas elecciones) ni yo su más eficiente factótum. La institución, comprendí con una mezcla de dulzura y amargura, seguiría pese a las transmutaciones de la realidad, o lo que es lo mismo: la realidad era incapaz, aunque en el empeño cayéramos los seres humanos como Pilar y yo, de cambiar aquellas venerables (e inútiles) piedras. Vistas las cosas desde esa perspectiva resultaba más fácil aceptar los cambios ocurridos en el pueblo. De todas maneras, bajo el influjo de un sentido de la precaución, aprendido recientemente en la cárcel, sólo bajé del coche para tomar una copa en un bar del centro e ir al lavabo, y para estirar un poco las piernas por el Paseo Marítimo, ya cercana la hora de irme. ¿Que si caí en la tentación de visitar el Palacio Benvingut? Bueno, lo más fácil sería deciros que no, o que sí. La verdad es que di un paseo en coche por las cuestas, pero no llegué a más. Hay una curva privilegiada, en la carretera de Z a Y, desde la que se puede observar la cala y el Palacio. Cuando llegué allí frené, di la vuelta y volví a Z. ¿Qué ganaba con ir al Palacio Benvingut? Nada, sólo añadir más dolor al dolor acumulado. En invierno, además, el Palacio es un lugar demasiado triste. Las piedras que recordaba azules son ahora grises. Los caminos que recordaba luminosos están ahora cubiertos de sombras. Así que metí el freno, di la vuelta en medio de la carretera y volví a Z. Hasta que no me hube alejado lo suficiente evité mirar por el retrovisor. Lo perdido está perdido, digo yo, y hay que mirar hacia adelante…