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r su fama y su belleza. Porque allí, frente a mí, estaba la mujer más hermosa que jamás hubiera visto. ¡La más hermosa que jamás veré! Los niños no suelen equivocarse, dicen. Yo, como psicólogo y como funcionario, nunca lo he creído. Esta vez tenían razón. Todos los adjetivos del mundo cuadraban a la figura luminosa de Nuria. ¿Cómo había podido trabajar tantos años en Z sin haberla conocido? La única explicación que encuentro es que yo no vivía en Z y Nuria, hasta entonces, había pasado largas temporadas fuera, con una beca del Comité Olímpico Español. Durante los días que siguieron a esta, concededme que la llame así, sublime aparición, me dediqué, casi sin darme cuenta, a buscar el pretexto que permitiera, si no nuestra amistad, al menos la posibilidad de saludarnos, tal vez charlar un poco, cuando nos encontráramos por la calle. Para tal fin inventé en el Departamento de Ferias y Fiestas una plaza de Reina de la Exposición Anual de Productos Lácteos y de la Huerta, una idea que inicialmente causó estupor en el comité de payeses que comercializaban los stands pero que después de un par de explicaciones fue acogida con entusiasmo. De la misma manera sugerí que no había nadie con mayor propiedad para encarnar a la Reina de la Exposición que Nuria, nuestra patinadora internacional. Un papel protocolario y decorativo. Algunas palabras en la inauguración y punto. Todos quedaron encantados y acto seguido pasé a la parte más difícil del asunto, conseguir que ella, a partir de aquel pretexto, accediese a mirarme, a reconocerme… Demás está decir que el destino de la exposición no me importaba en lo más mínimo; mi corazón por primera vez se imponía a mi cerebro y yo lo seguía obediente y entusiasta. Esto sucedió en primavera, según creo, y en ningún momento dejé de presentir que me encaminaba hacia el abismo y la ruina, pero no me importó. Si lo menciono es simplemente para no dar una imagen distorsionada de mi lucidez. Tampoco ahora me importa. El Coordinador de Ferias y Fiestas fue el encargado de ofrecerle la corona, y tal como había previsto, Nuria la rechazó. Entre otras cosas el Coordinador me informó que la fecha de su reintegración en el equipo español de patinaje estaba próxima. No había, pues, tiempo que perder. Tenía un motivo válido para interesarme en ella y aquel mismo día la llamé y sin más dilaciones concertamos una cita en un local del casco antiguo de Z. Por supuesto no logré convencerla, ni era ése mi propósito, que fuera reina, pero conseguí, al final, que aceptara una invitación para cenar conmigo aquella semana. Así comenzó todo. Nunca supe si hubo reina esa primavera. Después de la primera cena las siguientes se sucedieron a un ritmo endemoniado. Comencé a relacionarme con la gente que ella alternaba y poco a poco mis hábitos sociales fueron cambiando. Cada vez eran más frecuentes nuestros encuentros casuales. Cada vez más dichosos. Debo reconocer que hubiera seguido así el resto de mi vida, pero nada es duradero. A medida que nuestra amistad se fue haciendo más profunda comencé a percibir con mayor nitidez los problemas de Nuria; problemas que, vistos con una cierta óptica, no eran tales, pero que su temperamento artístico desorbitaba de inmediato. No mencionaré aquí los cientos de pequeños baches que la vida empezó a poner por aquellas fechas en su camino. Sólo recordaré los dos que me parecen más significativos. El primero me fue revelado una noche tras una agradable cena en compañía de buenos amigos, algunos de los cuales se entretienen ahora escupiendo mi rostro. Al marcharnos Nuria me ordenó que fuera rumbo a las calas en lugar de ir directamente hacia su casa. En la más alejada, en la cala de San Belisario, se puso a hablar, de forma entrecortada y caprichosa, acerca de una historia de amor entre ella y un caballerete al que no conocía. Deduje que habían sido novios. Deduje que ya no lo eran. Pude notar su dolor y extrañeza. Menos mal que dentro del coche estaba oscuro pues de lo contrario ella hubiera leído en mi rostro desencajado la profunda incredulidad, la aversión, incluso, por la existencia de un hombre capaz de dejarla. En cualquier caso puedo decir que con esa confidencia, que a ella atormentaba, yo me gradué como amigo íntimo. ¿Qué palabras dije de consuelo? Olvídalo. Insistí una y otra vez en que lo olvidara y se dedicara en cuerpo y alma a lo suyo, al patinaje. El segundo problema estaba relacionado precisamente con el patinaje. Sucedió unos diez días después de que Nuria se marchara de Z. El equipo español se había concentrado en jaca, en un centro de alto rendimiento a medio construir, y desde allí recibí una llamada telefónica a las doce de la noche de una Nuria hecha un mar de lágrimas. ¡Le habían quitado la beca! ¡Se habían reunido en jaca todos los miserables y habían procedido a dar, renovar y quitar becas! Ciertamente no fue Nuria la única en sufrir aquella encerrona. En pocas horas quedaron sin trabajo dos entrenadores nórdicos y uno húngaro, amén de varios nacionales, y sin becas casi todos los patinadores mayores de 19 años. Las excepciones, según ella, eran dignas de toda sospecha. La noticia, al día siguiente, aparecía en el interior de los periódicos deportivos, a una sola columna, en las secciones dedicadas a deportes de invierno, y no merecía la atención de los periódicos nacionales. Pero para Nuria aquello fue un golpe muy duro. La política de la Federación Española de Patinaje era renovarse o morir, algo común en nuestro país y generalmente sin mayor trascendencia. Todos estamos acostumbrados a morirnos cada cierto tiempo y tan poco a poco que la verdad es que cada día estamos más vivos. Infinitamente viejos e infinitamente vivos. En el caso de Nuria, ésta quedaba apartada del equipo nacional, no así de su federación autonómica, en cuyas instalaciones podía seguir entrenando y compitiendo. Su moral de deportista de élite, como es fácil suponer, quedó debilitada. Demás está decir que en la nueva selección de patinaje artístico no tenía cabida aunque, según sus palabras, era superior a las dos niñas que ahora compartían el liderato. Poco después pude averiguar, leyendo periódicos y telefoneando a algunos amigos periodistas de Gerona, que la mayoría de los patinadores catalanes había corrido la misma suerte. ¿Era un caso de postergación centralista? No lo sé, ni me importa, a esas alturas de mi vida sólo tenía sentido aquello que hacía feliz e infeliz a Nuria. La nueva situación, de alguna manera, me era favorable, pues al carecer de beca ella debería vivir de forma estable en Z. Pero el amor no es egoísta, lo descubrí no hace mucho, y el vacío de Nuria, su readaptación dolorosa a un mundo donde ya no habría viajes al extranjero, si acaso un viaje en tren dos veces por semana a la pista de hielo de Barcelona, consiguió hacerme sangrar el corazón. Cuando regresó a Z tuvimos varias conversaciones, a veces en mi oficina durante horas de trabajo (ella era la única que podía llegar e interrumpirme a la hora que quisiera; ella y Pilar, claro) y otras veces en el puerto de los pescadores, apoyados en viejos botes que ya nadie usaba y que olían, curiosamente, a cremas faciales, hablando siempre de lo mismo: el nepotismo de los dirigentes deportivos, la injusticia cometida con ella, su talento que se evaporaría con el paso de los meses. ¿Os preguntaréis cómo fuimos capaces de darle vueltas a lo mismo, una nimiedad al fin y al cabo, con tantas cosas importantes y tal vez agradables que teníamos para decirnos? Nuria era así, monotemática: cuando tropezaba con algo que no entendía lo golpeaba repetidas veces con su cabecita rubia hasta que le salía sangre. Yo ya había aprendido que lo mejor era escuchar y callar, a menos que aportara una solución, ¿pero qué podía hacer frente a la inalcanzable Federación de Patinaje Artístico? Nada, obviamente. Dejar que pasara el tiempo. Y mientras tanto saborear los instantes en que estábamos juntos, que ya eran diarios, y mirarla, y disfrutar de los días maravillosos de Z, y ser feliz. ¿Si me insinué durante este período? Nunca. No sé si fue por falta de valor, por miedo a estropear nuestra amistad, por indolencia o por timidez, pero creí prudente dejar un margen aún más amplio de tiempo. Uno labra su propia desgracia, ya lo he oído, mientras tanto era el perfecto
chevalier servant y no me disgustaba. Salíamos al cine, a tomar copas o a pasear en coche, a veces cenábamos en su casa, con su madre y una hermanita de diez años, Laia, quienes me recibían, no sé, como el novio, o el futuro novio, supongo, nunca terminé de entenderlo, en cualquier caso siempre de forma muy amable y familiar. Después de cenar veíamos un video, generalmente era yo quien lo llevaba, o bien nos quedábamos solos en la salita mirando su álbum de recortes y fotos. Unas veladas agradables. Muchas veces pensé que en ese momento debí plantarme, decir hasta aquí llego, soy feliz, qué más puedo pedir; pero el amor, que no entiende de razones ni de plantes, me empujaba. Así fue como fatalmente empezó a tomar forma el proyecto del Palacio Benvingut…