profundo. Con mierda escribían en las puertas y con mierda ensuciaban los lavamanos. Mierda primero cagada y luego acarreada hacia lugares simbólicos y vistosos: el espejo, la bomba de incendio, los grifos; mierda amasada y luego pegoteada formando figuras de animales (jirafas, elefantes, el ratón Mickey), lemas futbolísticos, órganos del cuerpo (ojos, corazones, penes). El colmo de la indignación, para las hermanas, era que en el lavabo de mujeres ocurría lo mismo, si bien con menor incidencia y con algunos detalles significativos que hacían recaer sobre una persona en particular la autoría de tales excesos. Una "guarra malvada" que estaban dispuestas a cazar. Para tal fin las hermanas montaron, junto con la senegalesa, una discreta vigilancia basada en el tenaz y aburrido método del descarte. Es decir, se fijaban atentamente en quienes hacían uso de los lavabos e inmediatamente después ellas entraban a verificar el estado en que los habían dejado. Así descubrieron que las tropelías fecales ocurrían a una cierta hora de la noche y la principal sospechosa resultó ser una de las dos mujeres que yo solía ver en la terraza del bar. Roza y Azucena levantaron la denuncia ante los recepcionistas y éstos se lo dijeron al Carajillo y el Carajillo me lo dijo a mí, que hablara con la susodicha y que buenamente, y sin ofender, hiciera lo que pudiera. El encargo no era fácil, como ustedes comprenderán. Aquella noche esperé en la terraza hasta que todos se hubieran ido. Como siempre, las dos mujeres fueron las últimas en marcharse, sentadas en el extremo opuesto a mi mesa, semiocultas bajo un árbol enorme cuyas raíces habían resquebrajado el cemento de la terraza. ¿Cómo se llaman esos árboles? ¿Plátanos? ¿Pinos Reales? No lo sé. Me acerqué a ellas llevando mi taza en una mano y mi linterna de vigilante en la otra; sólo cuando estuve a menos de un metro dieron muestras de haber notado mi presencia. Pregunté si podía tomar asiento junto a ellas. La vieja soltó una risotada y dijo por supuesto, cómo no, guapete del pelo. Ambas tenían las manos limpias. Ambas parecían disfrutar del frescor de la noche. ¿Qué podía decir yo? Sólo bobadas. Una atmósfera de extraña dignidad las cubría, protegiéndolas. La joven era silenciosa y oscura. La vieja, por el contrario, era parlanchina y tenía el color de la luna, de una luna astillada que se venía abajo. ¿De qué hablaban aquella primera vez? No lo recuerdo. Ni siquiera un minuto después de dejarlas habría podido recordarlo. Con nitidez, con extrema nitidez, sólo aparecen las risas de la vieja y los ojos planos de la joven. ¿Como si se mirara hacia dentro? Tal vez. ¿Como si les hubiera dado vacaciones, a los ojos? Tal vez, tal vez. Y la vieja mientras tanto hablaba y sonreía, palabras enigmáticas, como en clave, como si todo lo que allí había, los árboles, la superficie irregular de la terraza, las mesas desocupadas, los reflejos perdidos en la marquesina del bar, se estuvieran borrando progresivamente y sólo ellas dos lo advirtieran. Pensé que una mujer así no podía haber hecho aquello que se le imputaba y que si lo hubiera hecho sus razones tendría. Arriba, sobre las ramas de los árboles, entre la tembladera de hojas, las ratas del camping realizaban sus ejercicios nocturnos. (¡Ratas y no ardillas como creí la primera noche!) Entonces la vieja comenzó a cantar, ni muy alto ni muy bajo, como si su voz, en atención a mí, también se descolgara, prudentemente, de entre las ramas. Una voz educada. Aunque yo no entiendo nada de ópera creí distinguir trozos de diferentes arias. Con todo, lo más notable era que también cantaba en distintos idiomas, fragmentos diminutos que encadenaba sin dificultad, aleteos para mi único disfrute. Y digo mi único disfrute porque la muchacha se mantuvo ausente durante todo el tiempo. A veces se llevaba la punta de los dedos a los ojos, y nada más. Enferma entre los trinos de la cantante, se mantenía dueña de una notable fuerza de voluntad que la abstuvo de toser mientras la vieja cantaba. ¿Nos miramos a la cara en algún momento? No, creo que no, aunque es posible. Y si la miré pude notar que su rostro tenía la virtud de la goma de borrar. ¡Se iba y volvía! Tanto, y de forma tan pronunciada, que hasta el alumbrado del camping comenzó a parpadear, a crecer y disminuir, ignoro si al ritmo de mis encuentros con su cara o siguiendo el diapasón de la voz de la cantante. Durante un instante sentí algo semejante al arrebato: las sombras se alargaban, las tiendas se hinchaban como tumores incapaces de despegarse de la gravilla, el brillo de los coches se metalizaba hasta el dolor puro. Lejos de la terraza, en el cruce que conduce al exterior, vi al Carajillo. Parecía una estatua aunque supe que sin duda nos observaba desde hacía rato. Entonces la vieja dijo algo en alemán y cesó el canto. ¿Qué te ha parecido, guapete del pelo? Dije que muy bueno y me levanté. La muchacha no alzó la mirada de su taza. Hubiera deseado invitarlas a beber o a comer, pero el bar del camping hacía mucho que estaba cerrado. Les deseé buenas noches y me marché. Al llegar al cruce el Carajillo ya no estaba. Lo encontré sentado en la recepción. Tenía la tele encendida. Me preguntó, como sin darle importancia, qué había pasado. Dije que no creía que aquella mujer fuera la cagona que buscaban Rosa y Azucena. Recuerdo que el programa era una retransmisión de un torneo de golf desde Japón. El Carajillo me miró con tristeza y dijo que sí, que había sido ella, pero que no tenía importancia. ¿Qué íbamos a decirles a las mujeres de la limpieza? Les diríamos que estábamos en ello, que había más sospechosas, que aquél era un asunto para reflexionar, ya se nos ocurriría algo…