– Mi ex jefe. Es director adjunto. -Había varios directores adjuntos, aunque no por eso dejaba de ser un puesto importante.
– No he tenido la oportunidad de decírselo antes, pero la policía ha encontrado a la florista. -Al cabo de un momento de silencio, añadió-: Está muerta.
Rowan esperaba la noticia, pero no le tranquilizó en nada saber que había acertado. El miedo atroz que había comenzado al enterarse de la muerte de Doreen Rodríguez se hizo aún más intenso. Su peregrina esperanza de que aquello no fuera un asunto personal se desvaneció por completo.
Era un asunto personal. Ahora la urgencia de revisar todos sus casos uno por uno para ver si algo le había pasado desapercibido era más fuerte que nunca.
– ¿Cómo? -¿Aquel graznido de voz era suyo? No lo reconoció.
– Se llamaba Christine Jamison y le cortaron el cuello.
– Con un cuchillo de su cocina -dijo Rowan, recordando el crimen. Recordando su novela. Era tal como ella lo había descrito.
– ¿Cómo ha podido…? Ah, ya entiendo.
– ¿Cuándo?
– Ayer, más o menos a la misma hora en que usted recibió las flores.
El cabrón lo había planeado todo. Hasta el punto de atormentarla a ella, mandándole flores mientras mataba a la florista. Quizás experimentara una emoción enfermiza al confirmar que la policía se había dado cuenta de la coincidencia.
– Dejaron uno de sus libros en la escena del crimen -siguió Michael, y le cogió la mano. Ella bajó la mirada, incómoda, pero no retiró la mano. No había sentido mucho consuelo en los últimos días, y ese pequeño gesto de contacto humano le daba energías para seguir adelante.
– Crimen de pasión -murmuró Rowan-. En ese libro, el asesino mataba a una florista para que no identificara al hombre que la acechaba y le enviaba rosas blancas.
– ¿Sigue pensando que esto no va con usted? -preguntó él.
– ¡Maldita sea! ¡Sé que va conmigo! Pero no quiero reconocerlo. Es algo personal y premeditado. Y habrá más víctimas, a menos que resolvamos este problema. Y luego vendrá por mí. ¡Y no sé por qué! -Retiró la mano de la de Michael y dio un puñetazo en el salpicadero.
Rowan agradeció el silencio de Michael. Siguió mirando por la ventanilla, pensando en cada uno de los casos en que había trabajado. Roger le comunicaría de inmediato si uno de sus presos salía en libertad. Pero eran contados los que podrían haber elaborado un plan criminal tan sofisticado.
Quizá fuera el caso de William James Stanton. Un sádico sexual, un jurado sin criterio lo había condenado a cadena perpetua en lugar de darle la pena de muerte. Se tragaron su triste historia de que su madre había abusado de él cuando era pequeño. En realidad, decía, cuando mataba a aquellas madres bellas y jóvenes en la costa este, el crimen no era contra ellas sino contra su madre abusadora, una y otra vez.
Rowan no se lo había tragado. Stanton experimentaba un placer intenso torturando y matando a sus víctimas.
O Lars Richard Gueteschow, el Carnicero de Brentwood. El tipo descuartizaba a adolescentes, chicos o chicas, daba lo mismo, no había un componente sexual en ello, y guardaba sus cuerpos troceados en su nevera. Hasta que una chica se escapó. Rowan lo imaginaba experimentando un placer perverso torturándola, a ella, la agente que había reunido las pruebas y declarado en su contra. Pero Stanton esperaba en el corredor de la muerte de San Quintín.
La mayoría de los crímenes que había investigado eran casos jurisdiccionales, crímenes violentos en cuya investigación participaba el FBI porque los asesinatos ocurrían en más de un estado. No eran muchos los asesinos capaces de orquestar una operación tan detallada como la de estos asesinatos.
¿Y dónde podía buscar? ¿Entre sus familiares? ¿Sus amigos, vecinos o colegas? ¿Gente que sentía una fascinación grotesca con sus crímenes? Por ese camino, aparecerían miles de sospechosos. Le dolía la cabeza. Se frotó los ojos y de pronto se sintió muy cansada.
Lo peor era no saber si tendrían tiempo suficiente antes de que el cabrón volviera a actuar.
Rowan llevaba el pelo suelto, y su postura ahora era menos rígida. Miró un par de veces por encima del hombro, y dio un respingo cuando el guardaespaldas la tocó.
A cierta distancia, él sonrió. Ella estaba agotada y tenía miedo. Bien. Él sentía una terrible emoción al pensar que le hacía pasar noches en blanco. Esperaba que cada vez que conciliara el sueño la despertaran pesadillas de sangre. ¿Sentía ella alguna culpa? ¿Alguna complicidad? Al fin y al cabo, eran sus propias palabras las que determinaban quién vivía y quién moría. Soltó una risilla ahogada mientras la observaba.
Había vuelto a casa con ese guardaespaldas y se había encontrado con ese agente del FBI que la esperaba en la puerta desde hacía una hora. El agente había llamado a la puerta varias veces, y cada cierto rato miraba su reloj mientras se paseaba de arriba abajo. El federal no le preocupaba.
El guardaespaldas, en cambio, le preocupaba un poco. Conociendo a Rowan como él la conocía, no había imaginado que pediría ayuda. Era una mujer tan segura de sí misma, tan serena. No era el tipo de mujer que pediría un guardaespaldas. ¿Su amante? No, no había estado con un tío desde antes de dejar el FBI. ¿Cómo se llamaba ese tío? Ah, sí. Hamilton. También era un federal.
Ay, sí, él la había estado observando, de una manera u otra, desde hacía mucho tiempo.
Del guardaespaldas se ocuparía cuando llegara el momento indicado. Le bastaría con un silenciador, aunque detestaba las armas. Convertía el asesinato en algo tan impersonal.
Eso sería para más tarde.
Primero, había que quebrar a Rowan. Quería que se derritiera, que ardiera. Necesitaba sus emociones, su temperamento. Sobre todo, quería ver su miedo. Entonces, y sólo entonces, se le aparecería.
Hasta entonces, tenía muchas cosas de que ocuparse. Había marcado a los elegidos para morir. Ahora nada podía alterar sus destinos. Él era un dios, y el destino seguiría su curso. Entonces él y Rowan volverían a encontrarse. Ella sabría quién era él, y él le enseñaría qué era el miedo.
Y le imploraría por su vida antes de morir.
Esperó hasta que oscureció, y se marchó. Le esperaba un vuelo a otro destino.
Capítulo 5
Esperó a que Tess cerrara la puerta de su apartamento y, justo en ese momento, le tapó la boca con la mano. Ella reaccionó con la velocidad de un rayo, lanzó el portátil hacia atrás y le dio con fuerza en el hombro, pero él aprovechó el impulso del golpe para doblarle el brazo. La obligó a soltar el portátil y le dobló el brazo hacia atrás sin piedad. La vio hacer una mueca de dolor e intentar darse la vuelta para recuperar el control, pero ya había perdido.
La soltó y encendió las luces.
– Te he dicho mil veces que tu atacante puede aprovechar tu impulso para utilizarlo contra ti.
– ¡John! ¡Qué cabrón! -Tess intentó pegarle, pero él la agarró por el brazo-. ¿Cómo has podido entrar?
Él la miró con un aire misterioso.
– Tus cerraduras son un juego de niños para mí, pero en realidad me colé por la ventana del cuarto de baño. Te he dicho no sé cuántas veces que le pongas un cierre de seguridad. -La miró con una mueca-. Venga, has perdido, digas lo que digas. Déjalo correr ya -dijo, y la abrazó con fuerza-. Te he echado de menos, hermanita.
– Yo también te he echado de menos, hasta hace unos dos minutos. -Tess se echó hacia atrás y lo miró como una madre miraría a su hijo perdido, con el cariño y la preocupación pintados en su bello rostro de duendecillo-. Has perdido unos cuantos kilos.
– Las selvas de América del Sur. Todo lo que puedas comer o beber lo sudas.
– Deja que te prepare algo de comer.
– Pensaba que no me lo ibas a proponer. -La siguió a la diminuta cocina, comprobando las ventanas a su paso-. ¿Tienes un poco de zumo?
– Zumo de naranja -dijo ella, señalando hacia la nevera. Cogió una olla del fregadero y la llenó de agua-. Sabes que lo único que sé cocinar son espaguetis.